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XVIII

Si, Wang Lung fue edificando los bienes de su casa; y al llegar al séptimo año, el enorme río del Norte, hinchado por las lluvias y las nieves excesivas del Noroeste, donde tenía su nacimiento, se salió de madre e inundó las tierras de aquella región. Pero Wang Lung no tenía miedo. A pesar de que dos quintas partes de su tierra estaban convertidas en un lago que llegaba a la altura de los hombros de un hombre, Wang Lung no tenía miedo.

Durante el fin de la primavera y el comienzo del verano, las aguas fueron elevándose, y al final extendíanse como un vasto mar, encantador e inútil, que reflejaba las nubes y la luna, los sauces y los bambúes, cuyos troncos estaban sumergidos. Aquí y allá, alguna casa de tierra. abandonada por sus moradores, surgía durante algunos días de entre las aguas, hasta deshacerse y desmoronarse lentamente, volviendo al agua y a la tierra. Y así sucedía con todas las casas que no estaban, como la de Wang Lung, edificadas sobre una colina, pues estas colinas emergían como islas. La gente iba de ellas a la ciudad en barca y en balsa, y había gente que moría de hambre, como siempre sucediera.

Pero Wang Lung no tenía miedo. Los mercados de grano le debían dinero y sus almacenes estaban todavía repletos con cosechas de los últimos años, y sus casas se hallaban a una altura de la que el agua se mantenía a distancia y no tenía nada que temer.

Pero, puesto que gran parte de la tierra no podía ser plantada, el encontrábase más ocioso de lo que jamás había estado en su vida, y estando ocioso y bien comido, después de haber hecho cuanto podía hacer y de dormir cuanto podía dormir, hallóse presa de una gran impaciencia. Además, ahí estaban sus jornaleros, a los que contrataba siempre por un año, y era tonto que él trabajase cuando aquellos que comían su arroz apenas tenían quehacer mientras esperaban el retroceso de las aguas. Así, pues, luego que les hubo ordenado remendar el techo de la casa vieja y las goteras del de la casa nueva, y después de mandarles arreglar las azadas, los rastrillos y los arados, alimentar el ganado y comprar patos para tenerlos en manada sobre las aguas, y retorcer el cáñamo con que hacer cuerdas -todas estas cosas que en otros tiempos había hecho él mismo, cuando labraba su tierra él solo-, una vez dispuesto todo, sus propias manos quedaban inertes y no sabía qué hacer consigo mismo.

Ahora bien, un hombre no puede permanecer sentado todo el día contemplando el lago de agua que cubre sus campos, ni puede comer más de lo que es posible cada vez, ni dormir cuando ya no tiene sueño. Encontraba la casa, según vagaba por ella, silenciosa, demasiado silenciosa para el ímpetu de su sangre. El anciano tornábase muy débil ahora, medio ciego y totalmente sordo, y no podía entablar conversación con él excepto preguntarle si estaba caliente y alimentado y si quería beber té. Y Wang Lung se impacientaba de que el anciano no pudiese ver que su hijo era rico y que murmurase siempre que hallaba hojas de té en su tazón y dijese:

– Un poco de agua da lo mismo; el té es como la plata.

Pero no había manera de explicarle nada al anciano, pues lo olvidaba en seguida y vivía recluido en su propio mundo, soñando muchas veces que aún era joven y estaba en pleno vigor. Apenas se daba cuenta ahora de lo que le sucedía.

El anciano y la hija mayor, que jamás hablaba y que pasaba horas tras hora sentada junto a su abuelo, retorciendo un trocito de tela, doblándolo y volviéndolo a doblar y sonriendo, estos dos no tenían nada que decir a un hombre vigoroso y próspero. Después que Wang Lung había servido un tazón de té a su padre y pasado la mano por la mejilla de su hija, recibiendo la dulce y vacua sonrisa que con tan triste rapidez se borraba de su rostro y dejaba vacíos los ojos oscuros y apagados, no quedaba más que hacer. Siempre se alejaba de ella con una momentánea quietud, que era la marca de tristeza que su hija dejaba en él, y se volvía a mirar a sus dos hijos pequeños, el niño y la niña que O-lan había tenido juntos y que ahora corrían alegremente por la entrada de la casa.

Pero un hombre no puede satisfacerse con las tonterías de unas criaturas, y tras un rato de risas y bromas, los niños se iban a sus juegos y Wang Lung se quedaba solo y lleno de desasosiego. Y entonces fue cuando miró a O-lan, su esposa, como un hombre mira a una mujer a quien conoce plenamente y hasta la saciedad, habiendo vivido en su compañía tan íntimamente que no hay nada de ella que conocer ni nada que esperar.

Y le pareció a Wang Lung que miraba a O-lan por primera vez en su vida, y por primera vez vio que era una mujer a la cual ningún hombre podría llamar otra cosa que lo que era: una criatura común y opaca que trajinaba en silencio sin preocuparse de cómo aparecía a los ojos de los demás. Vio por primera vez que su cabello era basto, seco y descolorido; que su cara era ancha, grande y ordinaria de cutis, y sus facciones carecían de belleza y de encanto. Sus cejas eran anchas y raquíticas de pelo; sus labios, demasiado dilatados, y sus manos y sus pies, muy grandes. Y al mirarla así con una mirada extraña, le gritó:

– ¡Cualquiera que te viese diría que eres la mujer de un hombre común y no la de un propietario que tiene trabajadores para labrar su tierra!

Era la primera vez que hablaba de cómo O-lan aparecía ante sus ojos, y ella contestó con una mirada lenta y dolorosa. Estaba sentada en un banco, metiendo y sacando una larga aguja en la suela de un zapato, y se detuvo en su tarea, con la aguja en el aire y la boca abierta, mostrando los dientes ennegrecidos. Luego, como si comprendiese al fin que él la miraba como un hombre mira a una mujer, un rubor intenso subió por sus mejillas y murmuró:

– Desde que esos dos últimos nacieron juntos, no he estado bien. Tengo un fuego en las entrañas.

Y él vio que, en su simplicidad, O-lan creía que él la acusaba porque durante más de siete años no había concebido. Y contestó con más aspereza de la que deseaba:

– ¡Lo que quiero decir es si no puedes comprarte un poco de aceite para el pelo, como hacen otras mujeres, y hacerte una túnica nueva de tela negra! ¡Y esos zapatos que llevas son impropios de la mujer de un hacendado, como eres ahora!

Pero ella no contestó nada, sólo le miraba humildemente y sin saber lo que hacía, y escondió los pies bajo el banco en que estaba sentada. Entonces, y aunque en el fondo de su corazón Wang Lung se avergonzaba de reprochar a esta criatura, que durante años le había seguido con la fidelidad de un perro, y aunque no olvidaba que cuando él era pobre y tenía que labrar sus propios campos, ella abandonaba el lecho aún después del nacimiento de un hijo y venía a ayudarle en la cosecha. a pesar de esto, no le fue posible contener la irritación y continuó diciendo despiadadamente, aunque contra su intima voluntad:

– He trabajado y me he enriquecido, y me gustaría que mi esposa no pareciese tanto una pobretona. Y esos pies tuyos…

Se detuvo. Le parecía completamente repugnante su mujer, y lo más repugnante de todo sus grandes pies dentro de aquellos sueltos zapatos de algodón. Los miró con tal cólera que ella los escondió todavía más bajo el banco, y al fin murmuró quedamente:

– Mi madre no me ciñó los pies porque me vendieron tan joven… Pero los pies de la más pequeña los ceñiré…

Pero Wang Lung se lanzó fuera, porque se avergonzaba de encolerizarse con ella y porque ella, a su vez, no se encolerizaba con él. Y se puso su nueva túnica negra, diciendo:

– Bueno, me iré a la casa de té a ver si oigo algo nuevo. En mi casa no hay nada más que tontos, y un anciano chocho y dos niños.

Su mal humor creció según se dirigía a la ciudad, pues recordó de pronto que no habría podido comprar nunca todas aquellas tierras si O-lan no hubiese cogido el puñado de joyas de la casa del hombre rico y si no se las hubiera entregado a él cuando le ordenó hacerlo. Pero al recordar esto se encolerizó todavía más y dijo, como para contestarse a sí mismo, con rebeldía:

– Bueno, y ella no supo lo que hacía. Cogió las joyas por placer, como una criatura coge un puñado de dulces rojos y verdes; aún las tendría ocultas en el seno si yo no las hubiese encontrado.

Entonces se preguntó si O-lan aún tendría las dos perlas entre sus pechos, pero lo que antes le parecía una cosa extraña y en la que a veces le gustaba pensar, era ahora algo que recordaba con desdén, pues sus pechos se habían vuelto fláccidos y colgantes con tantos hijos, no tenían belleza alguna, y perlas entre ellos no significaban más que una tontería y un derroche.

Todo esto no habría tenido la menor importancia si Wang Lung hubiera sido todavía un hombre pobre o si el agua no hubiese invadido sus campos. Pero tenía dinero. En las paredes de su casa había plata escondida, y plata en un saco que ocultaba bajo una loseta del suelo de su nueva casa, y plata envuelta en un paño y guardada en el cofre de la habitación donde dormía con su esposa, y plata cosida en el colchón de su cama, y plata en su cinturón. No le hacía falta plata, por lo que ahora, en lugar de salir de él como sangre manando de una herida, yacía en su cinturón quemándole los dedos cuando la tocaba, y sentía ansia de gastarla en esto y en aquello, y empezó a ser descuidado con ella y a pensar qué podría hacer para gozar los días de su edad viril.

Nada le parecía tan bueno como antes. La casa de té en la que solía entrar tímidamente, sintiéndose un vulgar hombre del campo, ahora le parecía sucia y sórdida. En los viejos tiempos, nadie le conocía y los chicos que servían el té se insolentaban con él, pero ahora las gentes se hacían señas cuando él entraba y podía oír a un hombre murmurarle a otro:

– Ahí está ese hombre Wang, del pueblo Wang, el que compró la tierra de la Casa de Hwang aquel invierno en que el Anciano Señor se murió durante la época de hambre. Ahora es rico.

Y al oír esto, Wang Lung se sentó con aparente displicencia, pero su corazón hinchóse de orgullo por todo lo que era.

Mas este día, en que había reprochado a su esposa, ni la deferencia con que le recibieron le satisfizo, y se sentó a beber su té sombríamente, sintiendo que nada era tan bueno en su vida como creyera. Y, de pronto, se preguntó:

"¿Por qué he de estar yo bebiendo té en esta casa, cuyo propietario es una bizca comadreja con menos ganancia que uno de mis trabajadores, yo, que tengo tierra e hijos que estudian?

Se levantó rápidamente, arrojó el dinero sobre la mesa y salió antes de que nadie pudiera hablarle. Vagó por las calles de la ciudad sin saber lo que quería, y una vez se detuvo ante la barraca de un narrador de historias y durante un rato permaneció sentado en el extremo de un banco atestado de oyentes escuchando lo que contaba el hombre, de los viejos tiempos, de la época de los Tres Reinos, cuando los soldados eran valientes y astutos. Pero estaba todavía desasosegado y no podía entregarse al encanto de la narración, como los otros, y el ruido del pequeño gong de latón que el hombre hacía sonar le fatigaba, así que se levantó y siguió su camino.