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La esterilización, el aborto e incluso la contracepción resultaban complicados. Los comunistas habían comenzado a promocionar la planificación familiar en 1954, y mi madre había estado a cargo del programa en su distrito. En aquella época había estado embarazada de Xiao-hei, por lo que solía comenzar las asambleas con una autocrítica no desprovista de humor. Sin embargo, Mao decidió oponerse al control de la natalidad. Quería una China grande y poderosa basada en una gran población. Decía que si los norteamericanos atacaban China con bombas atómicas, los chinos se limitarían a continuar reproduciéndose para reconstruir su número con enorme velocidad. Compartía asimismo la actitud tradicional del campesino chino frente a los niños: cuantas más manos, mejor. En 1957, acusó personalmente de derechista a un célebre profesor de la Universidad de Pekín que recomendaba el control de natalidad. A partir de entonces, rara vez volvió a mencionarse la planificación familiar.

Tras quedar embarazada en 1959, mi madre escribió al Partido pidiendo permiso para abortar. Tal era el procedimiento habitual. Uno de los motivos por los que el Partido tenía que dar su consentimiento era que en aquella época se trataba de una operación peligrosa. Mi madre adujo que estaba demasiado ocupada trabajando para la revolución, y que podría servir mejor al pueblo si no tenía un nuevo niño. Se le permitió someterse a una intervención para abortar, lo que entonces era un proceso terriblemente primitivo y doloroso. Cuando en 1961 volvió a quedar en estado, tanto los médicos como mi madre y el Partido consideraron que un nuevo aborto quedaba fuera de toda cuestión. El plazo estipulado entre un aborto y el siguiente era de tres años.

Nuestra criada también estaba embarazada. Se había casado con el antiguo sirviente de mi padre, que ahora trabajaba en una fábrica. Mi abuela cocinaba para ambas los huevos y la soja que podían adquirirse con los cupones de mis padres, así como los peces que capturaban mi padre y su amigó.

A finales de 1961, la criada dio a luz a un niño y partió para formar su propio hogar en compañía de su marido. Cuando aún estaba con nosotros, solía encargarse de acudir a las cantinas a recoger nuestra comida. Un día, mi padre la vio caminando a lo largo de un sendero de jardín: se había metido un trozo de carne en la boca y masticaba vorazmente. Mi padre giró en redondo y se alejó para evitarle la turbación que sentiría si le veía. No nos reveló aquel episodio hasta transcurridos varios años, en un momento en que se dedicaba a rumiar acerca del modo tan distinto en que se habían desarrollado sus sueños de juventud, el principal de los cuales consistía en erradicar el hambre para siempre.

Cuando la criada se marchó, mi familia ya no pudo permitirse contratar otra debido a la situación alimentaria. Aquellas que querían el empleo -todas ellas campesinas- no tenían derecho a una ración de alimentos. De este modo, mi abuela y mi tía tuvieron que cuidarnos a los cinco.

Mi hermano pequeño, Xiao-fang, nació el 17 de enero de 1962. Fue el único de todos nosotros al que mi madre dio el pecho. Antes de nacer, había pensado en regalarlo, pero cuando llegó al mundo se sintió profundamente unida a él y el pequeño se convirtió en su favorito. Solíamos jugar todos con él, como si se tratara de un gran juguete. Creció rodeado de gente que le amaba lo que, en opinión de mi madre, explicaba su tranquilidad y su confianza. Mi padre pasaba largos ratos con él, cosa que nunca había hecho con ninguno de nosotros. Cuando Xiao-fang fue lo bastante mayor como para jugar con juguetes, mi padre comenzó a llevarle todos los sábados a los almacenes situados al comienzo de la calle, donde le compraba juguetes nuevos. Tan pronto como Xiao-fang se ponía a llorar, fuera cual fuere el motivo, mi padre dejaba lo que tenía entre manos y corría a consolarle.

A comienzos de 1961, las decenas de millones de muertes acaecidas terminaron por forzar a Mao a renunciar a su política económica. A regañadientes, concedió al pragmático presidente Liu y a Deng Xiaoping -secretario general del Partido- un mayor control sobre el país. Mao se vio forzado a realizar autocríticas, pero todas estaban repletas de auto-compasión y redactadas de tal modo que parecía como si se viera obligado a llevar él solo la cruz de una epidemia de funcionarios incompetentes en toda China. Con actitud magnánima, instruyó al Partido para que aprendiera la lección de aquella desastrosa experiencia. En qué consistía dicha lección, sin embargo, no era algo que debieran determinar los funcionarios de bajo rango: Mao les dijo que se habían divorciado del pueblo y que habían tomado decisiones que no reflejaban los sentimientos habituales de la gente. La auténtica responsabilidad -que nadie persiguió- permaneció oculta bajo una interminable lista de autocríticas, empezando por la del propio Mao.

No obstante, las cosas empezaron a mejorar. Los pragmáticos iniciaron una serie de reformas en profundidad. Fue en aquel contexto en el que Deng Xiaoping realizó la observación siguiente: «Tanto da que el gato sea blanco o negro, siempre y cuando sea capaz de cazar ratones.» Había de cesar la producción en masa del acero. Los objetivos económicos disparatados fueron cancelados y se introdujo una política realista. Se abolieron las cantinas públicas, y los ingresos de los campesinos comenzaron de nuevo a depender de su trabajo. Se les devolvieron las propiedades confiscadas por las comunas, así como los utensilios de labranza y los animales domésticos. También se les concedieron pequeñas parcelas de tierra para su cultivo privado. En algunas zonas, se alquilaron tierras a familias campesinas. La industria y el comercio contemplaron una vez más la sanción oficial de los elementos de la economía de mercado y, al cabo de un par de años, ésta volvió a florecer.

A la liberalización de la economía acompañó la liberalización política. Muchos terratenientes vieron desaparecer su etiqueta de «enemigos de clase». Gran cantidad de personas que habían sufrido las purgas de las diversas campañas políticas fueron rehabilitadas. Entre ellas se incluían los «contrarrevolucionarios» de 1955, los «derechistas» de 1957 y los «oportunistas de derecha» de 1959. Mi madre, que en 1959 había recibido una primera advertencia por sus «tendencias derechistas», fue ascendida como funcionaría civil de nivel 17 a nivel 16 a modo de compensación. Se gozó de una mayor libertad literaria y artística, y en general comenzó a reinar una atmósfera más relajada. Al igual que tantos otros, mi padre y mi madre pensaron que el régimen parecía estar demostrando que era capaz de corregirse, de aprender de sus propios errores y de funcionar, y ello les devolvió la confianza en el mismo.

Mientras tuvo lugar todo aquello, yo viví envuelta en un capullo propio tras los elevados muros del complejo gubernamental. Nunca estuve en contacto directo con la tragedia. Y así, aislada de la realidad exterior, me vi embarcada en la adolescencia.