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14. «Tu padre está próximo, tu madre está próxima, pero a nadie tienes tan próximo como al presidente Mao»

El culto a Mao (1964-1965)

El «presidente Mao», como siempre le llamábamos, comenzó a ejercer una influencia directa sobre mi vida en 1964, cuando aún tenía doce años. Tras permanecer temporalmente en segundo plano durante la época del hambre, comenzaba entonces a anunciar su regreso, y en marzo del año anterior había anunciado una convocatoria dirigida a todo el país -y especialmente a los jóvenes- para que aprendieran de Lei Feng.

Lei Feng había sido un soldado que, según nos dijeron, había muerto en 1962 a la edad de veintidós años. Había realizado numerosas proezas, y entre ellas se había esforzado por ayudar a los ancianos, los enfermos y los necesitados. Había donado sus ahorros para fundaciones de beneficencia y había renunciado a sus raciones de comida en beneficio de sus camaradas ingresados en el hospital.

La imagen de Lei Feng no tardó en dominar mi vida. Todas las tardes abandonábamos la escuela dispuestas a realizar buenas obras como Lei Feng. Bajábamos hasta la estación de ferrocarril para ayudar a las ancianas a transportar su equipaje, tal y como Lei Feng había hecho en su día. En ocasiones, teníamos que arrebatarles sus bultos por la fuerza, debido a que aquellas campesinas nos tomaban por ladronas. Los días de lluvia, yo permanecía en la calle con mi paraguas esperando con ansiedad que alguna anciana pasara cerca de mí y me concediera la oportunidad de acompañarla a su casa… tal y como Lei Feng había hecho en su día. Si veía a alguien que transportaba cubos de agua a ambos extremos de una vara apoyada sobre sus hombros (recuérdese que las casas antiguas aún no tenían agua corriente), intentaba -sin éxito- reunir el valor necesario para ofrecerle mi ayuda. Hasta que lo logré, nunca supe lo pesada que podía resultar una carga de agua.

Durante 1964, la prioridad se desvió gradualmente de la realización de buenas obras al estilo boy-scout para centrarse en el culto a Mao. La esencia de Lei Feng, nos decían los profesores, consistía en su amor y devoción ilimitados hacia el presidente Mao. Antes de tomar iniciativa alguna, Lei Feng siempre procuraba recordar alguna frase de Mao. Su diario fue publicado y pasó a convertirse en nuestro libro de texto de moral. En casi todas sus páginas había algún voto solemne tal y como: «Debo estudiar las obras del presidente Mao, prestar atención a las palabras del presidente Mao, seguir las instrucciones del presidente Mao y ser un buen soldado del presidente Mao.» Todos nos proponíamos solemnemente seguir el ejemplo de Lei Feng y mostrarnos dispuestos a «ascender montañas de cuchillos y descender a océanos de llamas», a «ver nuestros cuerpos reducidos a polvo y nuestros huesos desmenuzados», a «someternos sin vacilación alguna al control del Gran Líder»… Mao. El culto a Mao y el culto a Lei Feng constituían dos caras de una misma moneda: uno era el culto a la personalidad; el otro, su corolario esencial, era el culto a la impersonalidad.

Yo leí mi primer artículo de Mao en 1964, en una época en la que nuestra vida se hallaba dominada por dos de sus consignas: «Servid al pueblo» y «Jamás olvidéis la lucha de clases». La esencia de aquellas dos consignas complementarias aparecía ilustrada en un poema de Lei Feng titulado «Las cuatro estaciones» que todos nos sabíamos de memoria:

Al igual que la primavera, trato cálidamente a mis camaradas

Al igual que el verano, mi labor revolucionaria rebosa de ardor

Elimino mi individualismo del mismo modo que las tormentas del otoño arrastran las hojas secas

Y frente a los enemigos de clase, me muestro cruel y despiadado como el riguroso invierno

De acuerdo con aquello, nuestro profesor afirmaba que debíamos tener cuidado de a quién ayudábamos con nuestras buenas obras. No debíamos ayudar a los «enemigos de clase». Yo, sin embargo, no comprendía bien quiénes eran, y cuando lo preguntaba ni mis padres ni los profesores parecían muy dispuestos a explicármelo con detalle. Una respuesta habitual era: «Son como los “malos” de las películas», pero yo no lograba ver a mi alrededor a nadie cuyo aspecto recordara el de los estilizados villanos del cine. Ello me planteaba un arduo problema. Ya no estaba segura de si debía llevarle la bolsa de la compra a las ancianas. Resultaba inconcebible pensar en preguntar a cada una: «¿Es usted una enemiga de clase?»

Algunas veces, acudíamos a limpiar las casas de una calle próxima a nuestra escuela. En una de ellas había un joven que solía permanecer arrellanado sobre una butaca de bambú contemplándonos con una sonrisa cínica en los labios mientras nosotras limpiábamos sus cristales. No sólo no se ofrecía para ayudar, sino que incluso sacaba la bicicleta del cobertizo y sugería que se la limpiásemos también. «Qué lástima -dijo un día-, que no seáis el verdadero Lei Feng y que no haya ningún fotógrafo que pueda captar vuestra imagen para los periódicos» (las buenas obras de Lei Feng habían podido ser milagrosamente captadas por un fotógrafo oficial). Todas odiábamos a aquel desaseado holgazán y su sucia bicicleta. ¿Podía acaso tratarse de un enemigo de clase? Pero sabíamos que trabajaba en una fábrica de maquinaria, y se nos había dicho repetidas veces que los obreros eran los mejores, la clase de vanguardia de nuestra revolución. Volví a sentirme confusa.

Una de las cosas que había estado haciendo era ayudar a empujar carromatos por las calles después de las horas de clase. A menudo, las carretas estaban cargadas de bloques de cemento o de terrones de arenisca, y eran terriblemente pesadas. Cada paso representaba un esfuerzo descomunal para los hombres que tiraban de ellas. Incluso en tiempo frío, algunos trabajaban con el pecho desnudo, y por sus rostros y espaldas se deslizaban brillantes gotas de sudor. Si el camino era cuesta arriba, aunque sólo fuera ligeramente, algunos hallaban casi imposible seguir adelante. Cada vez que los veía, sentía que me embargaba una oleada de tristeza. Desde que había comenzado la campaña destinada a aprender de Lei Feng, había sido mi costumbre permanecer junto a una cuesta esperando a que pasaran carromatos, y cada vez que ayudaba a empujar uno de ellos terminaba exhausta. Cuando por fin me alejaba, el hombre que tiraba de la carreta se limitaba a dirigirme una sonrisa casi imperceptible para no perder el ritmo y el impulso.

Un día, una compañera de clase me dijo en tono de voz muy serio que la mayor parte de los que tiraban de los carros eran enemigos de clase a los que se habían asignado labores especialmente duras. En consecuencia, prosiguió, no debía ayudárseles. Yo lo consulté con mi profesora ya que, de acuerdo con la tradición china, había que respetar siempre la autoridad de los maestros. Sin embargo, en lugar de responderme con su habitual aplomo, se mostró desasosegada y me dijo que no sabía la respuesta, lo que me extrañó. De hecho, era cierto que los que tiraban de los carros habían sido a menudo asignados a aquellos puestos por sus antiguas relaciones con el Kuomintang o porque habían sido víctimas de alguna de las purgas políticas. Evidentemente, mi profesora no había querido decirme aquello, pero sí me rogó que dejara de ayudar a empujar carromatos. A partir de entonces, cada vez que me cruzaba con uno en la calle desviaba los ojos de la figura encorvada que avanzaba dificultosamente y me apresuraba a alejarme con el corazón encogido.

Con objeto de llenarnos de odio hacia los enemigos de clase, los colegios iniciaron sesiones regulares de «memoria de la amargura y reflexión acerca de la felicidad» en las que los adultos nos relataban las calamidades cotidianas en la China precomunista. Nuestra generación había nacido «bajo la bandera roja» de la nueva China, e ignoraba cómo había sido la vida bajo el Kuomintang. Se nos dijo que Lei Feng sí la había conocido, motivo que le permitía odiar tan profundamente a los enemigos de clase y amar al presidente Mao con todo su corazón. Se contaba que cuando Lei Feng tenía siete años su madre se había ahorcado tras ser violada por un terrateniente.

A nuestra escuela venían obreros y campesinos a dar charlas: escuchamos el relato de infancias dominadas por el hambre, gélidos inviernos sin zapatos y muertes prematuras y dolorosas. Se nos hablaba del ilimitado agradecimiento que sentían hacia el presidente Mao por haber salvado sus vidas y haberles dado ropas y alimentos. Uno de los oradores era miembro de un grupo étnico -los yi- en el que había existido un sistema de esclavitud hasta finales de la década de los cincuenta. Él mismo había sido un esclavo, y nos mostró las cicatrices de las escalofriantes palizas a que le habían sometido sus antiguos amos. Cada vez que los oradores describían las vicisitudes que habían soportado, aquella sala llena de gente se inundaba de sollozos. Yo salía de aquellas asambleas sintiéndome a la vez abrumada por las acciones del Kuomintang y apasionadamente devota hacia la figura de Mao.

Para mostrarnos lo que sería la vida sin Mao, la cantina del colegio preparaba de vez en cuando algo que denominaban «almuerzo amargo» y que había supuestamente constituido la dieta de los pobres bajo el Kuomintang. Se componía de extrañas hierbas, y siempre me pregunté en secreto si no se trataría de una broma pesada que nos gastaban los cocineros ya que, realmente, aquello era indescriptible. Las primeras dos veces que lo probé, vomité.

Un día nos llevaron a una exposición de «educación de clase» acerca del Tíbet: constaba de fotografías de mazmorras inundadas de escorpiones y horribles instrumentos de tortura, incluyendo una herramienta destinada a vaciar ojos y cuchillos para cortar los tendones de los tobillos. Un hombre que acudió a la escuela a pronunciar una conferencia nos dijo que era un antiguo siervo del Tíbet al que habían cortado los tendones de los tobillos por una falta sin importancia.

Desde 1964, muchas casas grandes se habían habilitado como «museos de educación de clase» para mostrar el lujo en el que habían vivido los enemigos de clase -tales como los terratenientes- a base del sudor y la sangre de los campesinos hasta la llegada de Mao. Durante la fiesta del Año Nuevo chino de 1965, mi padre nos llevó a una célebre mansión situada a dos horas y media de trayecto en automóvil. Bajo su justificación política, aquel viaje era en realidad una excusa para dar un paseo primaveral por el campo de acuerdo con la tradición china de «caminar sobre la tierna hierba» (ta- qing) para así dar la bienvenida a la estación. Se trataba de una de las pocas ocasiones en que mi familia salía a dar una vuelta por el campo.