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Sólo en los días calurosos de la primavera y del verano hallaban los discípulos algún respiro, pues entonces el viejo cabeceaba y se dormía después del almuerzo, y la pequeña y oscura habitación se llenaba toda con el susurro de su dormir. Entonces, los muchachos cuchicheaban y jugaban, hacían dibujos maliciosos que se mostraban unos a otros y disputábanse al ver una mosca zumbar en torno a la mandíbula abierta y caída del profesor, haciendo apuestas sobre si el insecto entraría en la caverna de la boca o no. Pero cuando el viejo maestro abría de pronto los ojos y no se sabía nunca cuándo iba a abrirlos, tan rápida y secretamente como si no hubiera dormido- y veía a los muchachos, antes de que ellos se dieran cuenta alzábase con su abanico y lo dejaba caer sobre esta cabeza y sobre aquélla.

Y al oír los crujidos y los gritos de los discípulos, los vecinos decían:

– Es un buen maestro, a pesar de todo.

Y por eso Wang Lung escogió este colegio para sus hijos.

El primer día, cuando los acompañó al colegio, fue andando delante de ellos, pues no es propio que padre e hijos vayan uno junto al otro, y llevando un pañuelo azul lleno de huevos frescos que entregó al maestro cuando llegaron. Wang Lung se sintió atemorizado por los grandes lentes de latón del profesor, por su larga túnica negra y flotante, y por su inmenso abanico, que aun en invierno llevaba en la mano, e inclinándose ante él, dijo:

– Señor, aquí están mis dos indignos hijos. Si es posible meterles algo en sus densos meollos de latón, es sólo pegándoles; así, pues, si queréis contentarme, pegadles para que aprendan.

Y los dos chicos contemplaban en pie a los otros de los bancos, y éstos a aquéllos.

Pero al volver solo a casa después de haber dejado en el colegio a sus hijos, Wang Lung sintió que su corazón estallaba de orgullo y le pareció que, de todos los muchachos que había visto en la escuela, ninguno podía igualarse a los suyos en desarrollo y robustez. Y pasado el pueblo, al atravesar las puertas de la ciudad, encontróse con uno de sus vecinos y dijo, contestando a su pregunta:

– Vengo del colegio de mis hijos.

Y, con gran sorpresa del hombre, añadió indiferentemente: -Ahora no los necesito en el campo y más vale que aprendan unas cuantas letras.

Pero al continuar su camino se dijo a si mismo:

"¡No me sorprendería que el mayor se convirtiese en prefecto con todo este estudio!"

Desde entonces los chicos dejaron de llamarse Mayor y Segundo y les dieron nombres apropiados por el viejo profesor, quien, después de enterarse de la ocupación de su padre, llamó al mayor Nung En y al segundo Nung Weng, pues la primera palabra de cada nombre significa persona cuyo caudal viene de la tierra.