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Nuestro moderno apartamento estaba en el tercer piso, y nuestro balcón daba a una estrecha callejuela adoquinada y llena de barro que rodeaba el muro del complejo. Uno de los costados de la calle estaba formado por la muralla de piedra que abrigaba el complejo, mientras que el otro consistía en una hilera de delgadas casas de madera de una sola planta que no representaban sino la vivienda típica de las familias pobres de Chengdu. Aquellas casas tenían suelos de barro y carecían de agua corriente e instalaciones sanitarias. Sus fachadas estaban construidas de tablones verticales, dos de los cuales se utilizaban a modo de puerta. La habitación principal daba directamente a otra estancia que, a su vez, conducía a una tercera, y así sucesivamente, de tal modo que todas aquellas habitaciones formaban la casa. La habitación del fondo se abría a otra calle. Dado que los muros laterales eran compartidos con las casas de los vecinos, se trataba de casas desprovistas de ventanas. Sus habitantes tenían que dejar abiertas ambas puertas para dejar pasar la luz y el aire. A menudo, especialmente en los veranos más calurosos, solían sentarse en la estrecha acera para leer, coser o charlar. Desde allí podían contemplar los amplios balcones de nuestros apartamentos y sus brillantes ventanales de cristal. Mi padre decía que no debíamos ofender los sentimientos de las personas que vivían en la callejuela y, en consecuencia, nos prohibía jugar en el balcón.

En las tardes de verano, los niños de las cabañas del callejón solían recorrerlo esparciendo incienso antimosquitos. Para ello, solían canturrear un soniquete con el que pregonaban su actividad, y mis lecturas vespertinas solían verse acompañadas de aquellas melodías tristes y monótonas. Mi padre no cesaba de recordarme que el hecho de poder estudiar en una estancia amplia y fresca, dotada de un suelo de tarima y de una ventana con mosquitera constituía un enorme privilegio. «No debes pensar que eres superior a ellos -decía-. Sencillamente, tienes la suerte de vivir aquí. ¿Sabes para qué necesitábamos el comunismo? Para que todo el mundo pueda vivir en casas tan buenas como la nuestra e incluso mejores.»

Mi padre decía aquellas cosas tan a menudo que crecí avergonzada de los privilegios que disfrutaba. Algunas veces, los muchachos que vivían en el complejo se asomaban a sus balcones y remedaban la melodía que cantaban aquellos jóvenes desharrapados, lo que a mí me avergonzaba profundamente. Siempre que salía con mi padre en coche, me sentía turbada cada vez que el chófer tocaba la bocina para abrirse camino entre la multitud. Si la gente intentaba mirar el interior del coche, me hundía en el asiento para evitar sus ojos.

En los comienzos de la adolescencia, tenía fama de ser una muchacha sumamente formal. Me gustaba estar sola y me gustaba pensar, a menudo, sobre aquellas cuestiones morales que más me confundían. Me había vuelto bastante escéptica en lo que se refería a juegos, atracciones y diversiones con otros niños, y rara vez cotilleaba con mis amigas. Aunque era un personaje sociable y popular, siempre parecía existir cierta distancia que me separaba de los demás. En China, la gente entabla relación con relativa facilidad, especialmente cuando se trata de mujeres. Yo, sin embargo, había preferido la soledad desde niña.

Mi padre advirtió aquel aspecto de mi carácter, y constantemente lo comentaba con aprobación. Mientras mis profesores se empeñaban en decir que debíamos mostrar un mayor espíritu colectivo, fue él quien me dijo que tanta familiaridad y tanto contacto podían convertirse en algo destructivo. Animada por sus consejos, procuré defender mi intimidad y mi espacio. Ambos son conceptos que no poseen palabras exactas en la lengua china, pero que eran anhelados de modo instintivo por muchas personas, entre las cuales, ni que decir tiene, nos encontrábamos mis hermanos y yo. Jin-ming, por ejemplo, insistió tanto en que se le permitiera llevar su propia vida que aquellos que no le conocían bien dieron en pensar que se trataba de una persona antisocial; de hecho, se trataba de un personaje gregario y notablemente popular entre sus compañeros.

Mi padre solía decirnos: «Creo que es magnífico que vuestra madre mantenga esta política de “dejaros pastar libremente”.» Nuestros padres nos dejaban en paz y respetaban nuestra necesidad de poseer cada uno su mundo separado de los demás.