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Una noche ya no pudo soportarlo más y estalló en lágrimas por primera vez. Por lo general, el grupo pasaba las noches en lugares tales como almacenes vacíos o aulas de colegios. Aquella noche se encontraban en un templo, agrupados unos junto a otros en el suelo. Mi padre se hallaba tendido junto a ella. Cuando comenzó a llorar, mi madre volvió la cabeza y la hundió en la manga, intentando sofocar sus sollozos. Al momento, mi padre despertó y le tapó la boca con la mano apresuradamente. A través de las lágrimas, mi madre oyó que susurraba en su oído: «¡No dejes que te oigan llorar! ¡Si lo hacen, serás criticada!» Ser criticada representaba un problema serio. Significaba que sus camaradas no la considerarían digna de «pertenecer a la revolución», quizá incluso una cobarde. Notó cómo le introducía atropelladamente un pañuelo en la mano para que pudiera ahogar sus gemidos.

Al día siguiente, el jefe de la unidad de mi madre -el mismo hombre que la había salvado de ser arrastrada por el río-, la condujo aparte y le dijo que había tenido quejas de gente que la había oído llorar. Decían que se había comportado como «una de esas lindas damiselas de las clases explotadoras». No por ello dejaba de mostrarse compasivo, pero se veía obligado a transmitir lo que decían los demás. Era una vergüenza echarse a llorar por haber tenido que caminar unos pasos, dijo. No se estaba comportando como una auténtica revolucionaria. A partir de entonces, mi madre no volvió a llorar ni una sola vez, aunque a menudo sentía ganas de hacerlo.

Continuó como pudo. La zona más peligrosa de cuantas tenían que atravesar era la provincia de Shalrdong, rendida a los comunistas apenas un par de meses antes. Un día, caminaban a través de un profundo valle cuando de pronto cayó sobre ellos una lluvia de balas. Mi madre se refugió tras una roca. El tiroteo continuó durante unos diez minutos, y cuando cesó descubrieron que uno de los miembros del grupo había muerto intentando rodear a los asaltantes, que resultaron ser bandidos. Muchos otros habían sido heridos. Tras enterrar al muerto en la cuneta, mi padre y el resto de los funcionarios cedieron sus caballos a los heridos.

Tras soportar cuarenta días de marcha y varias escaramuzas más, alcanzaron la ciudad de Nanjing, antigua capital del Gobierno del Kuomin-tang, situada a unos mil cien kilómetros al sur de Jinzhou. Se conoce como «El horno de China», y aun a mediados de septiembre lo parecía. El grupo se había alojado en unos barracones. El colchón de bambú de la cama de mi madre mostraba una oscura silueta humana grabada por el sudor de aquellos que lo habían utilizado antes que ella. El grupo tenía que realizar ejercicios de adiestramiento militar bajo aquel calor abrasador, aprendiendo a enrollar sus colchonetas, sus polainas y sus mochilas a toda velocidad y practicando marchas rápidas cargados sin soltar sus pertrechos. Dado que formaban parte del Ejército, habían de observar una estricta disciplina. Vestían uniformes caqui, y camisas y prendas interiores de áspero algodón. Los uniformes tenían que permanecer abrochados hasta la garganta, y jamás se les permitía desabotonarse el cuello. Mi madre tenía dificultades para respirar y, al igual que todos los demás, mostraba una enorme mancha oscura de sudor en la espalda. Asimismo, llevaban una gorra doble de algodón que debían encajarse con fuerza en la cabeza hasta ocultar por completo los cabellos. Ello hacía sudar copiosamente a mi madre, por lo que el borde de su gorra aparecía permanentemente empapado.

De vez en cuando se les permitía salir, y lo primero que hacía en tales ocasiones era devorar numerosos polos de hielo. Muchos de los miembros del grupo no habían estado nunca en una gran ciudad aparte de su breve estancia en Tianjin, por lo que se mostraron tremendamente excitados ante el descubrimiento de los polos y compraron varios de ellos para llevárselos a los camaradas que aguardaban en los barracones, envolviéndolos cuidadosamente en sus blancas toallas de mano y guardándolos en las mochilas. Su asombro fue grande cuando, al llegar, descubrieron que todo lo que quedaba de ellos era un poco de agua.

En Nanjing tuvieron que asistir a charlas políticas, algunas de ellas pronunciadas por Deng Xiaoping -el futuro líder de China- y por el general Chen Yi, futuro ministro de Asuntos Exteriores. Mi madre y sus colegas se sentaban a la sombra sobre el césped de la Universidad Central mientras los conferenciantes permanecían de pie bajo el ardiente sol durante dos o tres horas sin descanso. A pesar del calor, siempre lograban hipnotizar al auditorio con su oratoria.

Un día, mi madre y su unidad tuvieron que correr varios kilómetros a toda velocidad y completamente cargados hasta la tumba del padre fundador de la república, Sun Yat-sen. Cuando regresaron, mi madre sintió un dolor en la parte inferior del abdomen. Aquella noche se celebraba una representación de la Ópera de Pekín en otra parte de la ciudad, con la actuación de una de las estrellas más célebres del país. Mi madre había heredado la pasión de la abuela por la Ópera de Pekín, por lo que esperaba la ocasión con ansiedad.

Aquella tarde, ella y sus compañeros partieron en fila india en dirección al teatro, situado a unos ocho kilómetros de distancia. Mi padre iba en su automóvil. Durante el camino, mi madre notó que se agudizaba el dolor de su abdomen y pensó en volver, aunque por fin decidió no hacerlo. A mitad de la representación, el dolor se hizo insoportable. Se acercó a mi padre y le rogó que la llevara de regreso en el coche, sin mencionar el dolor que sentía. Él buscó con la mirada a su chófer y lo vio sentado con la boca abierta, completamente abstraído. Volviéndose hacia mi madre, dijo: «¿Cómo puedo interrumpir su recreo tan sólo porque mi mujer quiera marcharse?» Mi madre perdió todo interés por explicarle el dolor que sentía y giró abruptamente sobre sus talones.

Soportando un dolor enloquecedor, caminó de regreso hasta los barracones. Todo le daba vueltas. Tan sólo veía una enorme oscuridad tachonada de brillantes estrellas, y le pareció que caminaba a través de algodón en rama. No podía distinguir el camino, y perdió la cuenta del tiempo que llevaba caminando. Cuando llegó a los barracones, los encontró desiertos. Menos los guardias, todo el mundo se había marchado a la ópera. Se las ingenió para meterse en la cama. Observó que tenía los pantalones empapados de sangre. Tan pronto como apoyó la cabeza sobre la cama, se desmayó. Había perdido su primer hijo, y no había nadie junto a ella.

Mi padre regresó poco después. Dado que iba en coche, llegó antes que la mayoría. Se encontró a mi madre derrumbada sobre la cama. Al principio, pensó que tan sólo estaba agotada. Sin embargo, al ver la sangre advirtió que se hallaba inconsciente. Salió corriendo en busca de un médico, quien dictaminó que había sufrido un aborto. Siendo como era un médico militar, carecía de experiencia al respecto, por lo que telefoneó a un hospital de la ciudad y pidió que enviaran una ambulancia. El hospital accedió, pero con la condición de que los gastos de ambulancia y operación les fueran abonados en dólares de plata. Aunque no tenía dinero propio, mi padre aceptó sin titubear. El hecho de «estar en la revolución» le proporcionaba a uno automáticamente derecho a un seguro médico.

Mi madre no había muerto por muy poco. Hubieron de hacerle una transfusión de sangre y un raspado de útero. Cuando abrió los ojos tras la operación, vio a mi padre sentado junto a la cama. Lo primero que le dijo al verle fue: «Quiero el divorcio.» Mi padre se disculpó profusamente. No había sospechado que pudiera estar embarazada (de hecho, ella tampoco). Mi madre sabía que no había tenido la menstruación, pero lo había atribuido a la fatiga de aquella marcha incansable. Mi padre le dijo que hasta entonces había ignorado qué era un aborto. Prometió ser mucho más considerado en el futuro y, una y otra vez, le aseguró que la amaba y que enmendaría su conducta.

Mientras mi madre estaba en coma, se había encargado de lavar sus ropas empapadas en sangre, lo que resultaba sumamente desacostumbrado en un chino. Al final, mi madre accedió a no pedir el divorcio, pero dijo que quería regresar a Manchuria para continuar sus estudios de medicina. Dijo a mi padre que ella nunca podría satisfacer a la revolución por mucho que lo intentara: lo único que lograba obtener eran críticas. «Será mejor que me marche», dijo. «¡No debes hacer eso! -repuso mi padre con ansiedad-. Lo interpretarán como una señal de que huyes de las calamidades y las privaciones. Te considerarán una desertora y no tendrás futuro alguno. Incluso si la universidad te acepta, nunca podrás conseguir un buen trabajo. Te verás discriminada durante el resto de tu vida.» Mi madre no era aún consciente de que existía una obligatoriedad inquebrantable de fidelidad al sistema debido a que, como todo, se trataba de una ley no escrita. Sin embargo, captó el tono de ansiedad de su voz. Una vez que te habías unido a la revolución ya nunca podías abandonarla.

Continuaba en el hospital cuando, el 1 de octubre, se les dijo a ella y a sus camaradas que permanecieran atentos y a la espera de una transmisión especial que sería reproducida a través de altavoces instalados al efecto alrededor del hospital. Todos se reunieron para escuchar cómo Mao proclamaba la fundación de la República Popular desde la Puerta de la Paz Celeste de Pekín. Mi madre lloró como una niña. La China con la que había soñado, por la que había luchado y en cuyo advenimiento había confiado había llegado por fin, pensó: un país al que podía entregarse en cuerpo y alma. Mientras escuchaba la voz de Mao anunciando que «el pueblo chino se ha alzado», se reprendió a sí misma por haber vacilado. Sus sufrimientos eran triviales comparados con la grandiosa causa de la salvación de China. Sintiéndose profundamente orgullosa y henchida de entusiasmo nacionalista, se juró a sí misma no apartarse jamás de la revolución. Cuando concluyó la breve proclama de Mao, ella y sus camaradas rompieron en vítores y arrojaron sus gorras al aire, gesto este último que los comunistas chinos habían aprendido de los rusos. Por fin, tras enjugarse las lágrimas, celebraron todos un pequeño festejo.

Pocos días antes de sufrir el aborto, mis padres se fotografiaron juntos formalmente por primera vez. En la imagen resultante aparecen ambos vestidos con uniforme del Ejército y contemplando la cámara con aire pensativo y melancólico. La fotografía fue tomada para conmemorar su entrada en la antigua capital del Kuomintang, y mi madre se apresuró a enviar una copia a la abuela.

El 3 de octubre, la unidad de mi padre recibió la orden de traslado. Las fuerzas comunistas se acercaban a Sichuan. Mi madre aún tenía que permanecer otro mes en el hospital y, posteriormente, se le permitió recuperarse en una magnífica mansión que había pertenecido a H. H. Kung, el principal financiero del Kuomintang y cuñado de Chiang Kai-shek. Cierto día, se comunicó a su unidad que habían de trabajar como extras en un documental sobre la liberación de Nanjing. Se les proporcionaron ropas civiles y aparecieron vestidos como ciudadanos corrientes que daban la bienvenida a los comunistas. Aquella reconstrucción, no del todo inexacta, fue proyectada en toda China en calidad de «documental», lo que en el futuro habría de constituir una práctica habitual.