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Mi niñez transcurrió como una carrera hacia el futuro en la que yo me apresuraba por convertirme en adulta y soñaba despierta constantemente en lo que haría cuando fuera mayor. Desde el mismo momento en que aprendí a leer y a escribir, preferí aquellos libros en los que la narración predominaba sobre las imágenes. Mi impaciencia se manifestaba en todos los aspectos: si tenía un caramelo, nunca lo chupaba, sino que rápidamente lo mordía y lo masticaba. Masticaba hasta las pastillas para la tos.

Mis hermanos y yo nos llevábamos sorprendentemente bien. Tradicionalmente, los niños y las niñas rara vez jugaban juntos, pero los cuatro éramos buenos amigos y nos cuidábamos los unos a los otros. Apenas existían entre nosotros celos o competitividad, y rara vez nos peleábamos. Siempre que mi hermana me veía llorando, rompía también ella en lágrimas. No le importaba escuchar las alabanzas que me dedicaba la gente. Todo el mundo comentaba la espléndida relación que llevábamos, y los padres de otros niños no cesaban de preguntar a mis padres cómo se las habían arreglado para conseguirlo.

Entre mis hermanos, mis padres y mi abuela, se había creado una afectuosa atmósfera familiar. Nunca asistíamos a las peleas de mis padres, sino tan sólo a sus momentos de ternura. Mi madre nunca nos dejaba percibir el desencanto que a veces experimentaba con mi padre. Tras la época del hambre, mis padres -al igual que la mayoría de los funcionarios- no se mostraron tan apasionadamente entregados a su trabajo como lo habían estado durante la década de los cincuenta. La vida familiar adquirió una mayor preponderancia, y su disfrute ya no se equiparaba con la deslealtad. Mi padre, superada ya la cuarentena, se volvió más apacible y estrechó sus lazos con mi madre. Ambos pasaban cada vez más tiempo juntos, y a medida que crecía pude advertir muestras inequívocas del amor que ambos se profesaban.

Un día oí a mi padre comentar con mi madre un piropo dedicado a ésta por uno de sus colegas cuya esposa tenía fama de ser una belleza. «Somos ambos afortunados por tener esposas tan excepcionales -había dicho a mi padre-. Mira a tu alrededor: destacan entre todas las demás.» Mi padre sonreía mientras recordaba la escena con mal disimulado orgullo. «Yo, claro está, sonreí cortésmente -dijo-, pero lo que en realidad pensaba era, ¿cómo puedes comparar a tu mujer con la mía? ¡Mi mujer es única en su género!»

En cierta ocasión, mi padre partió en un viaje de turismo de tres semanas en el que habría de acompañar a los distintos directores de los departamentos de Asuntos Públicos de China por todo el país. Durante toda su carrera jamás se había organizado un viaje semejante, y se suponía que había de considerarse un privilegio especial. El grupo, acompañado por un fotógrafo encargado de obtener las imágenes del viaje, disfrutaría durante todo el trayecto del tratamiento reservado a las personalidades. Mi padre, sin embargo, no dejaba de mostrarse inquieto. A comienzos de la tercera semana, cuando el grupo ya había alcanzado Shanghai, añoraba tanto su hogar que dijo que no se encontraba bien y regresó en avión a Chengdu. A partir de entonces, mi madre no dejó de llamarle «viejo tonto». «Tu casa no iba a desaparecer, y yo tampoco. Al menos, no en una semana. ¡Qué oportunidad desperdiciada para habértelo pasado bien!» Cada vez que la oía decir eso, no podía evitar la sensación de que en realidad le había complacido considerablemente la «tonta nostalgia» de mi padre.

En la relación de mis padres con sus hijos parecían imperar dos factores sobre todos los demás: el primero era nuestra educación académica. Por muy preocupados que estuvieran por sus propios trabajos, siempre revisaban los deberes del colegio con nosotros. Permanecían en constante contacto con nuestros profesores, y grabaron a fuego en nuestras mentes que debíamos hacer del éxito académico el principal objetivo de nuestras vidas. Su grado de intervención en nuestros estudios aumentó después de la época del hambre, ya que contaban con más tiempo libre. Casi todas las tardes se turnaban para darnos clases particulares.

Mi madre era nuestra profesora de matemáticas, y mi padre se encargaba de enseñarnos lengua y literatura chinas. Aquellas tardes constituían para nosotros ocasiones solemnes en las que se nos permitía leer los libros de mi padre en su despacho, revestido desde el suelo hasta el techo de gruesos tomos de tapa dura y clásicos chinos encuadernados a mano. Antes de tocar las páginas de aquellos libros debíamos lavarnos las manos. Leíamos a Lu Xun, el gran escritor chino contemporáneo, así como poemas de la edad dorada de la poesía china que se consideraban difíciles incluso para los adultos.

La atención que nuestros padres prestaban a nuestros estudios era sólo comparable a su preocupación por nuestra educación ética. Mi padre quería que nos convirtiéramos en ciudadanos honorables y de principios, ya que lo consideraba un aspecto fundamental de la revolución comunista. De acuerdo con la tradición china, bautizó a cada uno de mis hermanos con un nombre que representaba sus ideales: Zhi, que significa «honesto», para Jin-ming; Pu, esto es, «modesto», para Xiao-hei; y Fang o «incorruptible» como parte del nombre de Xiao-fang. Mi padre creía que tales cualidades eran las que habían escaseado en la antigua China y las que los comunistas estaban llamados a restaurar. La corrupción había contribuido especialmente a desangrar la antigua China. En cierta ocasión, reprendió a Jin-ming por fabricar un avión de papel sirviéndose para ello de una hoja oficial de su departamento. Cada vez que queríamos utilizar el teléfono en casa teníamos que pedirle permiso. Dado que sus responsabilidades incluían los medios de comunicación, recibía gran cantidad de periódicos y revistas. Aunque nos animaba a que los leyéramos, no se nos permitía sacarlos de su despacho, ya que a final de mes los devolvía todos al departamento para que fueran vendidos y reciclados. De pequeña, pasé más de una aburrida tarde de domingo ayudándole a comprobar que no faltaba ninguno.

Mi padre fue siempre sumamente severo con nosotros, lo que constituía un constante motivo de tensión para él, tanto frente a la abuela como frente a nosotros mismos. En 1965, una de las hijas del príncipe Sihanuk de Camboya vino a Chengdu a presentar un espectáculo de danza. Tal acontecimiento representaba una novedad especial para una sociedad entonces prácticamente aislada. Yo me moría de ganas de acudir al ballet. En consideración al puesto que ocupaba, mi padre recibía gratuitamente las mejores entradas para todos los estrenos, y frecuentemente me llevaba con él. Aquella vez, por algún motivo, no iba a poder acudir. Me dio una entrada, pero me dijo que se la cambiara a alguien de las localidades posteriores para que nadie me viera en el mejor sitio.

Aquella tarde me situé junto a la entrada del teatro sosteniendo la entrada en la mano mientras la multitud entraba en el local. De hecho, todos contaban con entradas gratuitas de calidad equivalente a su rango. Transcurrió así un cuarto de hora largo, y yo aún seguía junto a la puerta. Me daba demasiada vergüenza pedirle a nadie que me las cambiara. Por fin, fue disminuyendo el número de personas que entraban, y la función estaba ya a punto de comenzar. Me encontraba al borde de las lágrimas, y deseando haber nacido con un padre distinto. En ese momento, vi a un joven funcionario del departamento de mi padre. Haciendo acopio de todo mi valor, le tiré por detrás del borde de la chaqueta. El muchacho sonrió e inmediatamente aceptó cederme su localidad, situada al fondo de la sala. No se mostró sorprendido. En el complejo en que habitábamos, la severidad de mi padre para con sus hijos era ya legendaria.

Con motivo del Año Nuevo chino de 1965 se organizó una representación especial destinada a los profesores. Aquella vez, mi padre acudió a ella conmigo pero, en lugar de permitirme que me sentara a su lado, cambió mi entrada por otra situada asimismo al fondo. Dijo que no era correcto que yo me sentara delante de los profesores. Desde donde estaba, apenas podía ver el escenario, lo que me hizo sentir profundamente desdichada. Más tarde, me enteré por los profesores hasta qué punto habían apreciado aquella deferencia de mi padre, pues se habían sentido irritados al ver a los hijos de otros altos funcionarios ocupando los asientos delanteros con una actitud que se les había antojado irrespetuosa.

La historia de China se hallaba impregnada de una tradición según la cual los hijos de los funcionarios solían ser arrogantes y abusaban de sus privilegios, lo que era motivo de resentimiento general. En cierta ocasión, uno de los nuevos guardias del complejo no reconoció a una adolescente que vivía allí y se negó a dejarla entrar. Ella se puso a gritar y le golpeó con su cartera. Algunos niños tenían la costumbre de dirigirse a los cocineros, los chóferes y el resto del personal en tono maleducado e imperioso. Los llamaban por sus nombres, cosa que un menor jamás debe hacer en China, ya que se considera algo en extremo irrespetuoso. Nunca olvidaré la expresión dolorida de los ojos del cocinero de nuestra cantina cuando el hijo de uno de los colegas de mi padre le devolvió un plato de comida y, tras gritarle su nombre a la cara, le dijo que no estaba buena. Aquello hirió profundamente al cocinero, pero no dijo nada. No quería disgustar al padre del muchacho. Algunos padres no hacían nada por evitar aquel tipo de conductas, pero mi padre estaba indignado. A menudo, decía: «Estos funcionarios no tienen nada de comunistas.»

Mis padres consideraban sumamente importante que sus hijos aprendieran a comportarse de modo cortés y respetuoso con todo el mundo. Nos dirigíamos a los empleados aplicándoles el tratamiento de «Tío» o «Tía» y, a continuación, su nombre, lo que tradicionalmente se consideraba la forma educada en que los menores debían dirigirse a los adultos. Cuando habíamos terminado de comer, siempre llevábamos personalmente los cuencos y los palillos sucios a la cocina. Mi padre decía que debíamos hacerlo como muestra de cortesía hacia los cocineros, quienes, de otro modo, se verían obligados a recoger la mesa ellos mismos. Aquellos pequeños detalles lograron que nos granjeáramos el profundo afecto de los empleados del complejo. Si llegábamos tarde, los cocineros nos reservaban algo de comida caliente. Los jardineros nos obsequiaban con flores y frutas, y el chófer no tenía inconveniente alguno en dar un rodeo para recogerme y dejarme en casa, si bien -claro está- a espaldas de mi padre, quien jamás me hubiera permitido utilizar el automóvil sin estar él presente.