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A medida que el automóvil atravesaba la verde llanura de Chengdu a lo largo de la carretera de asfalto bordeada de eucaliptos yo miraba atentamente por la ventanilla, contemplando los deliciosos bosquecillos de bambúes que rodeaban las granjas y el hilo de humo que pendía sobre las chozas de paja que asomaban entre las hojas de bambú. De vez en cuando, los riachuelos que rodeaban con sus meandros casi todos aquellos bosquecillos reflejaban en sus aguas una rama de ciruelo tempranamente florecida. Mi padre nos había dicho que después del viaje todos tendríamos que escribir una redacción describiendo los paisajes, por lo que procuraba observar todo con sumo cuidado. Una cosa me extrañaba: los escasos árboles que salpicaban los campos aparecían completamente desnudos de hojas excepto en la parte superior de su copa. Parecían pértigas desnudas rematadas por un casquete verde. Mi padre explicó que la leña escaseaba en la llanura de Chengdu, una zona intensamente cultivada, por lo que los campesinos habían cortado tantas ramas como habían podido alcanzar. Lo que no nos dijo es que pocos años antes habían existido muchos más árboles pero que la mayoría habían sido talados para alimentar los hornos del acero durante el Gran Salto Adelante.

La campiña parecía sumamente próspera. La población con mercado en la que nos detuvimos para almorzar hervía de campesinos ataviados con vistosos trajes nuevos. Los ancianos llevaban relucientes turbantes blancos y limpios delantales de color azul oscuro. En los escaparates de los abarrotados restaurantes refulgían dorados patos asados. Las ollas de bambú de los puestos de aquellas calles atestadas dejaban escapar nubes de un delicioso aroma. Nuestro automóvil atravesó lentamente el mercado hasta llegar a las oficinas locales del Gobierno, situadas en una mansión cuya puerta aparecía adornada con dos leones de piedra en actitud reclinada. Mi padre había vivido en aquel condado durante la época del hambre, en 1961, y ahora, cuatro años después, los funcionarios locales quisieron mostrarle cuánto había cambiado todo. Nos llevaron a un restaurante en el que se nos había reservado un comedor privado. Mientras nos abríamos paso a través del local los campesinos nos miraban, intrigados por aquellos forasteros a los que tan respetuosamente conducían los jefes locales. Observé que las mesas aparecían cubiertas de platos raros y apetitosos. Yo apenas había probado en mi vida otra cosa que lo que nos daban en la cantina, y los alimentos que vi en aquella ciudad constituían una sorpresa detrás de otra. Sus nombres también eran nuevos para mí: «Bolas de perla», «Tres disparos», «Cabezas de león»… Más tarde, el director del restaurante salió a la acera para despedirnos mientras los campesinos locales contemplaban nuestro séquito con expresión embobada.

De camino hacia el museo, nuestro automóvil adelantó a un camión abierto en el que viajaban algunos niños y niñas de mi escuela. Evidentemente, también ellos se dirigían a la mansión para la «educación de clase». Les acompañaba una de mis profesoras. Al verme, me sonrió y yo, avergonzada por la diferencia entre nuestro automóvil con chófer y aquel camión abierto que rebotaba sobre los baches de la carretera bajo el aire frío del inicio de la primavera, me encogí en mi asiento. Mi padre ocupaba el asiento delantero con mi hermano pequeño en el regazo. Reconoció a mi profesora y le devolvió la sonrisa. Cuando miró hacia atrás para captar mi atención, comprobó que había desaparecido y sonrió de placer. Mi turbación demostraba mis buenas cualidades, dijo: era bueno que me sintiera avergonzada de mis privilegios en lugar de hacer ostentación de ellos.

El museo me impresionó profundamente. Contenía esculturas de campesinos desprovistos de tierra y forzados a pagar unas rentas exorbitantes. Uno de los conjuntos mostraba cómo el terrateniente se servía de dos medidas distintas: una de gran tamaño para recoger el grano y otra, mucho más pequeña, para prestarlo a un interés desmesurado. Había también una cámara de torturas y una mazmorra en la que se veía una jaula de hierro que reposaba en un charco de aguas inmundas. La jaula era demasiado pequeña para que un hombre pudiera ponerse de pie, y demasiado estrecha para permitirle sentarse. Se nos dijo que el terrateniente la utilizaba para castigar a los campesinos que no podían pagar la renta. Se decía que una de las estancias había albergado a tres nodrizas que le proveían de leche humana, la más nutritiva en opinión del señor. También se afirmaba que su concubina número cinco había devorado treinta patos en un solo día, pero no la carne, sino tan sólo las patas, consideradas un manjar exquisito.

No se nos dijo que el hermano de aquel terrateniente supuestamente inhumano era para entonces ministro del Gobierno en Pekín, cargo que había obtenido como premio por rendir Chengdu a los comunistas en 1949. A lo largo de todo aquel recorrido de instrucción acerca de los «días de aniquilación del Kuomintang», se nos recordaba una y otra vez que debíamos estar agradecidos a Mao.

El culto a Mao constituía un proceso paralelo a la manipulación de los tristes recuerdos que la gente conservaba de su pasado. Los enemigos de clase eran presentados como crueles malhechores que querían arrastrar de nuevo a China a la época del Kuomintang, lo que significaría que los niños perderíamos nuestras escuelas, nuestro calzado de invierno y nuestros alimentos. A ello se debía que hubiera que aplastar a tales enemigos, decían, añadiendo que Chiang Kai-shek, en un intento por regresar al poder, había lanzado un ataque sobre el continente en 1962, durante el «período difícil» (eufemismo con el que el régimen se refería a la hambruna).

A pesar de toda aquella charla y actividad, los enemigos de clase continuaron siendo para mí y para gran parte de los miembros de mi generación poco más que unas sombras oscuras e irreales. Pertenecían al pasado, estaban demasiado lejanos. Mao no había logrado proporcionarlesun aspecto material cotidiano y, paradójicamente, uno de los motivos de ello era lo concienzudamente que había borrado el pasado. No obstante, lograron que anidara en nosotros la expectación de cierta figura enemiga.

Al mismo tiempo, Mao esparcía la semilla de su propia deificación, y tanto mis contemporáneos como yo nos vimos inevitablemente inmersos en aquel tosco pero eficaz adoctrinamiento, que funcionaba en parte debido a que Mao se aseguró hábilmente de adjudicarse personalmente la autoridad moral: del mismo modo que el hecho de mostrarse implacable con los enemigos de clase se presentaba como una muestra de lealtad al pueblo, la sumisión total al líder se disfrazaba con el engañoso manto del altruismo. Resultaba muy difícil penetrar en aquella retórica, especialmente cuando no existía un punto de vista alternativo por parte de la población adulta. De hecho, los adultos aunaban sus esfuerzos en el desarrollo del culto a Mao.

Durante dos mil años, China había contado con una figura imperial que encarnaba simultáneamente el poder del Estado y la autoridad espiritual. En China, los sentimientos religiosos que los habitantes de otras partes del mundo experimentan hacia su dios siempre han estado dirigidos hacia el Emperador, y mis padres, al igual que cientos de millones de chinos, se hallaban bajo la influencia de dicha tradición.

Mao reforzó su imagen divina rodeándose de misterio. Siempre aparecía como una figura remota y situada fuera del alcance de los humanos. Evitaba la radio, y entonces no existía televisión. A excepción de los miembros de su corte, pocas personas tenían contacto alguno con él. Incluso sus colegas de las altas esferas tan sólo le veían durante audiencias formales. Desde la época de Yan'an, mi padre sólo le había visto en una ocasión, y aun entonces había sido en el curso de una asamblea multitudinaria. Mi madre sólo le vio una vez en su vida, cuando el Presidente viajó a Chengdu en 1958 y reunió a todos los funcionarios de nivel superior al 18 para fotografiarse en grupo con ellos. Tras el fiasco del Gran Salto Adelante había desaparecido casi por completo.

Mao, el emperador, encajaba con uno de los modelos de la historia china: era el líder de una rebelión campesina a nivel nacional que barría una dinastía podrida y se convertía en un sabio y nuevo emperador dotado de autoridad absoluta. En cierto modo, podía decirse que Mao se había ganado a pulso su categoría de dios-emperador. Era, efectivamente, quien había logrado poner término a la guerra civil y traer la paz y la estabilidad, algo que los chinos siempre habían anhelado hasta el punto de que decían que «es preferible ser un perro en tiempo de paz que un ser humano en tiempo de guerra». Con Mao, China se había convertido en una potencia que inspiraba el respeto del resto del mundo, y numerosos chinos dejaron de sentirse avergonzados y humillados de su nacionalidad, lo que significó mucho para ellos. En realidad, Mao había devuelto a China a los días del Imperio Medio y, ayudado por los Estados Unidos, la había aislado del mundo. Logró que los chinos volvieran a sentirse importantes y superiores a base de cegarles frente a la realidad del mundo exterior. A pesar de todo, el orgullo nacionalista era tan importante para los chinos que gran parte de la población se sintió sinceramente agradecida a Mao, y no encontró ofensivo el culto a su personalidad, especialmente al principio. La casi absoluta falta de acceso a información alguna y el constante suministro de desinformación implicaban que los chinos no tenían modo de establecer diferencia alguna entre los éxitos y los fracasos de Mao, ni tampoco de identificar el mérito relativo que correspondía a Mao y al resto de sus líderes en los logros comunistas.

El miedo siempre estuvo presente en la edificación del culto a Mao. Muchas personas se habían visto reducidas a un estado tal que ya no se atrevían siquiera a pensar por temor a que fueran a escapárseles involuntariamente sus reflexiones. Incluso entre aquellos que acariciaban ideas poco ortodoxas, había pocos que hicieran mención de ello a sus hijos, ya que éstos podrían revelar algo a otros niños y buscar con ello su propia ruina y la de sus padres. Durante los años del «Aprendamos de Lei-feng», se le metía en la cabeza a los niños que su primera y única lealtad debía ser hacia Mao. Una canción popular rezaba: «Tu padre está próximo, tu madre está próxima, pero a nadie tienes tan próximo como al presidente Mao.» Se nos adiestraba para contemplar como enemigo a cualquier persona -incluidos nuestros padres- que no se mostrara totalmente leal a Mao. Numerosos padres animaban a sus hijos a que crecieran aprendiendo a ser conformistas, ya que ello constituía el mejor modo de asegurar su futuro.