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Todos los adultos que trabajaban en el complejo principal tenían que enseñar sus pases cuando atravesaban la puerta principal. Los niños no teníamos pases, pero los guardias nos conocían. Las cosas se complicaban cuando recibíamos visitantes, ya que éstos se veían obligados a rellenar un formulario, tras lo cual llamaban a nuestro apartamento desde el pabellón del portero para que alguien fuera a buscarlos hasta la puerta principal. A los guardias no les agradaban las visitas de otros niños. Decían que no querían que fueran a estropear los jardines. Aquello dificultaba el invitar a compañeros a casa, y durante los cuatro años que pasé en la escuela «clave» muy rara vez invité a mis amigas.

Apenas salía del complejo, si no era para acudir a la escuela. Alguna que otra vez acudí a unos grandes almacenes con mi abuela, pero nunca experimenté el deseo de comprar nada. El concepto de compra era algo ajeno a mí, y mis padres sólo me daban dinero de bolsillo en ocasiones especiales. Nuestra cantina era como un restaurante, y la comida que servía era excelente. Exceptuando la época del hambre, siempre tuvimos al menos siete u ocho platos entre los que escoger. Los chefs eran especialmente seleccionados, y todos pertenecían al grado uno o al grado especial: al igual que los profesores, los mejores eran clasificados en niveles. En casa siempre había fruta y caramelos, pero yo me hubiera contentado con alimentarme exclusivamente de polos. Una vez, un 1 de junio en que se celebraba el Día del Niño, recibí algo de dinero de bolsillo y devoré veintiséis de ellos de una sentada.

La vida en el complejo era autosuficiente. El complejo tenía sus propias tiendas, peluquerías, cines y salas de baile, así como sus propios fontaneros e ingenieros. El baile era una afición muy popular. Los fines de semana se celebraban fiestas de baile para los distintos niveles de funcionarios del Gobierno provincial. El que tenía lugar en la antigua sala de baile de oficiales del Ejército norteamericano era para las familias situadas a partir del nivel de jefe de sección. Tenía siempre una orquesta y contaba con varios actores y actrices del Grupo Provincial de Música y Danza que le prestaban colorido y elegancia. Algunas de las actrices solían venir a nuestro apartamento para charlar con mis padres; tras lo cual me llevaban a dar un paseo por el complejo. A mí me enorgullecía enormemente que me vieran en su compañía, ya que en China tanto los actores como las actrices ejercen una inmensa fascinación en la gente. Unos y otras gozaban de un grado especial de tolerancia y se les permitía vestir más ostentosamente que el resto de las personas e, incluso, tener aventuras amorosas. Dado que el grupo pertenecía a su departamento, consideraban a mi padre como su jefe. Sin embargo, no le trataban con el exagerado respeto que mostraban ante él otras personas. Por el contrario, solían bromear con él y le llamaban «el bailarín estrella», ante lo cual mi padre se limitaba a sonreír con aire de timidez. Los bailes eran acontecimientos informales de salón en los que las parejas se deslizaban recatadamente arriba y abajo sobre la reluciente pista. Mi padre era, de hecho, un gran bailarín, y resultaba evidente que disfrutaba haciéndolo. A mi madre no se le daba bien: le resultaba imposible captar el ritmo, por lo que no le gustaba. Durante los intervalos, se permitía que los niños bailasen sobre la pista, y nosotros nos tirábamos de las manos y nos dedicábamos a practicar una especie de esquí sobre suelo. La atmósfera, el calor, los perfumes, las damas elegantemente vestidas y los sonrientes caballeros formaban para mí un mágico mundo de ensueño.

Había cine todos los sábados por la tarde. En 1962, ya con una atmósfera más relajada, llegaban incluso algunas películas de Hong Kong, en su mayor parte historias de amor. En ellas podían obtenerse atisbos del mundo exterior, por lo que resultaban muy populares. Por supuesto, había también ardientes películas revolucionarias. Las proyecciones se realizaban en dos lugares diferentes según el nivel de los asistentes. La élite número uno ocupaba una espaciosa sala dotada de asientos grandes y confortables. La otra se amontonaba en un gran auditorio situado en un complejo distinto. En cierta ocasión, acudí allí debido a que daban una película que me interesaba ver. Los asientos estaban ya ocupados desde mucho antes de que empezara la película, y los que llegaban en último lugar aparecían provistos de sus propios taburetes. Había mucha gente de pie. Si uno se quedaba en el fondo era necesario subirse a una silla para poder ver algo. Personalmente, ignoraba que aquello iba a ser así, por lo que no me había llevado nada. Al fin, me vi atrapada en la aglomeración de la parte posterior, incapaz de ver nada en absoluto. Alcancé a ver a un cocinero que conocía y que se había encaramado a un pequeño banco en el que hubieran podido acomodarse dos personas. Cuando me vio intentando escurrirme entre la muchedumbre me dijo que subiera y lo compartiera con él. Era muy estrecho, y yo sentía que mi equilibrio era terriblemente precario. Numerosas personas seguían desfilando a nuestro alrededor, y no tardé en verme derribada por una de ellas. Caí con fuerza, partiéndome la ceja con el borde de un taburete. Aún hoy conservo la cicatriz.

En nuestra sala de élite se proyectaban películas restringidas que no podía ver nadie más, ni siquiera los empleados del auditorio grande. Se conocían con el nombre de «películas de referencia» y en su mayor parte se componían de recortes de películas occidentales. Recuerdo que en una aparecía un mirón de playa al que las mujeres que había estado espiando duchaban con un cubo de agua. Otro extracto de uno de los documentales mostraba a varios pintores abstractos que habían enseñado a un chimpancé a aplicar tinta sobre una hoja y a un hombre que tocaba el piano con el trasero.

Imagino que ambas habían sido seleccionadas para mostrar la decadencia de Occidente. Se proyectaron exclusivamente para altos funcionarios del Partido, aunque incluso a éstos les era negada la mayor parte de la información procedente de allí. De vez en cuando se proyectaban películas occidentales en una pequeña sala de visionado en la que no se permitía la entrada de niños. Yo experimentaba una enorme curiosidad, y solía suplicar a mis padres que me llevaran. Éstos me complacieron en un par de ocasiones. Para entonces, mi padre se había vuelto más tolerante con nosotros. Había un guardia en la puerta, pero al ver que iba con mis padres no puso objeción alguna. Ambas películas, sin embargo, me resultaron totalmente incomprensibles. Una parecía girar en torno a un piloto norteamericano que enloquecía después de arrojar una bomba atómica sobre Japón. La otra era un largometraje en blanco y negro. En una de las escenas, un líder sindical era golpeado por dos matones en el interior de un automóvil, y me sentí horrorizada al advertir que un hilo de sangre resbalaba de sus labios. Era la primera vez en mi vida que contemplaba un acto de violencia con derramamiento de sangre (los comunistas habían abolido los castigos corporales en las escuelas). En aquellos días, las películas chinas eran producciones amables, sentimentales y optimistas; cualquier sugerencia de actos violentos aparecía estilizada, como en la ópera china.

Me desconcertaba el modo de vestir de los obreros occidentales: llevaban elegantes trajes que ni siquiera mostraban remiendos y que no encajaban ni por asomo con mi idea de lo que debían probablemente vestir las masas oprimidas de los países capitalistas. Después de la película, pregunté a mi madre sobre aquello y ella me respondió diciendo algo acerca de «niveles de vida relativos». No comprendí qué quería decir con ello, y pensé que la pregunta seguía sin responder.

De niña, mi idea de Occidente era la de un pozo de pobreza y miseria similar al que rodea a la vagabunda cerillera del cuento de Hans Christian Andersen. Cuando en el jardín de infancia había rehusado terminar mi plato, la profesora había exclamado: «¡Piensa en todos los niños que mueren de hambre en el mundo capitalista!» En la escuela, cuando intentaban hacernos trabajar más, los profesores solían decir: «Tenéis suerte de poder ir a una escuela y tener libros para leer. En los países capitalistas los niños tienen que trabajar para mantener a sus hambrientas familias.» A menudo, cuando los adultos querían que aceptáramos algo, afirmaban que en Occidente la gente ansiaba poseer eso pero que no podía conseguirlo, y que por tanto debíamos alegrarnos de nuestra buena fortuna. Al final, comencé a pensar de ese modo automáticamente. En cierta ocasión en que una niña de mi clase apareció luciendo una nueva clase de impermeable rosado y traslúcido que nunca había visto antes, pensé en lo estupendo que sería que me lo cambiara por mi viejo paraguas de papel encerado. Inmediatemente, sin embargo, me reprendí por aquel impulso burgués y escribí en mi diario: «Piensa en todos los niños del mundo capitalista: ¡ni siquiera pueden soñar con poseer un paraguas!»

Interiormente, imaginaba a los extranjeros como seres terroríficos. Todos los chinos tienen el cabello negro y los ojos castaños, por lo que cualquier otro colorido de pelo y de ojos les resulta extraño. Mi imagen de los extranjeros coincidía más o menos con el estereotipo oficial: un hombre de cabellos rojos y enmarañados, con ojos de un color extraño y una nariz muy, muy larga que va por ahí borracho, dando tumbos, bebiendo Coca-Cola a morro y afianzándose sobre sus piernas abiertas de un modo nada elegante. Los extranjeros decían constantemente «hola» con una entonación peculiar. Yo ignoraba qué significaba «hola»; pensaba que se trataba de una palabrota. Cuando los niños jugaban a la «guerra de guerrillas» (que venía a ser su propia versión de indios y vaqueros), los del bando enemigo se pegaban una espina sobre la nariz y exclamaban «hola» sin parar.

Durante mi tercer año en la escuela primaria, cuando contaba nueve años de edad, mis compañeros y yo decidimos decorar el aula con plantas. Una de las niñas sugirió que podría obtener algunas especies poco corrientes de un jardín que cuidaba su padre en la iglesia católica de la calle del Puente Seguro. Antaño había habido un orfanato adosado a la iglesia, pero habían terminado por cerrarlo. La iglesia aún funcionaba bajo control del Gobierno, el cual había obligado a los católicos a romper con el Vaticano y unirse a una organización «patriótica». Debido a la propaganda acerca de la religión, la idea de la iglesia me resultaba misteriosa e inquietante. La primera vez que había oído mencionar la violación había sido en una novela en la que se atribuía una a un sacerdote extranjero. Por otra parte, los sacerdotes adoptaban invariablemente la imagen de espías imperialistas y malvados que utilizaban a los bebés de los hospitales para realizar experimentos médicos.