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En un momento determinado, llamaron aparte a mi padre, dejando a ambos en plena charla con otro viejo colega que, dicho sea de paso, era hermano de Deng. Cuando regresó a la estancia oyó al mariscal Ho quien, señalando a Deng, decía, dirigiéndose a su hermano: «Realmente, es él quien debería estar en el poder.» En ese instante, advirtieron la presencia de mi padre e interrumpieron inmediatamente la conversación.

A partir de entonces, mi padre se vio inmerso en un permanente estado de aprensión. Era consciente de haber escuchado inadvertidamente críticas surgidas en las altas esferas del régimen. Cualquier iniciativa que tomara o dejara de tomar podía arrastrarle a un peligro mortal. Lo cierto es que no le ocurrió nada, pero cuando me relató el incidente varios años después, me confesó que desde aquel momento había vivido bajo el temor de un desastre inminente. «El hecho -decía-de haber escuchado palabras equivalentes a un delito de traición…», y añadía una frase que significaba que se trataba de «un crimen penalizado con la decapitación».

Lo que había oído no reflejaba sino cierto desencanto con la figura de Mao, sentimiento que compartían numerosos líderes entre los que destacaba el nuevo presidente, Liu Shaoqi.

En otoño de 1959, Liu acudió a Chengdu para inspeccionar una comuna llamada Esplendor Rojo. El año anterior, Mao se había mostrado altamente entusiasta acerca del astronómico aumento de la producción de arroz de la comuna. Antes de la llegada de Liu, los funcionarios locales reunieron a todos aquellos que podrían haberles desenmascarado y los encerraron en un templo. Pero Liu tenía un «topo», y cuando pasó junto al templo se detuvo y solicitó ver su interior. Los funcionarios adujeron diversas excusas, llegando al punto de asegurar que el templo corría peligro de desplomarse en cualquier momento, pero Liu no estaba dispuesto a dejarse convencer por sus negativas. Por fin, no hubo más remedio que descorrer el enorme y oxidado cerrojo, y unos cuantos campesinos andrajosos salieron dando tumbos a la luz del día. Los azorados funcionarios locales intentaron explicar a Liu que se trataba de alborotadores que habían sido encerrados para que no pudieran molestar al distinguido visitante. Los campesinos, por su parte, se limitaban a guardar silencio. Los funcionarios de comuna no poseían control alguno sobre las políticas del Partido, pero ejercían un temible poder sobre la vida de las personas. Si querían castigar a alguien, podían adjudicarle los peores trabajos y las raciones más escasas, así como inventar cualquier excusa para hacer que fuera importunado, denunciado e, incluso, arrestado.

El presidente Liu formuló algunas preguntas, pero los campesinos se limitaron a sonreír y a balbucir cosas sin sentido. Desde su punto de vista, resultaba preferible ofender al presidente que a los jefes locales. El primero partiría a Pekín en pocos minutos, pero los jefes comunales habían de permanecer junto a ellos durante el resto de sus vidas.

Poco después acudió a Chengdu otro de los principales líderes, el mariscal Zhu De, acompañado por uno de los secretarios privados de Mao. Zhu De era oriundo de Sichuan, y había sido comandante del Ejército Rojo y artífice militar de la victoria comunista. Desde 1949 se había mantenido en segundo plano. Visitó diversas comunas cercanas a Chengdu, y después, mientras paseaba junto al Río de la Seda contemplando los pabellones, los bosquecillos de bambú y los pabellones rodeados de sauces que se alineaban a lo largo de las orillas, exclamó, dominado por la emoción: «¡Sichuan es sin duda un lugar divino…!» Declamó aquellas palabras como si se trataran de un poema. El secretario de Mao añadió el segundo verso al uso poético tradicional: «¡Lástima que los malditos vendavales de embustes y falso comunismo estén terminando con él!» Mi madre, que se encontraba con ellos, pensó para sí misma: Estoy completamente de acuerdo.

Mao, quien aún sospechaba de sus colegas y se mostraba resentido por los ataques recibidos en Lushan, insistió obstinadamente en su desatinada política económica. Aunque era consciente de las catástrofes ocasionadas por la misma y por ello comenzaba discretamente a permitir la modificación de sus aspectos más impracticables, su imagen no le permitía revisarla por completo. Entre tanto, con la llegada de los sesenta, se extendía por toda China una gran escasez.

En Chengdu, la ración mensual de los adultos se redujo a ocho kilogramos y medio de arroz, cien gramos de aceite vegetal y cien gramos de carne… cuando la había. Apenas había nada más, ni siquiera coles. Muchos ciudadanos sufrían edemas, una enfermedad que conlleva la acumulación de fluidos bajo la piel debido a la malnutrición. Los pacientes se ponían amarillos y se hinchaban. El remedio más popular consistía en la administración de chlorella, alga supuestamente rica en proteína. La chlorella fructificaba en la orina humana, por lo que la gente dejó de acudir al retrete y optó por orinar en escupideras, tras lo cual depositaban en ellas las semillas de chlorella. Al cabo de pocos días, la chlorella crecía hasta adoptar un aspecto similar al de huevas de pescado, tras lo cual era recogida de su lecho de orines, lavada y cocinada con arroz. Su ingestión resultaba verdaderamente repugnante, pero lo cierto es que hacía disminuir la hinchazón.

Al igual que el resto de la población, mi padre sólo tenía derecho a una ración limitada de comida. Sin embargo, su condición de funcionario de alto rango le daba derecho a determinados privilegios. En nuestro complejo había dos cantinas: una pequeña, reservada a los directores de departamento con sus familias y sus hijos, y otra más grande destinada al resto de sus pobladores, incluidas mi abuela, mi tía Jun-ying y la criada. Por lo general, recogíamos la comida en la cantina y nos la llevábamos a casa para consumirla allí. En las cantinas había más comida que en las calles. El Gobierno provincial tenía su propia granja, y se recibían asimismo «obsequios» de los gobiernos del condado. Aquellos valiosos suministros se repartían entre las dos cantinas, pero la pequeña obtenía siempre un trato preferente.

En su calidad de funcionarios del Partido, mis padres contaban igualmente con cupones alimenticios especiales. Yo solía acudir con mi abuela a una tienda especial situada fuera del complejo, donde nos servíamos de los mismos para adquirir más comida. Los cupones de mi madre eran de color azul. Tenía derecho mensualmente a cinco huevos, algo menos de treinta gramos de soja y casi la misma cantidad de azúcar. Los de mi padre eran amarillos. Debido a su rango, más elevado, tenía derecho a una ración doble de la de mi madre. En mi familia se reunían los alimentos recogidos en las cantinas y en otras fuentes y luego comíamos todos juntos. Los adultos procuraban comer menos en beneficio de los niños, por lo que no llegué a pasar hambre. Ellos, sin embargo, sufrieron problemas de malnutrición, y mi abuela desarrolló un ligero edema. Solía cultivar chlorella en casa, y aunque yo me daba cuenta de que los adultos la consumían, nunca me dijeron para qué servía. En cierta ocasión, probé un poco, pero la escupí inmediatamente, ya que poseía un sabor repugnante. Jamás volví a intentarlo.

Yo no era del todo consciente de la hambruna que reinaba a mi alrededor. Un día, camino del colegio, iba comiéndome un pequeño rollo cocinado al vapor cuando alguien se acercó corriendo y me lo arrebató de la mano. Mientras me reponía de la sorpresa, vislumbré la huida de unas espaldas oscuras y sumamente delgadas prolongadas en unos pantalones cortos y unos pies descalzos que corrían a lo largo de un callejón embarrado. Su dueño se llevó las manos a la boca y devoró el rollo. Cuando conté a mis padres lo sucedido, los ojos de mi padre adoptaron una expresión terriblemente triste. Me acarició la cabeza y dijo: «Eres afortunada. Hay muchos niños como tú que pasan mucha hambre.»

En aquella época, debía acudir a menudo al hospital para revisarme los dientes. Siempre que iba sufría ataques de náuseas ante el horrible espectáculo de docenas de personas cuyas extremidades brillantes, casi transparentes, aparecían inflamadas como barriles. Había tantos pacientes que debían ser transportados al hospital en carromatos. Cuando le pregunté a mi dentista qué les pasaba, ésta respondió con un suspiro: «Edema.» Le pregunté qué significaba aquello, y ella se limitó a murmurar algo que pude relacionar vagamente con la comida.

Casi todas aquellas personas eran campesinos. La escasez era mucho peor en el campo debido a que allí no contaban con un racionamiento garantizado. La política del Gobierno daba prioridad al suministro urbano, y los funcionarios de las comunas se veían obligados a arrebatar el grano de los campesinos por la fuerza. En muchas zonas, aquellos que intentaban ocultar la comida eran arrestados, golpeados y torturados. Los funcionarios de comuna que se mostraban reacios a arrebatarles sus provisiones se veían obligados a cesar en sus puestos, y algunos eran incluso maltratados físicamente. Como resultado, morían en toda China millones de campesinos, los mismos que habían producido personalmente aquellos alimentos.

Más tarde, me enteré de que varios de mis parientes -desde Sichuan a Manchuria- habían muerto durante aquella época. Entre ellos se encontraba el hermano retrasado de mi padre. Su madre había muerto en 1958, y cuando sobrevino el hambre desatendió los consejos de los demás y no supo enfrentarse a la situación. Las raciones se repartían men-sualmente, y él solía devorar la suya en unos pocos días, tras lo cual se quedaba sin nada para el resto del mes. No tardó en morir de hambre. La hermana de mi abuela, Lan, y su marido, Lealtad Pei-o, los cuales habían sido enviados a la inhóspita campiña del norte de Manchuria por su antigua relación con el Kuomintang, murieron también. A medida que se acababa la comida, las autoridades locales comenzaron a adjudicar los suministros existentes de acuerdo con sus propias y tácitas prioridades. La categoría de paria de Pei-o implicaba que tanto él como su mujer se contaban entre los primeros a los que se denegaban las raciones. Sus hijos sobrevivieron gracias a que sus padres les dieron sus propios alimentos. El padre de la esposa de Yu-lin también sucumbió. Se descubrió que antes de morir había devorado el relleno de su almohada y los zarcillos de los ajos.

Una noche, cuando contaba aproximadamente ocho años de edad, entró en nuestra casa una mujer diminuta y de aspecto viejísimo con un rostro que era una masa de arrugas. Era tan flaca y tan débil que parecía que un soplo de viento bastaría para derribarla. Se desplomó frente a mi madre y golpeó su frente contra el suelo, llamándola «salvadora de mi hija». Era la madre de nuestra criada. «De no ser por vosotros -dijo-, mi hija jamás sobreviviría…» Yo no llegué a captar por completo el significado de aquellas palabras hasta transcurrido un mes, con motivo de la llegada de una carta para la criada. En ella le decían que su madre había fallecido poco después de la visita en la que nos había comunicado la muerte de su esposo y de su segundo hijo. Nunca olvidaré los patéticos sollozos de nuestra criada mientras permanecía allí, en la terraza, reclinada contra una columna de madera mientras intentaba sofocar su llanto con el pañuelo. Mi abuela, sentada sobre su cama con las piernas cruzadas, también lloraba. Yo me escondí en un rincón junto a la mosquitera de mi abuela, y oí cómo ésta decía: «Los comunistas son buenos, pero toda esta gente que ha muerto…» Años después me enteré de que el otro hermano de nuestra criada y su cuñada habían muerto también al poco tiempo. En las hambrientas comunas, las familias de los terratenientes ocupaban el último lugar de la lista a la hora de recibir alimentos.