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Poco después, la banda fue capturada junto con el cacique, quien era a la vez uno de los jefes de la misma y una de las «serpientes en sus antiguas guaridas», lo que le convertía en candidato a ser ejecutado. Sin embargo, había avisado al grupo y había salvado la vida de las dos mujeres. En aquella época, las condenas a muerte debían ser ratificadas por un consejo de revisión formado por tres hombres. Casualmente, el presidente del tribunal no era otro que mi padre. El segundo miembro era el marido de la otra mujer embarazada, y el tercero era el jefe local de policía.

Los miembros del tribunal se enfrentaban por dos contra uno. El marido de la otra mujer había votado perdonar la vida al cacique. Mi padre y el jefe de policía habían votado por ratificar la condena a muerte. Mi madre intercedió frente al tribunal para que dejaran vivir al hombre, pero mi padre se mostró inflexible. Dijo a mi madre que aquello era exactamente con lo que había contado él: había elegido avisar precisamente a aquella expedición porque sabía que en ella se encontraban las esposas de dos importantes funcionarios. «Tiene demasiada sangre en las manos -dijo mi padre. Mientras, el marido de la otra mujer mostraba vehementemente su desacuerdo-. Pero -continuó mi padre, descargando el puño sobre la mesa-, si no podemos ser indulgentes se debe precisamente al hecho de que se trataba de nuestras mujeres. Si dejamos que los sentimientos personales influyan en nuestras decisiones, ¿qué diferencia habrá entre la nueva China y la vieja?» El cacique fue ejecutado.

Mi madre no pudo perdonar a mi padre por aquello. Pensaba que el hombre no debía morir debido a la gran cantidad de vidas que había salvado y a que mi padre, en particular, le «debía» una. En su opinión que, sin duda, habría sido compartida por la mayor parte de la gente, el proceder de mi padre constituía la prueba de que no la atesoraba, a diferencia de lo que había demostrado el marido de la otra mujer.

Apenas había concluido el juicio cuando el grupo de mi madre fue enviado a una nueva expedición. Aún se sentía sumamente mal debido a su estado, y vomitaba y se fatigaba constantemente. Había estado experimentando dolores abdominales desde que tuviera que correr a buscar refugio en el almiar. El marido de la otra mujer embarazada decidió que no iba a permitir a ésta que fuera de nuevo. «Protegeré a mi mujer embarazada -dijo- y a todas aquellas mujeres que lo estén. A ninguna mujer embarazada debería permitírsele arrostrar tales peligros.» Sin embargo, hubo de enfrentarse a la feroz oposición de la jefa de mi madre, la señora Mi, una campesina que había luchado con la guerrilla. Ninguna campesina -decía- hubiera soñado con permitirse un descanso por el hecho de estar embarazada. Aquellas mujeres, por el contrario, trabajaban hasta el momento del parto, y circulaban innumerables historias acerca de algunas que se habían cortado el cordón umbilical con una hoz y habían proseguido a continuación su labor. La señora Mi había parido a su propio hijo en un campo de batalla y se había visto obligada a abandonarlo allí mismo, ya que el llanto de un niño podría haber puesto en peligro a toda la unidad. Así, tras haber perdido a su hijo, parecía desear que las demás hubieran de correr una suerte parecida. Insistió en enviar de nuevo a mi madre, y para ello esgrimió un argumento notablemente persuasivo. En aquella época no se permitía la boda de ningún miembro del Partido, con la excepción de oficiales de rango relativamente superior (aquellos que alcanzaban la categoría de «28-7-regimiento-1»). Por ello, cualquier mujer embarazada debía necesariamente ser miembro de la élite. Si ellas no iban, ¿cómo podía el Partido convencer a las demás para que fueran? Mi padre se mostró de acuerdo con ella, y dijo a mi madre que debía ir.

A pesar del temor que sentía de abortar de nuevo, mi madre aceptó aquella decisión. Se sentía preparada para morir, pero había confiado en que mi padre se opondría a su partida… y en que así lo diría. De ese modo, habría sentido que había antepuesto su seguridad a otras consideraciones. Sin embargo, advirtió que mi padre, antes que nada, sentía lealtad hacia la revolución, lo que le produjo una amarga decepción.

Pasó varias semanas dolorosas y agotadoras caminando por colinas y montañas. Las escaramuzas eran cada vez más frecuentes. Casi todos los días llegaban noticias de otros grupos cuyos miembros habían sido torturados y asesinados por los bandidos. Se mostraban especialmente sádicos con las mujeres. Un día, el cadáver de una de las sobrinas de mi padre fue arrojado a las puertas de la ciudad: había sido violada y apuñalada, y tenía la vagina destrozada y ensangrentada. Otra joven fue asimismo capturada por la Brigada del Sable durante una escaramuza. Rodeados por los comunistas, los bandidos habían atado a la mujer y la habían ordenado gritar a sus camaradas que les permitieran escapar. Ella, por el contrario, había gritado: «¡Adelante, no os preocupéis por mí!» A cada uno de sus gritos, uno de los bandidos le había cortado un trozo de carne con un cuchillo. Había muerto horriblemente mutilada. Tras varios incidentes de aquel tipo, se decidió que las mujeres no debían volver a ser enviadas en expediciones de aprovisionamiento.

En Jinzhou, entretanto, mi abuela no había cesado de preocuparse por su hija. Tan pronto como le llegó carta de ella diciendo que había llegado a Yibin, decidió acudir para comprobar si se encontraba bien. En marzo de 1950, completamente sola, inició su Larga Marcha particular a través de China.

No sabía nada del resto de aquel inmenso país, e imaginaba que Sichuan no sólo era una región montañosa y aislada sino que también carecería de las necesidades cotidianas para la vida. Su primer instinto le impulsó a llevar consigo una gran cantidad de bienes de primera necesidad. Sin embargo, en el país continuaban las revueltas, y la ruta que había de seguir continuaba asolada por las luchas; se dio cuenta de que iba a tener que transportar su propio equipaje y, probablemente, caminar durante gran parte del trayecto, lo que resultaba sumamente difícil si se tenían los pies vendados. Por fin, decidió transportar tan sólo un pequeño petate que pudiera acarrear por sí misma.

Sus pies habían crecido desde que contrajera matrimonio con el doctor Xia. Tradicionalmente, los manchúes no eran dados al vendaje de pies, por lo que mi abuela se había despojado de sus ligaduras y había visto cómo sus pies crecían ligeramente. Aquel proceso fue casi tan doloroso como el vendaje inicial. Evidentemente, los huesos rotos no podían soldarse de nuevo, por lo que los pies no recuperaron su forma original sino que continuaron encogidos y tullidos. Mi abuela quería que tuvieran un aspecto normal, por lo que solía rellenar sus zapatos con algodón.

Antes de partir, Lin Xiao-xia -el hombre que la había llevado a la boda de mis padres- le entregó un documento en el que se certificaba que era madre de una revolucionaria; con aquel salvoconducto, las organizaciones del Partido que encontrara a lo largo del camino le suministrarían alimentos, alojamiento y dinero. Siguió prácticamente la misma ruta de mis padres. Parte del recorrido lo realizó en tren; a veces, viajaba en camiones y, cuando no había otro medio de transporte, caminaba. En cierta ocasión en que viajaba en un camión descubierto con otras mujeres y niños emparentados con familias comunistas, el camión se detuvo unos minutos para que los niños hicieran pipí. En ese instante, una lluvia de balas acribilló las planchas de madera que formaban uno de sus costados. Mi abuela se agachó en la parte trasera mientras las balas silbaban a escasos centímetros de su cabeza. Los guardias devolvieron el fuego con ametralladoras y lograron dominar a los atacantes, que resultaron ser soldados rezagados del Kuomintang. Mi abuela resultó ilesa, pero varios niños y guardias murieron.

Cuando llegó a Wuhan, una de las grandes ciudades de la China central, situada a unos dos tercios del camino, le dijeron que la siguiente etapa, que debería realizar en barco a lo largo del Yangtzé, no resultaba segura debido a los bandidos. Tendría que aguardar un mes hasta que la situación se tranquilizara. A pesar de ello, el barco que la transportó sufrió numerosos ataques desde las orillas. Se trataba de una embarcación bastante antigua, y la cubierta era lisa y descubierta por lo que los guardias edificaron con sacos de arena un muro protector de metro y pico de alto a babor y estribor. Lo dotaron de ranuras para sus propios fusiles, y parecía una fortaleza flotante. Cada vez que eran atacados, el capitán ponía los motores a toda máquina e intentaba salvar el ataque lo más aprisa posible mientras los guardias respondían al fuego desde sus troneras fortificadas. Mi abuela descendía a la bodega y aguardaba a que cesara el tiroteo.

En Yichang, cambió a una embarcación más pequeña y atravesó las gargantas del Yangtzé. En mayo se encontraba ya cerca de Yibin, en un barco cubierto por hojas de palma que navegaba apaciblemente, deslizándose entre las cristalinas ondas y la brisa impregnada del olor del azahar.

El barco navegaba río arriba impulsado por una docena de remeros. A medida que remaban, cantaban arias de óperas tradicionales de Sichuan e improvisaban canciones basadas en los nombres de las poblaciones que dejaban atrás, las leyendas de las colinas y los espíritus de los bosquecillos de bambú. También cantaban sobre sus estados de ánimo. Mi abuela se sintió sumamente divertida por las canciones amorosas que, con los ojos brillantes, solían cantar a una de las pasajeras. No podía entender la mayor parte de las expresiones que utilizaban debido a que hablaban en dialecto Sichuan, pero podía adivinar que contenían referencias al sexo por el modo en que los pasajeros reían a hurtadillas con placer y turbación. Ya había oído hablar de los habitantes de Sichuan, de los que se decía que eran tan sabrosos y picantes como su propia comida. Se sentía feliz. Ignoraba que mi madre se había encontrado varias veces al borde de la muerte, y tampoco sabía nada de su aborto.

Llegó a su destino a mediados de mayo. El viaje había durado más de dos meses. Mi madre, quien llevaba tiempo sintiéndose enferma y apesadumbrada, no cabía en sí de gozo al verla otra vez. Mi padre no se alegró tanto. Yibin representaba para él la primera vez que había estado solo con mi madre en una situación semiestable. Acababa, por así decirlo, de dejar a su suegra, y aquí estaba de nuevo cuando él confiaba en tenerla a mil quinietos kilómetros de distancia. Era perfectamente consciente de que él nunca podría igualar los lazos que existían entre, madre e hija.