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Mi madre permaneció en Nanjing durante casi dos meses más. De vez en cuando le llegaba un telegrama o un fajo de cartas de mi padre. Le escribía todos los días, y enviaba las misivas cada vez que encontraba una oficina de correos en funcionamiento. En todas ellas le decía lo mucho que la amaba, prometía una vez más enmendarse e insistía en que no debía regresar a Jinzhou y abandonar la revolución.

Hacia finales de diciembre, se le dijo a mi madre que había sitio para ella en un vapor que partiría con otras personas que también habían quedado atrás por motivos de salud. Debían reunirse en el muelle a la caída de la noche, ya que los bombardeos del Kuomintang hacían demasiado peligrosa la travesía durante el día. El muelle estaba cubierto por una fría capa de niebla. Las pocas luces con que contaba habían sido apagadas como medida de precaución contra los bombardeos. Un gélido viento del Norte impulsaba ráfagas de nieve a través del río. Mi madre tuvo que esperar durante horas, pataleando furiosamente con sus pies entumecidos y apenas abrigados por unos delgados zapatos de algodón conocidos con el nombre de «zapatos de la liberación» y adornados en ocasiones con consignas tales como «Derrotemos a Chiang Kai-shek» y «Defendamos nuestra tierra» pintados en las suelas.

El vapor les transportó hacia el Oeste a lo largo del Yangtzé. Durante los primeros trescientos kilómetros aproximadamente -hasta la población de Anqing-, sólo se desplazaba durante la noche, deteniéndose durante el día y echando amarras entre las cañas de la margen norte del río para ocultarse de los aviones del Kuomintang. La embarcación transportaba un contingente de soldados que instalaron baterías de ametralladoras en cubierta, así como gran cantidad de equipo militar y municiones. De vez en cuando se producían escaramuzas con fuerzas del Kuomintang y patrullas de los terratenientes. Un día, mientras se deslizaban al interior de los cañaverales para echar amarras y pasar el día, fueron sorprendidos por un nutrido tiroteo y algunas tropas del Kuomintang intentaron abordar el barco. Mi madre se ocultó con el resto de las mujeres bajo cubierta mientras los guardias rechazaban el ataque. A continuación, el vapor hubo de zarpar de nuevo y anclar algo más arriba.

Cuando llegaron a las gargantas del Yangtzé, allí donde comienza Sichuan y el río se estrecha peligrosamente, tuvieron que trasladarse a dos embarcaciones más pequeñas procedentes de Chongqing. La carga militar y algunos de los guardias fueron transferidos a una de las embarcaciones, y el resto del grupo ocupó la segunda.

Las gargantas del Yangtzé se conocían como las Puertas del Infierno. Una tarde, el brillante sol invernal desapareció súbitamente. Mi madre corrió a cubierta a comprobar qué pasaba. A ambos lados del barco se elevaban enormes riscos perpendiculares que se inclinaban sobre la embarcación como si se hallaran a punto de aplastarla. Estaban cubiertos de espesa vegetación, y eran tan altos que casi oscurecían el cielo. Cada uno de ellos parecía aún más empinado que el anterior, y su aspecto parecía resultado de la acción de una espada gigantesca.

Las pequeñas embarcaciones pelearon durante días contra corrientes, remolinos, rápidos y rocas sumergidas. Algunas veces, la fuerza de la corriente las hacía retroceder, produciendo en sus ocupantes la sensación de que habrían de zozobrar en cualquier momento. A menudo, mi madre experimentaba la certeza de que iban a estrellarse contra los riscos, pero el timonel siempre se las arreglaba para evitarlo en el último instante.

Los comunistas no habían logrado conquistar Sichuan hasta el mes anterior. La provincia estaba aún infestada de tropas del Kuomintang que habían quedado allí abandonadas al rendir Chiang Kai-shek su resistencia y huir a Taiwan. El peor momento fue cuando una de aquellas bandas de soldados del Kuomintang disparó contra el primer barco, en el que se transportaba la munición. Éste sufrió el impacto directo de un obús, y mi madre estaba en cubierta cuando de pronto lo vio estallar a apenas cien metros por delante de ellos. Pareció como si de repente el río entero se hubiera incendiado. Sobre la embarcación en la que viajaba mi madre se precipitaron grandes trozos de madera en llamas, y durante unos instantes pareció que no podrían evitar chocar con los restos que aún ardían en el agua. Sin embargo, cuando la colisión ya parecía inevitable, lograron deslizarse a tan sólo unos centímetros de ellos. Nadie mostró signo alguno de miedo ni de alivio. Parecían todos paralizados por el temor a morir. La mayor parte de los guardias que viajaban en el primer barco resultaron muertos.

Mi madre entraba en un mundo de clima y naturaleza completamente nuevos. Los precipicios que se abrían entre los riscos aparecían cubiertos de gigantescos juncos trepadores que hacían aquella atmósfera mágica aún más exótica. Docenas de monos saltaban de rama en rama entre el abundante follaje. Las interminables montañas, empinadas y magníficas, constituían una novedad fascinante después de las aplastadas llanuras que rodeaban Jinzhou.

En ocasiones, la embarcación anclaba al pie de estrechas escalinatas de negros peldaños de piedra que parecían ascender interminablemente a lo largo del costado de montañas cuya cumbre se ocultaba entre las nubes. A menudo, había pequeños poblados en las cimas. Debido a la espesa y constante niebla, sus habitantes tenían que mantener encendidas las lámparas de aceite de colza incluso durante el día. Hacía frío, y un viento húmedo azotaba las montañas y el río. Para mi madre, los campesinos locales mostraban una complexión terriblemente oscura. Eran pequeños, huesudos y dotados de unos rasgos mucho más amplios y afilados que la gente a la que se hallaba habituada. Vestían una especie de turbante hecho de un largo trozo de tela que arrollaban en torno a sus cabezas. Al principio, mi madre pensó que guardaban luto, ya que en China dicho estado se simboliza con el color blanco.

A mediados de enero, llegaron a Chongqing, ciudad que había sido capital del Kuomintang durante la guerra contra los japoneses. Allí, mi madre hubo de trasladarse a una embarcación más pequeña para salvar la siguiente etapa hasta la ciudad de Luzhou, situada a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia río arriba. Al llegar, recibió un mensaje de mi padre en el que le comunicaba que habían enviado un sampán a recogerla y que podía partir inmediatamente hacia Yibin. Fue la primera noticia que tuvo de que había llegado vivo a su destino. Para entonces, se había desvanecido el rencor que sentía hacia él. Hacía cuatro meses que no le veía, y le echaba de menos. Se había imaginado la excitación que debió de sentir él durante el trayecto al ver tantos lugares descritos por los poetas antiguos, y experimentó un arrebato de ternura ante la certeza de que habría escrito numerosos poemas para ella a lo largo del viaje.

Pudo partir aquella misma tarde. Cuando despertó a la mañana siguiente pudo notar el calor del sol que penetraba a través de la delgada capa de neblina. Las colinas que bordeaban el curso del río eran verdes y apacibles, y mi madre se tumbó, se relajó y escuchó el chapoteo del agua contra la proa del sampán. Llegó a Yibin aquella tarde, precisamente en la víspera del Año Nuevo chino. Su primera visión de la ciudad fue como la llegada de una aparición: la delicada imagen de una ciudad flotando entre las nubes. A medida que el barco se aproximaba al muelle, sus ojos escrutaban la muchedumbre en busca de mi padre. Por fin, logró distinguir difusamente su silueta a través de la niebla. Allí estaba, de pie, ataviado con un gabán militar desabrochado. Tras él se encontraba su guardaespaldas. La orilla era ancha y estaba cubierta de arena y guijarros. Pudo ver la ciudad que trepaba hasta la cumbre de la colina. Algunas de las casas habían sido construidas sobre zancos de madera largos y delgados, y parecían oscilar con el viento como si fueran a derrumbarse en cualquier instante.

El barco amarró en el muelle del promontorio que se elevaba junto a un extremo de la ciudad. Un barquero instaló una pasarela de madera y el guardaespaldas de mi padre la cruzó y cargó la colchoneta de mi madre. Ella comenzó a descender cuidadosamente hacia tierra firme y mi padre extendió los brazos para ayudarla. Aunque no se consideraba correcto abrazarse en público, mi madre adivinó que él se hallaba tan emocionado como ella, y se sintió poseída de una felicidad inmensa.