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Sin embargo, la tragedia de 1957 no se limitó a reducir a la población al silencio. La posibilidad de verse precipitado en el abismo se había convertido en algo impredecible. El sistema de cuotas combinado con las venganzas personales significaba que cualquiera podía ser perseguido por nada.

La lengua vernácula captó claramente el ambiente reinante. Entre las categorías de derechistas había multitud de «derechistas de rifa» (chou-qian you-pai), es decir, personas a quienes habían tildado como tales por medio de un sorteo; había «derechistas de lavabo» {ce-suo you-pai), esto es, gente que había sido acusada por no haber podido aguantar las ganas de acudir al retrete tras largas e interminables reuniones; había también derechistas de los que se decía que «tenían veneno pero no lo soltaban» (you-du bu-fang): se trataba de personas calificadas de derechistas aunque nunca hubieran dicho nada en contra de nadie. Cuando a un jefe no le gustaba alguien, podía decir: «No da buena impresión» o «Su padre fue ejecutado por los comunistas, ¿cómo no va a sentir rencor por ello? Sencillamente, no quiere confesarlo abiertamente». A veces, surgían jefes de unidad bondadosos que hacían exactamente lo contrario: «¿A quién voy a cargarle el muerto? No puedo hacerle eso a nadie. Decid que soy yo.» Estos últimos eran denominados popularmente «derechistas autorreconocidos» (zi-ren you-pai).

Para muchas personas, 1957 constituyó un año decisivo. Mi madre aún conservaba su devoción a la causa comunista, pero comenzaron a asaltarle vacilaciones acerca de su puesta en práctica. Comentó aquellas dudas con su amigo, el señor Hau -el antiguo director del instituto de investigación- pero nunca se las mencionó a mi padre, y no porque éste no las tuviera también, sino porque se habría negado a discutirlas con ella.

Al igual que las órdenes militares, las normas del Partido prohibían a sus miembros comentar entre ellos la política del mismo. El catecismo del Partido estipulaba que todo miembro debía obedecer incondicionalmente a su organización, y qué un funcionario de rango inferior debía obedecer a otro de rango superior, ya que éste representaba para él una encarnación de la organización del Partido. Tan severa disciplina -en la que los comunistas habían insistido desde antes de la época de Yan'an- resultaba fundamental para su éxito. Constituía un instrumento de poder formidable e imprescindible en una sociedad en la que las relaciones personales se anteponían tradicionalmente a cualquier otra norma. Mi padre se mostraba totalmente partidario de la misma. Opinaba que la revolución no podía defenderse y mantenerse si se permitía que fuera desafiada abiertamente. En una revolución, uno tenía que luchar por su bando incluso si éste no era perfecto… siempre y cuando uno creyera que era mejor que el opuesto. La unidad constituía una necesidad imperativa y categórica.

Mi madre no tenía dificultad en advertir que en lo que se refería a la relación de mi padre con el Partido ella no era sino una extraña más. Un día en que se le ocurrió realizar ciertos comentarios críticos acerca de la situación sin obtener respuesta por parte de él, le dijo en tono de amargura: «¡Eres un buen comunista, pero no podías ser peor esposo!» Mi padre asintió, confirmando que ya lo sabía.

Catorce años después, mi padre nos reveló casi todo lo que le había ocurrido en 1957. Desde sus primeros días en Yan'an, cuando aún era un jovencito de veinte años, había sido buen amigo de una conocida escritora llamada Ding Ling. En marzo de 1957, cuando estaba en Pekín encabezando la delegación de Sichuan en una conferencia de Asuntos Públicos, recibió un mensaje de ella invitándole a visitarla en Tianjin, cerca de Pekín. A mi padre le apetecía ir, pero decidió no hacerlo debido a que tenía prisa por regresar a casa. Varios meses después, Ding Ling fue etiquetada como la derechista número uno de China. «Si hubiera ido a verla -dijo mi padre- yo mismo hubiera caído con ella.»