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11. «Concluida la campaña antiderechista, nadie osa abrir la boca»

China, obligada a enmudecer (1956-1958)

Debido a que ahora no teníamos nodrizas y a que mi madre tenía que presentarse todas las tardes por su situación de libertad vigilada nos vimos obligados a continuar en nuestros jardines de infancia. Después de todo, ella no hubiera podido ocuparse de nosotros. Estaba demasiado ocupada en su «carrera hacia el socialismo» -como rezaba una canción propagandística- con el resto de la sociedad china.

Durante su detención, Mao había acelerado su intento por transformar el rostro del país. En julio de 1955 ordenó un aceleramiento de la agricultura colectiva, y en noviembre anunció inesperadamente que la totalidad de la industria y el comercio -hasta entonces en manos privadas- sería nacionalizada.

Mi madre se vio inmersa de lleno en aquel movimiento. En teoría, el Estado había de actuar como copropietario de las empresas junto con sus antiguos dueños, quienes podrían embolsarse el cinco por ciento del valor de sus negocios durante veinte años. Dado que oficialmente no existía inflación, se suponía que con ello recuperaban el valor total de los mismos. Los antiguos dueños debían permanecer en sus puestos en calidad de directores y obtendrían una remuneración relativamente elevada, pero todos estarían sometidos a un jefe del Partido.

Mi madre fue puesta a cargo de un equipo de trabajo encargado de supervisar la nacionalización de más de un centenar de restaurantes y empresas alimentarias y panaderas de su distrito. Aún se hallaba en libertad vigilada; por ello, estaba obligada a presentarse todas las noches y ni siquiera se le permitía dormir en su propia cama. Sin embargo, no por ello dejaron de encomendarle tan importante tarea.

El Partido le había aplicado la estigmatizadora calificación de kong-zhi shi-yong, que significaba «empleada pero aún bajo control y vigilancia». Tal etiqueta no había sido hecha pública, pero ella y las personas encargadas de su caso la conocían. Los miembros de su equipo de trabajo sabían que había permanecido detenida durante seis meses, pero ignoraban que aún se hallara bajo vigilancia.

Cuando la detuvieron, mi madre había escrito a mi abuela pidiéndole que por el momento se quedara en Manchuria. Para ello había inventado una excusa, ya que no quería que su madre supiera que la habían detenido, pues ello la habría angustiado horriblemente.

Mi abuela aún estaba en Jinzhou cuando comenzó el programa de nacionalizaciones, por lo que se vio atrapada en él. Tras abandonar Jinzhou en compañía del doctor Xia en 1951, su negocio de farmacia había quedado a cargo de su hermano Yu-lin. Cuando el doctor Xia murió, en 1952, la propiedad del mismo pasó a ella. Ahora, el Estado proyectaba comprárselo. En todas las empresas se constituyó un grupo de miembros de equipos de trabajo y representantes de la dirección y de los empleados. Su función consistía en calcular el valor de cada negocio de tal modo que el Estado pudiera pagar un «precio justo» por el mismo. A menudo, para complacer a las autoridades, se sugerían cifras sumamente bajas. El valor que se aplicó al negocio del doctor Xia era ridiculamente modesto, pero en ello había una ventaja para mi abuela: significaba que quedaría clasificada como «capitalista de menor importancia», con lo que lograría no atraer la atención. No le agradó verse cuasi expropiada, pero no protestó por ello.

Dentro de su campaña de nacionalización, el régimen organizó procesiones en las que desfilaban tañedores de tambores y gongs, así como asambleas interminables, algunas de ellas reservadas a los capitalistas. Mi abuela advirtió que todos ellos se mostraban deseosos -casi agradecidos- de que les obligaran a vender sus negocios. Muchos decían que lo ocurrido era mucho mejor que lo que habían temido. Habían oído que en la Unión Soviética las empresas habían sido confiscadas sin más. Allí, en China, los dueños recibían una indemnización y, lo que es más importante, el Estado no les obligaba a ceder sus propiedades si no estaban de acuerdo. Por supuesto, todo el mundo lo estaba.

Mi abuela se sentía confusa acerca de cuáles deberían ser sus sentimientos: ignoraba si debía experimentar rencor hacia la causa por la que luchaba su hija o sentirse feliz, tal y como le recomendaban que hiciera. El negocio de la farmacia había nacido del arduo esfuerzo del doctor Xia, y había servido para alimentarla a ella y a su hija. Le costaba trabajo perderlo así, sin más.

Cuatro años antes, durante la guerra de Corea, el Gobierno había animado a la gente a que donara sus objetos de valor para contribuir a la compra de aviones de combate. Mi abuela no quería entregar las joyas que le habían regalado el general Xue y el doctor Xia y que en otras épocas habían constituido su única fuente de ingresos. Además, poseían para ella un fuerte valor sentimental. Sin embargo, mi madre unió su voz a la del Gobierno. Sentía que las alhajas se hallaban conectadas con un pasado ya anticuado y compartía la opinión del Partido, según la cual no eran sino el fruto de la explotación del pueblo, motivo por el cual debían ser devueltas a él. Invocó asimismo los argumentos habituales acerca de la necesidad de proteger a China de una invasión de los imperialistas de Estados Unidos, lo que para mi abuela no significaba gran cosa. Sus argumentos definitivos fueron: «Madre, ¿para qué quieres conservar estas cosas? Nadie se pone joyas hoy en día. Y tampoco tienes que depender de ellas para vivir. Ahora que tenemos el Partido Comunista, China nunca volverá a ser pobre. ¿Qué es lo que te inquieta? En cualquier caso, además, me tienes a mí. Yo cuidaré de ti. Nunca tendrás que volver a preocuparte de nada. Tengo que persuadir a muchas otras personas para que donen sus bienes. Forma parte de mi trabajo. ¿Cómo puedo esperar tal cosa de ellos si mi propia madre se niega a hacerlo?» Mi abuela se rindió. Habría hecho cualquier cosa por su hija. Entregó todas sus joyas, con excepción de un par de pulseras, unos pendientes de oro y un anillo del mismo metal que había recibido del doctor Xia como regalo de boda. Obtuvo del Gobierno un recibo por su donación y gran número de alabanzas por su celo patriótico.

Sin embargo, nunca llegó a reconciliarse con la pérdida de sus alhajas, aunque siempre procuró ocultar sus sentimientos. Aparte del valor sentimental que poseían, existía una consideración de tipo puramente práctico. Mi abuela había vivido siempre en una inseguridad constante. ¿Podía una confiar realmente en que el Partido Comunista cuidara de todo el mundo? ¿Y para siempre?

Ahora, cuatro años más tarde, se enfrentaba una vez más a la obligación de entregarle al Estado algo que ella deseaba conservar y que, de hecho, constituía su última posesión. Esta vez, realmente, no tenía alternativa. No obstante, procuró mostrar una cooperación entusiasta. No quería perjudicar a su hija, y quería evitar que ésta pudiera sentirse siquiera ligeramente avergonzada de ella.

La nacionalización de la farmacia supuso un proceso prolongado, y mi abuela permaneció en Manchuria hasta su conclusión. En cualquier caso, mi madre no quería que regresara a Sichuan hasta que ella misma gozara una vez más de plena libertad de movimientos y pudiera habitar en su propia vivienda. Ello no sucedió hasta el verano de 1956, cuando por fin las restricciones de su libertad bajo palabra quedaron levantadas. No obstante, tampoco entonces se emitió una decisión definitiva de su caso.

La conclusión final no llegó hasta finales de aquel mismo año. El veredicto, emitido por las autoridades del Partido en Chengdu, venía a decir que se concedía credibilidad a su versión y que no se advertía en ella conexión política alguna con el Kuomintang. Ello constituía una decisión taxativa que la exoneraba por completo. Se sintió profundamente aliviada, ya que sabía que su caso, como tantos otros similares, podía haber permanecido abierto a falta de pruebas satisfactorias. Ello hubiera supuesto tener que arrastrar un estigma de por vida. Ahora, aquel capítulo quedaba cerrado, pensó. Sentía una profunda gratitud hacia el jefe del equipo de investigación, el señor Kuang. Por lo general, los funcionarios tendían a equivocarse por exceso y no por defecto con objeto de protegerse a sí mismos. Hacía falta un gran valor por parte del señor Kuang para decidirse a aceptar todo cuanto había dicho.

Tras dieciocho meses de intensa ansiedad, mi madre se vio una vez más rehabilitada. Era afortunada. Como resultado de aquella campaña, más de ciento sesenta mil hombres y mujeres habían sido tachados de contrarrevolucionarios, y sus vidas se vieron destrozadas durante tres décadas. Entre ellos se encontraban algunas de las amigas de mi madre de la época de Jinzhou que habían pertenecido a los cuadros de la Liga Juvenil del Kuomintang. Calificadas sumariamente como contrarrevolucionarias, fueron todas despedidas de sus empleos y enviadas a realizar trabajos manuales forzados.

Aquella campaña, destinada en principio a desenterrar los últimos vestigios de cualquier pasado relacionado con el Kuomintang, logró sacar a relucir numerosos datos y conexiones en la historia de las familias. A lo largo de la historia de China, cuando una persona había sido condenada, todos los miembros de su clan -hombres, mujeres, niños e incluso recién nacidos- habían sido ejecutados. En ocasiones, la ejecución podía aplicarse incluso a primos en noveno grado (zhu-lian jiu-zu). Cualquiera que fuera acusado de un crimen podía poner en peligro las vidas de todo un vecindario.

Hasta entonces, los comunistas habían incluido en sus filas a algunas personas de pasado «indeseable». Muchos hijos e hijas de sus enemigos llegaron a alcanzar posiciones elevadas. De hecho, la mayor parte de los antiguos líderes comunistas procedían también ellos de «malos» orígenes. A partir de 1955, no obstante, los orígenes familiares se convirtieron en un factor cada vez más importante. A medida que pasaban los años y Mao desencadenaba una caza de brujas tras otra, el número de víctimas creció en proporción geométrica, y cada una de ellas arrastraba consigo a muchas otras, incluyendo en primer lugar y sobre todo a los miembros más cercanos de su familia.

A pesar de aquellas tragedias personales, o acaso debido en parte a tan férreo control, la China de 1956 mostraba mayor estabilidad que en ningún otro momento de este siglo. La ocupación extranjera, la guerra civil, las muertes en masa a causa de la inanición, los bandidos, la inflación… todo parecía cosa del pasado. La estabilidad -el sueño de todos los chinos- alimentaba la fe de la gente como mi padre y les ayudaba a soportar sus sufrimientos.