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La autocensura cubría incluso la información básica. Yo jamás oí hablar de Yu-lin ni del resto de los parientes de mi abuela. Tampoco se me habló de la detención de mi madre en 1955 ni de la época del hambre; de hecho, no se me habló de nada que pudiera hacer anidar en mí una semilla de duda acerca del régimen o de Mao. Al igual que la práctica totalidad de los progenitores chinos, mis padres nunca dijeron ante sus hijos nada que se apartara de la ortodoxia.

En 1965, mi propósito de Año Nuevo fue que obedecería a mi abuela, lo que constituye un modo tradicional chino de hacer votos por una buena conducta. Mi padre meneó la cabeza: «No deberías decir eso. Deberías decir tan sólo “Obedezco al presidente Mao”.»

El día de mi décimo tercer aniversario -en marzo de aquel mismo año- el regalo de mi padre no fue uno de los habituales libros de ciencia-ficción, sino un volumen que contenía las cuatro obras filosóficas de Mao.

Tan sólo un adulto me dijo en cierta ocasión algo opuesto a la propaganda oficial, y fue la madrastra de Deng Xiaoping, quien pasaba algunas temporadas en el bloque de apartamentos contiguo al nuestro en compañía de su hija, empleada del Gobierno provincial. Le gustaban los niños, y yo acudía con frecuencia a su apartamento. Cuando mis amigas y yo cortábamos flores y plantas del jardín del complejo o robábamos pepinillos en vinagre de la cantina, nunca los llevábamos a casa por miedo a que nos regañaran sino que llevábamos nuestro botín a su apartamento y ella nos los lavaba y freía. Todo ello resultaba doblemente emocionante debido a que sabíamos que estábamos consumiendo un producto ilícito. Para entonces contaba unos setenta años de edad, aunque con sus diminutos pies y su rostro amable y suave, a la vez que enérgico, parecía mucho más joven. Llevaba siempre una chaqueta gris de algodón y unos zapatos de algodón negro que confeccionaba personalmente. Era una mujer apacible, y nos otorgaba un trato de absoluta camaradería. A mí me encantaba sentarme en su cocina a charlar con ella. En cierta ocasión -tendría yo entonces trece años- acudí directamente a ella después de una emotiva sesión de «memoria de la amargura». En aquel momento me sentía llena de compasión hacia cualquiera que hubiera tenido que vivir bajo el Kuomintang, y dije:

– Abuela Deng, ¡cómo has debido de sufrir bajo la maldad del Kuomintang! ¡Qué atropellos no habrás sufrido de sus soldados! ¡Y de esos vampiros de terratenientes…! Dime, ¿qué te hicieron?

– Bueno -repuso ella-, no siempre atrepellaban a la gente… y no siempre eran tan malos…

Aquellas palabras cayeron sobre mí como una bomba. Me sentí tan desconcertada que nunca me atreví a repetirle a nadie sus palabras.

En aquella época, ninguno de nosotros albergábamos la más mínima idea de que el culto a Mao y el énfasis que ello conllevaba sobre la lucha de clases formaban parte de los planes de Mao para establecer las bases de un enfrentamiento con el presidente -Liu Shaoqi- y con Deng Xiaoping, el secretario general del Partido. A Mao le disgustaba lo que ambos estaban haciendo. Desde la época del hambre, ambos se hallaban empeñados en una liberalización de la economía y de la sociedad. Para Mao, su perspectiva olía más a capitalismo que a socialismo. Se sentía especialmente herido por el hecho de que lo que siempre había denominado la «vía capitalista» estuviera teniendo éxito y que el camino que él había escogido -el camino correcto- hubiera resultado un completo desastre. Como hombre práctico que era, Mao sabía reconocerlo, y se veía obligado a permitir que se saliesen con la suya. Sin embargo, proyectaba imponer sus opiniones de nuevo tan pronto como el país estuviera en una situación lo bastante aceptable como para soportar el experimento y, al mismo tiempo, tan pronto como él mismo pudiera adquirir el ímpetu necesario para desalojar a los poderosos enemigos que tenía en el Partido.

A Mao le asfixiaba el concepto de un progreso en paz. Siendo como era un inquieto líder militar -un poeta-guerrero- precisaba de la acción, de una acción violenta, y contemplaba la lucha permanente como un elemento necesario para el desarrollo social. Sus propios comunistas se habían vuelto demasiado tolerantes y blandos para su gusto, y parecían buscar la armonía en lugar de la contienda. ¡Desde 1959 no habían vuelto a iniciarse campañas que enfrentaran a las gentes!

El líder se sentía dolido. Sentía que sus oponentes le habían humillado al demostrar su incompetencia. Tenía que vengarse y, consciente del amplio respaldo de que gozaban sus enemigos, necesitaba fortalecer considerablemente su autoridad, para lo cual su propia deificación resultaba imprescindible.

Mao esperaba el momento oportuno y, entretanto, la economía se recuperaba. Sin embargo, tan pronto ésta comenzó a mejorar -especialmente a partir de 1964- comenzó a preparar una grandiosa puesta en escena para el enfrentamiento que buscaba. La relativa liberalización de los sesenta comenzó a desvanecerse.

En 1964 cesaron los bailes semanales que solían celebrarse en el complejo. Desaparecieron también las películas procedentes de Hong Kong. También las esponjosas pelucas de mi madre, que se vieron sustituidas por la moda del pelo corto y liso. Sus blusas y chaquetas ya no eran pintorescas y entalladas, sino de colores discretos y en forma de tubo. Lamenté especialmente la desaparición de sus faldas. Recordaba haberla visto hasta hacía poco antes alzar grácilmente con la rodilla sus faldas a cuadros azules y blancos para apearse de su bicicleta. Yo estaba reclinada sobre el tronco veteado de un plátano que crecía en el claro que daba a la calle que bordeaba el complejo. Había avanzado hacia mí con su falda ondeando como un abanico. En las tardes de verano, había empujado a menudo el cochecito de bambú de Xiao-fang hasta aquel lugar para esperar juntos su llegada.

Mi abuela, que entonces rondaría los cincuenta y cinco años, logró conservar más símbolos de su feminidad que mi madre. Si bien todas sus chaquetas (siempre de estilo tradicional) adquirieron la misma tonalidad de color gris pálido, solía cuidar meticulosamente sus negros cabellos, largos y espesos. Según la tradición china -heredada por los comunistas- las mujeres de mediana edad debían llevar el cabello muy por encima de los hombros, lo que significaba que rondaban la treintena. Mi abuela los peinaba en un pulcro moño a la altura de la nuca, pero siempre lucía en él algunas flores: a veces, un par de magnolias de color marfil; otras, una blanca gardenia recogida en el interior de dos hojas de color verde oscuro que hacían resaltar sus lustrosos cabellos. Nunca se lavaba con los champúes que podían adquirirse en los comercios por temor a que pudieran dejar su pelo seco y opaco, sino que solía utilizar para ello el líquido resultante de cocer los frutos del algarrobo chino. Los frotaba hasta obtener una espuma perfumada y luego, lentamente, dejaba caer la brillante masa de su peinado en aquel brillante líquido blanco y oleoso. Empapaba sus peines de madera en un zumo de semillas de pomelo para que éstos resbalaran suavemente a través de sus cabellos y los impregnaran de su leve aroma. Por fin, añadía un toque final rociándose ligeramente con agua de olivo oloroso preparada por ella misma, ya que los perfumes habían comenzado a desaparecer de las tiendas. Recuerdo haberla observado mientras se peinaba. Era la única actividad para la que se tomaba todo el tiempo necesario: todo lo demás lo hacía a gran velocidad. También solía pintarse ligeramente las cejas de negro con un lápiz graso, tras lo cual se empolvaba levemente la nariz. El recuerdo de sus ojos, sonrientes frente al espejo y llenos de una intensa concentración especial, me hace pensar que aquellos momentos debían de contarse entre los más gratos que disfrutaba.

Aunque la había visto hacerlo desde mi infancia, la contemplación de su proceso de acicalamiento me producía una sensación extraña. En aquellos días, las mujeres que se maquillaban en los libros y en las películas eran invariablemente personajes malvados similares a las concubinas. Yo entonces tenía algún conocimiento vago acerca del hecho de que mi amada abuela había sido concubina, pero al mismo tiempo estaba aprendiendo a convivir con realidades y pensamientos contradictorios y acostumbrándome a estructurarlos separadamente. Cuando comenzamos a salir juntas de compras advertí que mi abuela, con sus flores en el pelo y su maquillaje -por discreto que éste fuera-, era distinta del resto de la gente. La gente la observaba, y ella caminaba con figura erguida, paso orgulloso y discreta ufanía.

Podía permitirse aquella actitud porque vivía en el complejo. Si hubiera vivido en el exterior, habría caído en las garras de los comités de residentes que supervisaban las vidas de todo adulto desprovisto de empleo y, por ello, no perteneciente a unidad de trabajo alguna. Por lo general, los comités se componían de jubilados y viejas amas de casa, y algunos eran célebres por su afición a entrometerse en los asuntos ajenos y darse importancia. De haberse hallado bajo la jurisdicción de alguno de ellos, mi abuela habría tenido que soportar desde indirectas reprobatorias a críticas abiertas, pero el complejo no se hallaba controlado por comité alguno. Cierto es que tenía que asistir semanalmente a una asamblea en la que participaban otros parientes políticos, criadas y niñeras de los residentes del complejo y en los que los asistentes eran informados de las políticas del Partido, pero en general solían dejarla en paz. De hecho, lo pasaba bien en aquellas reuniones, ya que le proporcionaban ocasión de charlar con otras mujeres, y siempre regresaba a casa sonriendo de oreja a oreja y contándonos los últimos chismorreos.

Desde mi incorporación a la escuela de enseñanza media en el otoño de 1964, la política tuvo una presencia creciente en mi vida. En nuestro primer día de clase se nos dijo que debíamos agradecer al presidente Mao su presencia entre nosotros, ya que su «línea de clase» había sido aplicada a los matriculados en nuestro curso. Mao había acusado a las escuelas y universidades de haber admitido a demasiados hijos de la burguesía. En consecuencia, había ordenado que se concediera prioridad a los hijos e hijas con «buenos antecedentes» (chu-shen hao). Ello implicaba aceptar alumnos cuyos progenitores -y muy especialmente el padre- fueran obreros, campesinos, soldados o funcionarios del Partido. La aplicación de este criterio de «línea de clase» al conjunto de la sociedad significaba que el destino de cada uno dependía más que nunca de la familia y circunstancias de nacimiento que le hubieran tocado en suerte.

No obstante, la categoría de cada familia resultaba a menudo una cuestión ambigua: un obrero podía haber trabajado anteriormente en una oficina del Kuomintang, y un empleado no pertenecía a categoría alguna. Un intelectual era un indeseable aunque, ¿y si ocurría que se trataba de un miembro del Partido? ¿Cómo debía clasificarse a los hijos de tales progenitores? Numerosos funcionarios del departamento de solicitudes e ingresos optaron por no correr riesgos, y por ello dieron preferencia a aquellos jóvenes cuyos padres eran funcionarios del Partido. La mitad de los alumnos de mi clase pertenecían a dicha categoría.