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Mi abuela regresó a Chengdu en el verano de 1956. Lo primero que hizo al llegar fue correr a los diferentes jardines de infancia y llevarnos a todos de vuelta a casa de mi madre. Mi abuela poseía una arraigada aversión hacia los jardines de infancia. Solía decir que los niños no podían ser cuidados adecuadamente si estaban en grupo. Mi hermana y yo no estábamos demasiado mal, pero tan pronto como la vimos rompimos a gritar y le pedimos que nos llevara a casa. Con los dos niños, la cosa no fue tan fácil: la maestra de Jin-ming se quejó de que el niño se mostraba terriblemente retraído y se negaba a permitir que ningún adulto le tocara. Tan sólo preguntaba, suave pero obstinadamente, por su antigua nodriza. Mi abuela estalló en lágrimas cuando vio a Xiao-hei. Parecía un muñeco de madera, y su rostro aparecía curvado en una sonrisa estúpida. Allí donde le situaran, ya fuera sentado o de pie, se limitaba a permanecer inmóvil en el sitio. No sabía pedir sus necesidades, y ni siquiera parecía capaz de llorar. Mi abuela lo tomó en sus brazos e inmediatamente hizo de él su favorito.

Ya de regreso en casa de mi madre, mi abuela dio rienda suelta a su cólera y perplejidad. Entre lágrimas, llamó a mi padre y a mi madre «progenitores sin corazón». Ignoraba que mi madre no había tenido elección.

Debido a que mi abuela no podía cuidar de los cuatro a la vez, las dos mayores -mi hermana y yo- tuvimos que volver al jardín de infancia durante la semana. Todos los lunes por la mañana, mi padre y su guardaespaldas nos cargaban sobre sus hombros y se nos llevaban entre aullidos, patadas y tirones de pelo.

La situación se mantuvo así durante algún tiempo. Luego, inconscientemente, fui desarrollando mis propias formas de protesta. Comencé a ponerme enferma en el jardín de infancia y a sufrir fiebres tan elevadas que los médicos se alarmaban. Tan pronto como regresaba a casa, mis males desaparecían milagrosamente. Por fin, se nos permitió a ambas quedarnos en casa.

Para mi abuela, una profunda amante de la naturaleza, las nubes y la lluvia eran seres vivos dotados de corazón y lágrimas y sentido de la moralidad. Estaríamos a salvo si seguíamos la antigua regla china para los niños, ting-hua, («prestar atención a las palabras», ser obedientes). En caso contrario, nos ocurrirían toda clase de cosas. Cuando comíamos naranjas, mi abuela nos prevenía de que no nos tragáramos las pepitas. «Si no me hacéis caso, un día no podréis entrar en la casa. Cada pepita es un naranjo chiquitín que, al igual que vosotras, quiere crecer. Se desarrollará silenciosamente dentro de vuestra barriga, creciendo más y más hasta que un día, ¡Ai- ya! ¡Os saldrá por la cabeza! Le crecerán hojas, tendrá más naranjas y sobrepasará la altura de la puerta…»

La idea de llevar un naranjo en la cabeza me fascinaba tanto que un día me tragué una pepita deliberadamente… una, tan sólo. Tampoco quería llevar un huerto en la cabeza: pesaría demasiado. Me pasé el resto del día palpándome el cráneo cada pocos minutos para comprobar si aún lo tenía de una pieza. Varias veces estuve a punto de preguntarle a mi abuela si se me permitiría comerme personalmente las naranjas que me crecieran en la cabeza, pero decidí no hacerlo para que no supiera que había sido desobediente. Decidí que cuando viera el árbol fingiría que había debido de ser un accidente. Aquella noche dormí muy mal. Sentía como si algo me apretara el cráneo por dentro.

Por lo general, sin embargo, las historias de mi abuela me proporcionaban sueños felices. Conocía docenas de ellas, procedentes de la ópera china clásica. También teníamos montones de libros de animales y pájaros y mitos y cuentos de hadas. Ni siquiera nos faltaban libros de cuentos extranjeros, entre ellos los de Hans Christian Andersen y las fábulas de Esopo. Caperucita roja, Blancanieves y los siete enanitos y Cenicienta se contaron entre mis compañeros favoritos de niñez.

Además de los cuentos, me encantaban los poemas infantiles, los cuales constituyeron mi primer encuentro con la poesía. Dado que la lengua china se basa en tonos, su poesía posee una calidad especial. Solía quedarme fascinada cada vez que mi abuela cantaba los poemas clásicos, cuyo significado yo entonces no entendía. Las leía al estilo tradicional, entonando un soniquete de acentos alargados que ascendían y descendían cadenciosamente. Un día, mi madre la oyó mientras nos recitaba algunos poemas escritos en torno al año 500 a.C. Pensó que eranr demasiado difíciles para nosotras e intentó detenerla, pero mi abuela insistió, diciendo que no teníamos que comprender su significado, y que bastaba con que captáramos el sentido de musicalidad de los sonidos. A menudo decía que sentía haber perdido su cítara cuando abandonó Yixian veinte años antes.

A mis dos hermanos no les interesaba tanto que les leyeran, ni tampoco que les relataran historias nocturnas. A mi hermana, sin embargo, con quien yo compartía el dormitorio, le gustaban tanto como a mí. Tenía, además, una memoria extraordinaria. Había logrado ya impresionar a todo el mundo recitando sin una sola equivocación la larga balada de Pushkin titulada El pescador y los peces de colores cuando tan sólo contaba tres años de edad.

Mi vida familiar era tranquila y afectuosa. Independientemente del resentimiento que mi madre pudiera sentir entonces hacia mi padre, rara vez se peleaban, al menos no en presencia de los niños. Ahora que habíamos crecido, mi padre rara vez demostraba su cariño hacia nosotras a través del contacto físico. No era habitual que un padre alzara en brazos a sus hijos, ni que les demostrara su afecto por medio de besos y abrazos. A menudo permitía que los niños cabalgaran sobre él, y a veces les daba cariñosos golpecitos en los hombros o les acariciaba el cabello, cosa que rara vez hacía con nosotras. Cuando ambas superamos los tres años, se limitó a alzarnos cuidadosamente por las axilas, fiel a la tradición china, según la cual los hombres debían evitar cualquier intimidad con las hijas. Ni siquiera entraba en nuestro dormitorio sin que antes le hubiéramos dado permiso.

Mi madre no tenía con nosotros tanto contacto físico como hubiera deseado. El motivo era que a ella le afectaban otras normas, relacionadas en su caso con el puritanismo del estilo de vida comunista. A comienzos de los cincuenta se suponía que un comunista debía entregarse tan profundamente a la revolución y al pueblo que cualquier demostración de afecto hacia sus hijos era mal vista, ya que indicaba la presencia de lealtades divididas. Cada hora que no se pasara comiendo o durmiendo pertenecía a la revolución, y debía emplearse para trabajar. Cualquier actividad que no tuviera que ver con la revolución, tal como llevar a tus hijos en brazos, debía ser despachada con la mayor celeridad posible.

Al principio, a mi madre le costó trabajo acostumbrarse a eso. «Anteponer la familia» era una crítica de la que constantemente le hacían objeto sus colegas del Partido. Por fin, terminó por adquirir la costumbre de trabajar sin descanso. Para cuando llegaba a casa por las noches, hacía ya rato que estábamos durmiendo. En tales ocasiones, solía sentarse junto a nuestra cama observando nuestros rostros dormidos y escuchando nuestra apacible respiración. Aquéllos eran sus momentos más felices del día.

Siempre que tenía tiempo procuraba abrazarnos, rascándonos suavemente y haciéndonos cosquillas, especialmente en los codos, zona que resultaba particularmente placentera. Para mí el paraíso consistía en depositar la cabeza en su regazo y dejar que me hiciera cosquillas en la parte interior de la oreja. Hurgar la oreja era una forma china tradicional de proporcionar placer. Recuerdo haber visto de niña a profesionales que paseaban por las calles con una tarima en uno de cuyos extremos había un sillón de bambú con docenas de esponjosos palillos colgando del otro.

A partir de 1956, los funcionarios comenzaron a disfrutar del domingo libre. Mis padres solían llevarnos a parques y terrenos de juego donde montábamos en los columpios y tiovivos o nos dejábamos caer rodando por las laderas cubiertas de hierba. Aún conservo el recuerdo de un día en que di una peligrosa vuelta de campana y, encantada, me dejé caer ladera abajo con la intención de terminar en brazos de mis padres. Sin embargo, terminé estrellándome contra dos hibiscos, uno tras otro.

Mi abuela aún se mostraba aturdida ante la cantidad de tiempo que mis padres pasaban fuera de casa. «¿Qué clase de padres son éstos?», solía suspirar, sacudiendo la cabeza. En un intento por compensar su ausencia, se entregaba a nosotros en cuerpo y alma. Sin embargo, ella sola no podía con cuatro criaturas ajenas, por lo que mi madre invitó a la tía Jun-ying a vivir con nosotros. Ella y mi abuela se llevaban muy bien, y su armonía continuó cuando, a comienzos de 1957, se unió a ellas una criada interna. Aquel acontecimiento coincidió con nuestra mudanza a una nueva vivienda situada en una antigua vicaría cristiana. Mi padre se trasladó a vivir con nosotros, por lo que toda la familia comenzó a vivir bajo un mismo techo por primera vez.

La criada tenía dieciocho años. Cuando llegó, vestía una blusa y unos pantalones de algodón estampados con flores que los habitantes de la ciudad, más habituados a los colores discretos que dictaban el esnobismo urbano y el puritanismo comunista, hubieran considerado excesivamente llamativos. Las damas de la ciudad vestían trajes cortados como los de las mujeres rusas, pero nuestra criada vestía un traje al estilo campesino, cerrado por un costado con botones de algodón en lugar de con los nuevos botones de plástico. Para sujetarse los pantalones se servía de un cordel de algodón en lugar de cinturón. Muchas campesinas hubieran modificado su atuendo al llegar a la ciudad para no parecer paletas de pueblo, pero ella se mostraba completamente indiferente a su modo de vestir, lo que denotaba la fortaleza de su carácter. Poseía unas manos grandes y ásperas, y su rostro oscuro y bronceado mostraba dos hoyuelos permanentes en las rosadas mejillas y una sonrisa franca y tímida. Gustó inmediatamente a todos los miembros de la familia. Comía con nosotros y se ocupaba de las faenas domésticas con mi abuela y mi tía. Dado que mi madre nunca estaba en casa, mi abuela estaba encantada de contar con dos amigas íntimas que, a la vez, eran sus confidentes.

Nuestra criada procedía de una familia de terratenientes, y había intentado abandonar el campo por todos los medios debido a la constante discriminación con la que allí se enfrentaba. En 1957 volvió a estar permitido emplear a personas con «malos» antecedentes familiares. La campaña de 1955 había concluido, y la atmósfera parecía en general más relajada.