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Creo que en realidad mi popularidad se debía al hecho de que los oficiales acogían con alivio un descanso y un poco de diversión de vez en cuando, y yo, con mi parloteo infantil, les proporcionaba ambas cosas. Era, además, muy regordeta, y a todos les gustaba sentarme sobre el regazo y darme pellizquitos y apretones.

Cuando contaba algo más de tres años de edad, mis hermanos y yo fuimos enviados a diferentes jardines de infancia. Yo no lograba entender por qué se me enviaba lejos de casa, y a modo de protesta me puse a patalear y rasgué la cinta que recogía mis cabellos. En el jardín de infancia me dediqué a crearle problemas a las maestras deliberadamente: no había día que no derramara la leche y mis pastillas de aceite de hígado de bacalao en el interior del pupitre. Después del almuerzo teníamos que dormir una larga siesta, durante la cual solía relatar a los niños con los que compartía el enorme dormitorio historias de miedo de mi invención. No tardé en ser descubierta y se me castigó a permanecer sentada en el umbral.

El motivo de enviarnos a jardines de infancia era que no había quien pudiera cuidar de nosotros. Un día, en julio de 1955, se comunicó a mi madre y a los ochocientos empleados del Distrito Oriental que deberían permanecer todos sin moverse de las instalaciones hasta nuevo aviso. Había comenzado una nueva campaña política, en esta ocasión con el propósito de desenmascarar a los «contrarrevolucionarios ocultos». Todos habían de ser sometidos a una exhaustiva investigación.

Mi madre y sus colegas obedecieron la orden sin discusión. En cualquier caso, estaban ya acostumbrados a llevar una vida cuasi militar. Por otra parte, parecía lógico que el Partido quisiera investigar a sus miembros para asegurarse de la estabilidad de la nueva sociedad. Al igual que la mayor parte de sus camaradas, el deseo de mi madre de dedicarse a la causa se sobreponía a cualquier impulso de protestar por lo estricto de la medida.

Al cabo de una semana, casi todos sus colegas recibieron el visto bueno y se les permitió volver a circular libremente. Mi madre fue una de las escasas excepciones. Se le dijo que ciertas circunstancias de su pasado aún no habían sido del todo esclarecidas. Tenía que abandonar su propio dormitorio y dormir en una estancia situada en otra parte del edificio de oficinas. Antes de ello, se le permitió pasar algunos días en casa para -según le dijeron- organizar sus asuntos domésticos, ya que habría de permanecer confinada durante algún tiempo.

La nueva campaña había sido desencadenada como reacción de Mao ante el comportamiento de algunos escritores comunistas, especialmente el célebre literato Hu Feng. No es que éstos se mostraran necesariamente en desacuerdo con Mao desde el punto de vista ideológico, pero traslucían un elemento de independencia y una capacidad de pensamiento individual que el líder encontraba inaceptables. Temía que cualquier tipo de reflexión independiente pudiera conducir a una situación de no obediencia absoluta de su doctrina. Insistía permanentemente en que la nueva China tenía que actuar y pensar como un solo ente, y que era preciso adoptar medidas rigurosas para mantener la unidad del país y evitar su posible desintegración. Hizo arrestar a cierto número de escritores importantes y los acusó de conspiración contrarrevolucionaria, un cargo terrible, ya que toda actividad «contrarrevolucionaria» se hallaba castigada con las penas más duras, incluida la muerte.

Aquello señaló el comienzo del fin de la expresión individual en China. Cuando los comunistas llegaron al poder, todos los medios de comunicación pasaron a ser controlados por el Partido. A partir de entonces, el control se estableció aún con más fuerza sobre las mentes de toda la nación.

Mao declaró que las personas que estaba buscando eran «espías de los países imperialistas y del Kuomintang, así como trotskistas, ex funcionarios del Kuomintang y traidores camuflados de comunistas». Afirmaba que todos ellos trabajaban por el regreso del Kuomintang y de los imperialistas de Estados Unidos, quienes se negaban a reconocer el régimen de Pekín y habían rodeado China por una frontera de hostilidad. Así como la anterior campaña destinada a la eliminación de contrarrevolucionarios (durante la que había sido ejecutado Hui-ge, el amigo de mi madre) había estado dirigida a los miembros reconocidos del Kuomintang, el objetivo se hallaba ahora centrado en gente del Partido o del Gobierno cuyo pasado mostrara conexiones con el Kuomintang.

Ya desde antes de que llegaran al poder, la redacción de archivos detallados del pasado de las personas había constituido una parte crucial del sistema comunista de control. Los expedientes de los miembros del Partido eran conservados por el Departamento de Organización del mismo. Los expedientes de todos aquellos que trabajaban para el Estado pero no eran miembros del Partido eran trasladados a las unidades de trabajo de las autoridades y conservados en su departamento de personal. Todos los años, cada jefe escribía un informe de todos aquellos que trabajaban a sus órdenes, y cada informe se incorporaba al respectivo expediente. Nadie estaba autorizado a leer su propio expediente, y únicamente ciertas personas especialmente autorizadas podían leer los de otros.

Para caer bajo sospecha en esta campaña bastaba cualquier conexión que se hubiera tenido en el pasado con el Kuomintang, por tenue y vaga que ésta fuera. Las investigaciones se llevaban a cabo por equipos de trabajo compuestos de funcionarios probadamente desprovistos de cualquier conexión con el Kuomintang. Mi madre se convirtió en una de las principales sospechosas, al igual que les sucedió a nuestras nodrizas, debido a sus relaciones familiares.

Había un equipo de trabajo encargado de investigar a la servidumbre y a los empleados del Gobierno provincial, esto es, chóferes, jardineros, doncellas, cocineras y porteros. El marido de mi nodriza se encontraba encarcelado por jugar y traficar con opio, lo que convertía a su esposa en una «indeseable». La nodriza de Jin-ming había entrado a formar parte de una familia de terratenientes al casarse, y su marido había sido un funcionario de menor importancia del Kuomintang. Dado que las nodrizas no ocupaban puestos de importancia, el Partido no investigaba sus casos con excesivo detenimiento. Sin embargo, ambas se vieron obligadas a dejar de trabajar en nuestra familia.

Mi madre fue informada de ello durante los escasos días que pasó en casa antes de su detención. Cuando comunicó la noticia a las nodrizas, ambas se mostraron desconsoladas. Nos amaban profundamente a mí y a Jin-ming. A la mía le preocupaba además perder sus ingresos si se veía obligada a regresar a Yibin, por lo que mi madre escribió al gobernador de aquella ciudad rogándole que le buscara un empleo, cosa que éste hizo. La mujer marchó a trabajar a una plantación de té y pudo llevarse a su hija pequeña a vivir con ella.

La nodriza de Jin-ming no quería regresar con su marido. Tenía un nuevo novio que trabajaba como portero en Chengdu y quería casarse con él. Deshecha en lágrimas, suplicó a mi madre que la ayudara a obtener el divorcio para poder casarse con él. Conseguir el divorcio era considerablemente difícil, pero ella sabía que una palabra de mi padre o de mi madre -especialmente del primero- le facilitaría enormemente las cosas. Mi madre apreciaba mucho a la nodriza, y deseaba ayudarla. Si lograba obtener el divorcio y casarse con el portero se vería inmediatamente trasladada de la categoría de «terrateniente» a la de miembro de la clase obrera, y en tal caso no tendría por qué abandonar nuestra familia. Mi madre habló con mi padre, pero éste se mostró opuesto a la idea:

– ¿Cómo se te ocurre proyectar un divorcio? La gente comenzaría a decir que los comunistas se dedican a destrozar las familias.

– ¿Y qué hay de nuestros hijos? -exclamó mi madre-. ¿Quién se ocupará de ellos si las dos nodrizas tienen que marcharse?

Mi padre también tenía respuesta para eso:

– Envíalos a un jardín de infancia.

Cuando mi madre le dijo a la nodriza de Jin-ming que no tendría más remedio que marcharse, a ésta le faltó poco para desmayarse. Hoy, el recuerdo más antiguo de Jin-ming es el de su partida. Una tarde, a la puesta del sol, alguien le llevó a la puerta principal. Allí vio a su nodriza, vestida con un traje de campesina y una chaqueta lisa con cierres de algodón en un costado y cargada con un fardo de algodón. Quería que su nodriza le cogiera en brazos, pero ella permaneció fuera del alcance de sus manos extendidas. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. A continuación, descendió los escalones que conducían a la puerta situada al fondo del patio. La acompañaba alguien a quien mi hermano no conocía. Cuando ya estaba a punto de salvar el umbral, la nodriza se detuvo y giró en redondo. Mi hermano gritó, lloró y pataleó, pero no logró que le acercaran a ella. Durante largo rato, la mujer permaneció enmarcada por el arco de la puerta del patio, mirándole. Por fin, giró rápidamente sobre sus talones y desapareció. Jin-ming nunca volvió a verla.

Mi abuela seguía aún en Manchuria. Mi bisabuela acababa de morir de tuberculosis. Antes de ser confinada a los barracones, mi madre se vio obligada a enviarnos a los cuatro a sendos jardines de infancia. Debido a lo precipitado de la situación, ninguno de los jardines de infancia municipales podía hacerse cargo de más de uno de nosotros, por lo que nos vimos repartidos entre cuatro instituciones distintas.

Cuando mi madre partió hacia su detención, mi padre le dio un consejo: «Sé completamente sincera con el Partido y confía plenamente en él. Recibirás un veredicto justo.» Ante aquellas palabras sintió que la invadía una oleada de aversión. Hubiera deseado oír algo más cálido y personal. Aún resentida con mi padre, se presentó un húmedo día de verano dispuesta a sufrir su segundo período de detención, esta vez a manos de su propio Partido.

El hecho de estar siendo investigado no conllevaba necesariamente el estigma de la culpabilidad. Sencillamente, significaba que el pasado de uno incluía cosas que habían de ser clarificadas. Aun así, le afligía verse sometida a una experiencia tan humillante después de todos los sacrificios que había realizado y de su manifiesta lealtad a la causa comunista. En parte, sin embargo, se sentía llena de optimismo ante la posibilidad de que el oscuro nubarrón de sospecha que se había cernido sobre ella a lo largo de casi siete años pudiera por fin desvanecerse. No tenía nada de lo que avergonzarse, y tampoco nada que ocultar. Era una comunista entusiasta y no albergaba ninguna duda de que el Partido sabría reconocerlo.