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Mao visitó asimismo cierto número de granjas de la llanura de Chengdu. Hasta entonces, las cooperativas campesinas habían sido más bien pequeñas. Fue allí donde Mao ordenó que se combinaran para formar instituciones más grandes que, posteriormente, se denominaron «comunas populares».

Aquel verano, todo el país se organizó en torno a aquellas nuevas unidades, cada una de las cuales agrupaba entre dos mil y veinte mil viviendas. Una de las precursoras de aquella campaña era una zona llamada Xushui, situada en la provincia de Hebei, en el norte de China, a la que Mao tomó un afecto considerable. En su ansia por demostrar que la atención que Mao les demostraba era bien merecida, el jefe local declaró que iban a superar en más de diez veces su anterior producción de grano. Mao sonrió ampliamente y respondió: «¿Y qué pensáis hacer con tanta comida? Aunque, bien pensado, la verdad es que no está mal tener demasiada comida. El Estado no la necesita. El resto del país tiene suficiente comida propia. Pero vuestros campesinos pueden dedicarse a comer y comer y comer. ¡Podéis hacer cinco comidas al día!» Mao se mostraba embriagado de satisfacción mientras pensaba en lo que no era sino el eterno sueño de todo campesino chino… tener comida de sobra. Tras aquellas observaciones, los aldeanos inflamaron aún más los deseos de su Gran Líder afirmando que estaban produciendo más de cuatrocientas cincuenta toneladas de patatas por mu (un mu equivale aproximadamente a seiscientos setenta y cinco metros cuadrados), más de sesenta toneladas de trigo por mu y coles de doscientos veinticinco kilogramos de peso.

En aquella época abundaba hasta un grado increíble la práctica de contarse fantasías a uno mismo y a los demás para luego creérselas. Los campesinos trasladaban las cosechas de varios campos y las reunían en uno solo para mostrar a los funcionarios del Partido que habían logrado una cosecha milagrosa. Igualmente, se mostraban similares «campos Potemkin» a crédulos -o autocegados- ingenieros agrícolas, periodistas, visitantes de otras regiones y extranjeros. Aunque aquellas cosechas solían estropearse en pocos días debido a su incorrecto trasplante y a su exagerada densidad, ello era un hecho que los visitantes desconocían o preferían desconocer. Gran parte de la población se vio arrastrada por aquella atmósfera de desatino y confusión. La nación se hallaba dominada por el «autoengaño engañando a los demás» (zi-qi-qi-ren). Numerosas personas -incluidos diversos ingenieros agrícolas y líderes del Partido- afirmaron haber visto aquellos milagros con sus propios ojos. Aquellos que no lograban emular los fantásticos resultados inventados por otros comenzaron a dudar de sí mismos y a autoinculparse. Bajo una dictadura como la de Mao, en la que la información era ocultada y manipulada, resultaba muy difícil para la gente corriente mantener la confianza en su propia experiencia o sabiduría, a lo que había que añadir que en ese momento eran testigos de una oleada de fervor patriótico a nivel nacional que prometía acabar con los últimos vestigios de sensatez. Resultaba sencillo hacer caso omiso de la realidad y limitarse a depositar la fe en Mao. Unirse a aquel enloquecimiento constituía con mucho el camino más fácil. Detenerse a pensar de un modo ponderado era arriesgarse a tener problemas.

Una viñeta oficial retrataba a un científico de aspecto ratonil y desconsolado sobre la leyenda: «Con una estufa como la tuya apenas puede hervirse agua para preparar el té.» Junto a él se veía un obrero gigantesco que abría una enorme compuerta y dejaba escapar un torrente de acero fundido, diciendo: «¿Cuánto eres capaz de beber?» La mayoría de aquellos que eran capaces de advertir lo absurdo de la situación se encontraban demasiado atemorizados para decir lo que pensaban, especialmente desde la Campaña Antiderechista de 1957. Quienes se atrevían a expresar dudas eran inmediatamente acallados o despedidos, lo que implicaba asimismo la discriminación para su familia y un triste futuro para sus hijos.

En muchos lugares, aquellos que se negaban a alardear de masivos incrementos de producción eran apaleados hasta que se rendían. En Yibin, algunos líderes de unidades de producción fueron colgados en la plaza del pueblo con los brazos atados a la espalda y acosados a preguntas:

– ¿Cuánto trigo eres capaz de producir por mu?

– Cuatrocientos jin (aproximadamente doscientos kilogramos, una cantidad realista).

Y, golpeándoles:

– ¿Cuánto trigo puedes producir por mu?

– ¡Ochocientos jin!

Ni siquiera aquella absurda cifra les parecía suficiente. El desdichado era apaleado -o sencillamente se le dejaba colgado- hasta que por fin decía:

– Diez mil jin.

En ocasiones, algunos morían, unas veces porque se negaban a aumentar la cifra y otras antes de que pudieran elevarla lo suficiente.

Muchos funcionarios rurales y campesinos que asistían a este tipo de escenas no creían en aquellas ridiculas fanfarronadas, pero el temor de verse acusados podía más que ellos. Estaban llevando a cabo las órdenes del Partido, y nada tenían que temer mientras siguieran a Mao. El sistema totalitario en el que se habían visto inmersos había socavado y deformado su propio sentido de la responsabilidad. Incluso los médicos solían alardear de enfermedades incurables milagrosamente sanadas.

A nuestro complejo solían llegar camiones cargados de campesinos sonrientes que acudían a informar de fantásticos logros sin precedentes. Un día era un pepino colosal que alcanzaba la mitad de la longitud del camión; otro día era un tomate que dos niños habían tenido dificultades para transportar. En otra ocasión, pudimos ver un cerdo gigantesco encerrado en el camión. Los campesinos afirmaban que se trataba de un cerdo auténtico, cuando en reafidad estaba fabricado de cartón-piedra. De niña, sin embargo, se me antojó real. Quizá me hallaba confundida por los adultos que me rodeaban y que se comportaban como si todo aquello fuera cierto. La gente había aprendido a desafiar a la razón y a vivir en una perpetua pantomima.

La nación entera se vio arrastrada al embaucamiento. Las palabras se divorciaron de la realidad, la responsabilidad y los pensamientos de los individuos. Se contaban embustes con toda tranquilidad debido a que las palabras habían perdido su significado… y habían dejado de ser tomadas en serio por los interlocutores.

A ello contribuyó una militarización aún mayor de la sociedad. Cuando instituyó por vez primera las comunas, Mao afirmó que su principal ventaja residía en que eran fáciles de controlar, ya que los campesinos formarían parte de un sistema organizado en vez de funcionar hasta cierto punto de modo independiente. Recibieron órdenes detalladas de las autoridades superiores de cómo trabajar sus tierras. Mao resumió la totalidad de la agricultura en ocho caracteres: «suelo, fertilizantes, agua, semillas, densidad de siembra, protección, cuidados y tecnología». El Comité Central del Partido en Pekín se dedicó a repartir folletos con dos páginas de instrucciones acerca de cómo los campesinos de toda China debían mejorar sus cosechas, una página sobre el uso de fertilizantes y otra de la necesidad de una mayor densidad de siembra. Aquellas instrucciones, increíblemente simplistas, habían de ser seguidas al pie de la letra: por medio de una mini-campaña tras otra, se ordenó a los campesinos que volvieran a plantar sus cosechas con mayor nivel de densidad.

En aquella época, otra de las obsesiones de Mao era una nueva forma de militarización consistente en la instalación de cantinas en las comunas. Con su habitual tono fantasioso, definía el comunismo como «un sistema de cantinas públicas y alimentos gratuitos». El hecho de que las propias cantinas no produjeran alimento alguno no significaba nada para él. En 1958, el régimen prohibió de hecho las comidas domésticas. Todos los campesinos debían almorzar en las cantinas comunitarias. Se prohibieron los utensilios de cocina -tales como los woks- y, en algunos lugares, incluso el dinero. Todo el mundo quedaba al cuidado de la comuna y el Estado. Los campesinos desfilaban cada día al interior de las cantinas después del trabajo y comían hasta saciarse, cosa que nunca habían podido hacer antes, ni siquiera en los mejores años y en las zonas más fértiles. Consumieron y derrocharon todas las reservas de comida existentes en el campo. A continuación, desfilaban también en dirección a los campos, pero no les importaba la cantidad de trabajo que se realizara, ya que el producto pertenecía ahora al Estado y constituía por tanto un elemento completamente ajeno a las vidas de los campesinos. Mao anunció la predicción de que China estaba alcanzando una sociedad de comunismo, que en chino significa «compartir los bienes materiales», y los campesinos lo entendieron en el sentido de que todo el mundo recibiría su parte independientemente de la cantidad de trabajo que realizara. Perdido el incentivo del trabajo, se limitaban a acudir a los campos y echarse una buena siesta.

La agricultura se vio asimismo descuidada debido a la prioridad concedida al acero. Muchos de los campesinos estaban extenuados por las largas horas dedicadas a recoger combustible, chatarra y mineral de hierro para mantener los hornos encendidos. Los campos se abandonaron a las mujeres y niños, quienes se veían obligados a realizar todas las labores manualmente dado que los animales estaban ocupados contribuyendo a la producción de acero. Cuando llegó la época de la cosecha, en otoño de 1958, había muy pocas personas en los campos.

Aunque las estadísticas oficiales mostraban un incremento de la producción agrícola que multiplicaba el número de dígitos de la cifra final, el fracaso de la cosecha de 1958 representó la advertencia de que se avecinaban tiempos de escasez. Se anunció oficialmente que en 1958 la producción de trigo de China había superado a la de los Estados Unidos. El periódico del Partido, el Diario del Pueblo, inició una discusión en torno al siguiente tema: «¿Cómo enfrentarnos al problema de una superproducción alimentaria?»

El departamento de mi padre se encontraba a cargo de la prensa de Sichuan, en la que no cesaban de aparecer extravagantes afirmaciones comunes a las de cualquier otra publicación del país. La prensa era la voz del Partido, y cuando se trataba de las políticas del Partido, ni mi padre ni nadie más del medio periodístico tenía voz ni voto. Formaban todos parte de una gigantesca cinta transportadora. Mi padre contemplaba alarmado el curso de los acontecimientos. Su única opción consistía en dirigirse a los jefes superiores.

A finales de 1958, escribió una carta al Comité Central de Pekín en la que declaraba que aquella forma de producir acero carecía de sentido y representaba un derroche de recursos. Los campesinos estaban agotados, su trabajo se malgastaba y había escasez de alimentos. Solicitaba que se adoptaran medidas urgentes. Entregó la carta al gobernador para que éste la enviara. El gobernador, Lee Da-zhang, era la autoridad número dos de la provincia. Él había sido quien había proporcionado a mi padre el primer empleo que tuvo al llegar a Chengdu procedente de Yibin, y lo trataba como a un verdadero amigo.