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Se encontraba en un dilema típico al que en ese momento se enfrentaban millones de funcionarios de toda China. En Chengdu, la Campaña Antiderechista tuvo un inicio lento y difícil. Las autoridades provinciales decidieron dar ejemplo con un hombre, un tal señor Hau, que era secretario del Partido en un instituto de investigación en el que trabajaban científicos de renombre procedentes de toda la región de Sichuan. Se esperaba de él que capturara a un número considerable de derechistas, pero había informado que en su instituto no había ni uno. «¿Cómo es posible?», había preguntado su jefe. Algunos de los científicos habían estudiado en el extranjero, en Occidente. «Tienen que haberse contaminado por la sociedad occidental. ¿Cómo pretende usted esperar que sean felices con el comunismo? ¿Cómo es posible que entre ellos no haya ningún derechista?» El señor Hau dijo que el hecho de que hubieran elegido regresar a China demostraba que no eran anticomunistas, y llegó al extremo de avalarles personalmente. Se le advirtió en numerosas ocasiones que rectificara su actitud. Por fin, fue calificado él mismo de derechista, expulsado del Partido y despedido de su empleo. Su nivel de funcionariado se vio drásticamente reducido y se le obligó a trabajar barriendo los suelos en los laboratorios del mismo instituto que antes había dirigido.

Mi madre conocía al señor Hau, y experimentó una profunda admiración hacia él y hacia el modo en que había defendido sus opiniones. Entre ambos surgió una gran amistad que aún hoy perdura. Pasaba muchas tardes con él, contándole sus preocupaciones. Sin embargo, reconocía en su destino el que a ella misma le esperaba si no cumplía con su cuota.

Todos los días, tras las interminables asambleas habituales, mi madre tenía que informar a las autoridades municipales del Partido sobre la marcha de la campaña. La persona a cargo de la misma en Chengdu era un hombre llamado Ying; se trataba de un individuo alto, esbelto y bastante arrogante. Mi madre tenía que darle cifras que mostraran el número de derechistas que habían sido desenmascarados. Los nombres eran lo de menos. Lo que importaba eran los números.

¿Dónde, sin embargo, iba a conseguir hallar sus más de cien derechistas anticomunistas y antisocialistas? Por fin, uno de sus ayudantes, llamado Kong, encargado de Educación para el Distrito Oriental, anunció que las directoras de un par de colegios habían logrado identificar como tales a algunas de sus maestras. Una de ellas era una maestra de primaria cuyo esposo, oficial del Kuomintang, había muerto en la guerra civil. Había dicho algo así como que «China, hoy, está peor que en el pasado». Un día tuvo una trifulca con la directora, quien la había criticado por aflojar su ritmo de trabajo. Furiosa, la golpeó. Otras dos maestras intentaron detenerla, una de ellas diciéndole que tuviera cuidado, ya que la directora estaba embarazada. Según los informes, se había puesto a gritar que quería «librarse de ese comunista hijo de puta» (refiriéndose al niño que aún no había nacido).

En otro de los casos, se dijo que una maestra cuyo esposo había huido a Taiwan con el Kuomintang había estado mostrando a ciertas compañeras algunas de las joyas que le había regalado su marido, intentando con ello despertar en ellas un sentimiento de envidia hacia la vida que había llevado ella con el Kuomintang. Las jóvenes afirmaron asimismo que había dicho que era una lástima que los norteamericanos no hubieran ganado la guerra de Corea y hubieran avanzado a continuación hacia China.

El señor Kong dijo que había comprobado los hechos. La investigación no dependía de mi madre. Cualquier cautela por su parte se hubiera interpretado como un intento de proteger a las derechistas y poner en duda la integridad de sus propias colegas.

Los responsables hospitalarios y el encargado del Departamento de Salud no acusaron personalmente a ningún derechista, pero varios doctores fueron tildados de ello por las autoridades superiores del municipio de Chengdu como consecuencia de las críticas realizadas en asambleas anteriores organizadas por las autoridades de la ciudad.

Todos aquellos derechistas juntos apenas sumaban diez personas: mucho menos de lo que exigía la cuota. Para entonces, el señor Ying estaba harto de la falta de celo mostrado por mi madre y sus colegas, y afirmó que el hecho de que ésta no pudiera reconocer a los derechistas demostraba que ella misma estaba hecha de la misma pasta. Ser calificado de derechista no sólo implicaba verse convertido en un paria político y perder el empleo sino, lo que era aún más importante, aseguraba la discriminación de los hijos y la familia y ponía en peligro el futuro de todos ellos. Los niños estarían condenados al ostracismo tanto en la escuela como en la calle. El comité de residentes espiaría a la familia para comprobar qué visitas recibía. Si un derechista era enviado al campo, los campesinos reservarían las tareas más duras para él y para su familia. Sin embargo, nadie conocía con exactitud el alcance de las consecuencias, y esa misma incertidumbre constituía de por sí un poderoso motivo de temor.

Tal era el dilema al que se enfrentaba mi madre. Si era tachada de derechista se vería forzada a elegir entre renunciar a sus hijos o destrozar el futuro de los mismos. Mi padre se vería probablemente obligado a divorciarse de ella o también él sería incluido en la lista negra y sujeto a constantes sospechas. Incluso si mi madre se sacrificaba y se divorciaba de él, toda la familia continuaría eternamente señalada con el estigma de los sospechosos. No obstante, el precio que había de pagar para salvarse ella y salvar a sus parientes era el bienestar de cien personas inocentes con todas sus familias.

Mi madre no habló de aquello con mi padre. ¿Qué solución podría él haber aportado? Le producía resentimiento pensar que la elevada posición de que él gozaba le evitaba tener que enfrentarse a casos individuales. Aquellas dolorosas decisiones quedaban reservadas a funcionarios de nivel medio y bajo tales como el señor Ying, mi madre, sus ayudantes, las directoras de las escuelas y los directores de hospital.

Una de las instituciones del distrito de mi madre era la Escuela de Formación de Profesorado Número Dos de Chengdu. Los estudiantes de los colegios de magisterio gozaban de una beca que cubría su salario y sus gastos de manutención por lo que, lógicamente, tales instituciones solían atraer a personas procedentes de familias pobres. Acaba de ser completada la primera línea férrea que unió Sichuan -el Granero del Cielo- con el resto de China. Como resultado, se estaban transportando grandes cantidades de alimentos de esta región a otras partes del país, y los precios de muchos artículos se duplicaron e incluso triplicaron casi de la noche a la mañana. Los estudiantes de la Escuela de Formación habían visto su nivel de vida reducido prácticamente a la mitad, por lo que habían organizado una manifestación para exigir mayores ayudas. Aquella acción fue comparada por el señor Ying con la del Círculo de Petofi durante la rebelión húngara de 1956, y denominó a los estudiantes «almas gemelas de los intelectuales húngaros». Ordenó que todos aquellos que hubieran participado en la manifestación fueran clasificados como derechistas. La escuela contaba con unos trescientos alumnos, de los cuales unos ciento treinta habían tomado parte en la misma. Todos ellos fueron tachados de derechistas por el señor Ying. Aunque la escuela no estaba bajo la jurisdicción de mi madre -ya que ésta tan sólo se ocupaba de las escuelas de enseñanza primaria- sí estaba localizada en su distrito, por lo que las autoridades de la ciudad le adjudicaron arbitrariamente a aquellos alumnos como parte de su cuota.

Nunca se le perdonó su falta de iniciativa. El señor Ying tomó nota de su nombre para someterla a futuras investigaciones como sospechosa de derechismo. Sin embargo, antes de que pudiera tomar medidas adicionales, él mismo se vio condenado por igual motivo.

En marzo de 1957, acudió a Pekín para asistir a una conferencia de jefes de departamentos de Asuntos Públicos provinciales y municipales procedentes de todo el país. Durante las discusiones de grupo, se animó a los delegados a que expresaran sus quejas sobre los procedimientos administrativos de sus respectivas zonas. El señor Ying sacó a relucir alguna que otra protesta inocente contra el primer secretario del Comité del Partido en Sichuan, Li Jing-quan, conocido generalmente como el Comisario Li. Mi padre era el jefe de la delegación de Sichuan para aquella conferencia, por lo que a él correspondía redactar el informe de rutina al regreso de la misma. Cuando comenzó la campaña antiderechista, el Comisario Li decidió que no le agradaban las manifestaciones realizadas por el señor Ying. Consultó con el jefe adjunto de la delegación, pero éste había sido lo bastante hábil como para ausentarse oportunamente al lavabo tan pronto como el señor Ying inició su crítica. Durante la última etapa de la campaña, el Comisario Li acusó al señor Ying de derechista. Cuando mi padre se enteró, se disgustó terriblemente, y comenzó a atormentarse con la idea de que él mismo era parcialmente responsable de la caída del señor Ying. Mi madre intentó convencerle de que no era así: «¡No es culpa tuya!», le dijo, pero él continuó torturándose con aquella idea.

Muchos funcionarios aprovecharon la campaña para arreglar cuentas personales. Algunos de ellos descubrieron que un modo sencillo de completar su cuota consistía en denunciar a sus enemigos. Otros obraron impulsados por un puro sentimiento de venganza. En Yibin, los Ting realizaron una purga entre numerosas personas de talento con las que no se llevaban bien o de quienes sentían celos. Casi todos los colaboradores de mi padre -gente que él mismo había escogido y promocionado- fueron condenados como derechistas. Un antiguo ayudante por quien mi padre sentía un gran afecto fue etiquetado como ultraderechista. Su crimen consistía en haber realizado una única observación en la que opinaba que China no debía permitir que se creara una dependencia «absoluta» de la Unión Soviética. En aquella época, sin embargo, el Partido proclamaba que así debía ser. Fue sentenciado a tres años de estancia en un gulag chino y obligado a trabajar en la construcción de una carretera en una zona agreste y montañosa en la que muchos de sus compañeros encontraron la muerte.

La Campaña Antiderechista no afectó a la sociedad ampliamente. La vida de campesinos y obreros continuó como si tal cosa. Al cabo de un año, cuando finalizó la campaña, al menos 550.000 personas habían sido tachadas de derechistas: entre ellas estudiantes, profesores, escritores, artistas, científicos y otros profesionales. En su mayor parte, fueron despedidos de sus empleos y hubieron de contentarse con realizar labores manuales en fábricas o granjas. Algunos fueron condenados a trabajos forzados en los gulags. Tanto ellos como sus familias se convirtieron en ciudadanos de segunda clase. La lección fue tan severa como inconfundible: no habían de tolerarse críticas de ningún tipo. A partir de entonces, la gente dejó de protestar, y hasta de hablar. Un dicho popular resumía la atmósfera reinante: «Tras los Tres Anti, nadie quería estar a cargo de dinero alguno; tras la Campaña Antiderechista, nadie osa abrir la boca.»