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Mi madre intentó disimular, contando a la abuela que su esposo había tenido que regresar al trabajo: «Entre los comunistas, no es costumbre dar permisos por boda. De hecho, yo misma me disponía a volver a mi puesto.» Mi abuela juzgó descabellado que una ocasión tan singular como una boda pudiera tratarse de un modo tan intrascendente, pero los comunistas habían roto ya para ella tantas reglas referentes a los valores tradicionales que la consideró tan sólo una más.

En aquella época, una de las actividades de mi madre consistía en enseñar a leer y escribir a las mujeres de la factoría textil en la que había trabajado para los japoneses a la vez que en informarles de la igualdad entre el hombre y la mujer. La fábrica continuaba siendo propiedad privada, y uno de los capataces persistía en su costumbre de golpear a las empleadas siempre que le apetecía. Mi madre contribuyó significativamente a su despido, y ayudó a las obreras a elegir su propia capataz femenina. Sin embargo, cualquier reconocimiento que hubiera podido obtener por ello resultó oscurecido por el disgusto de la Federación con respecto a otra cuestión.

Una de las funciones principales de la Federación de Mujeres era la de fabricar calzado de algodón para el Ejército. Mi madre no sabía hacer zapatos, por lo que se las arregló para que fueran su madre y sus tías quienes se ocuparan de ello. Todas ellas habían sido adiestradas en la confección de complicados zapatos bordados, y mi madre presentó orgullosamente a la Federación una gran cantidad de zapatos exquisitamente fabricados que superaba con mucho la cantidad que le correspondía. Para su sorpresa, en lugar de ser felicitada por su ingenio, hubo de enfrentarse a una reprimenda como si fuera una chiquilla. Las campesinas de la Federación no podían concebir que hubiera una mujer sobre la faz de la tierra que ignorara cómo fabricar un zapato. Era como si les hubieran dicho que había alguien que no sabía comer. En consecuencia, fue criticada en las reuniones de la Federación por su «decadencia burguesa».

Mi madre no se llevaba bien con algunas de sus jefas de la Federación. Eran mayores que ella, campesinas conservadoras que habían tenido que sudar la gota gorda en la guerrilla y que sentían antipatía por esas lindas y educadas muchachas de ciudad que -como mi madre- atraían inmediatamente la atención de los comunistas. Cuando mi madre solicitó su ingreso en el Partido, la rechazaron aduciendo que no era digna de ello.

Cada vez que iba a su casa tenía que enfrentarse a un torrente de críticas. Se le acusaba de mostrarse demasiado apegada a su familia, lo que se condenaba como un hábito burgués y, en consecuencia, hubo de resignarse a ver cada vez menos a su madre.

En aquella época, existía una norma tácita según la cual ningún revolucionario podía pasar la noche lejos de su oficina con excepción de los sábados. El lugar que mi madre tenía asignado para dormir se hallaba en la Federación de Mujeres, separada de la vivienda de mi padre por un pequeño muro de arcilla. Por las noches, mi madre solía trepar el muro y atravesar un pequeño jardín hasta la habitación de mi padre, tras lo cual regresaba al suyo antes de despuntar el alba. No tardó en ser descubierta, y tanto él como ella fueron criticados en las reuniones del Partido. Los comunistas habían acometido una reorganización radical que no sólo afectaba a las instituciones sino también a las vidas de las personas, especialmente de aquellas que «se habían incorporado a la revolución». La idea consistía en que toda cuestión personal era también política; de hecho, no cabía ya considerar nada como personal o privado. La mezquindad adquirió carta de naturaleza como actitud política, y las reuniones se convirtieron en un foro por medio del cual los comunistas descargaban toda suerte de animosidades personales.

Mi padre se vio obligado a realizar una autocrítica verbal, y a mi madre se le ordenó hacer lo propio por escrito. Se les acusaba de «haber antepuesto el amor» cuando su principal prioridad debería haber sido la revolución. Ante aquello, mi madre se consideró víctima de una injusticia. ¿Qué daño podía hacerle a la revolución que pasara la noche con su marido? Podría haber comprendido el sentido de aquella apreciación en los días de la guerrilla, pero no entonces. Le dijo a mi padre que no quería escribir aquella autocrítica, pero para su consternación éste la reprendió, diciendo: «La revolución aún no está ganada. La guerra continúa. Hemos roto las reglas y debemos admitir nuestros errores. Toda revolución precisa de una disciplina férrea. Hay que obedecer al Partido incluso si uno no lo entiende o no se muestra de acuerdo con él.»

Poco después, ocurrió una catástrofe completamente inesperada. Un poeta llamado Bian que había pertenecido a la delegación de Harbin y había llegado a trabar una estrecha amistad con mi madre intentó suicidarse. Bian era uno de los seguidores de la escuela de poesía «Luna Nueva», uno de cuyos principales exponentes era Hu Shi, quien llegó a ser embajador del Kuomintang en los Estados Unidos. Dicha corriente se concentraba en la estética y la forma y se hallaba sometida principalmente a la influencia de Keats. Bian se había unido a los comunistas durante la guerra, pero al hacerlo descubrió que su poesía se consideraba incompatible con la revolución, en la que se buscaba más la propaganda que la autoexpresión. Parte de su mente lo aceptó, pero no pudo evitar convertirse en un amargado y sucumbir a la depresión. Comenzó a pensar que ya nunca podría volver a escribir y, sin embargo -decía-, tampoco se sentía capaz de vivir sin su poesía.

Su intento de suicidio cayó como una bomba en el Partido. Para su imagen resultaba contraproducente que alguien pudiera sentirse tan desilusionado con la Liberación que intentara matarse a sí mismo. Bian trabajaba en Jinzhou como profesor en la escuela de funcionarios del Partido, muchos de los cuales eran analfabetos. La organización escolar del Partido ordenó una investigación y llegó a la conclusión de que Bian había intentado matarse debido al amor no correspondido que sentía… hacia mi madre. En sus reuniones críticas, la Federación de Mujeres sugirió que mi madre había dado esperanzas a Bian para luego despreciarle por una presa más sustanciosa: mi padre. Mi madre se puso furiosa y exigió que le presentaran pruebas de tal acusación. Ni que decir tiene que tales pruebas nunca pudieron presentarse.

En esta ocasión, mi padre la defendió. Sabía que durante el viaje a Harbin -época durante la que se suponía que mi madre y Bian habían mantenido citas regulares- ella estaba ya enamorada de él, y no del poeta. Había visto a Bian leyéndole sus poemas a mi madre, sabía que ésta le admiraba y no pensaba que hubiera en ello nada malo. Sin embargo, ni uno ni otro fueron capaces de detener la avalancha de murmuraciones. Las mujeres de la Federación se mostraron especialmente virulentas.

Durante el período culminante de aquella época de cotilleos, mi madre se enteró de que su intercesión por Hui-ge había sido rechazada. Se volvió loca de angustia. Había hecho una promesa a Hui-ge, y ahora se sentía como si le hubiera engañado. Había ido a visitarle regularmente a la cárcel para darle noticias de sus esfuerzos por conseguir que revisaran su caso, y le parecía inconcebible que los comunistas no le perdonaran. Se había mostrado sinceramente optimista frente a él y había intentado animarle. Esta vez, sin embargo, cuando Hui-ge vio sus ojos, hinchados y enrojecidos, y su rostro distorsionado por el esfuerzo de ocultar su desesperación, supo que ya no había esperanza. Sentados frente a los guardias a ambos lados de una mesa sobre la que debían mantener sus manos, sollozaron juntos. Hui-ge tomó las manos de mi madre entre las suyas, y ella no las retiró.

Mi padre fue informado de las visitas de mi madre a la cárcel. Al principio, no dijo nada. Comprendía su postura. Gradualmente, sin embargo, comenzó a irritarse. El escándalo desencadenado en torno al intento de suicidio de Bian se hallaba en su punto álgido, y ahora comenzaba a rumorearse que su esposa mantenía una relación con un coronel del Kuomintang… ¡cuando se suponía que aún no había concluido su luna de miel! Se puso furioso, pero sus sentimientos personales no constituyeron el factor decisivo de su aceptación de la actitud del Partido frente al coronel. Dijo a mi madre que si el Kuomintang regresaba, serían personas como Hui-ge las primeras en servirse de su autoridad para devolverlo al poder. Los comunistas, dijo, no podían permitirse tal lujo: «Nuestra revolución es una cuestión de vida o muerte.» Cuando mi madre intentó contarle cómo Hui-ge había ayudado a los comunistas respondió que sus visitas a la cárcel no le habían hecho ningún bien, y mucho menos el hecho de cogerle la mano. Desde tiempos de Confucio, los hombres y las mujeres habían tenido que ser marido y mujer -o al menos amantes- para tocarse en público, e incluso en tales circunstancias resultaba considerablemente inusual. El hecho de que mi madre y Hui-ge hubieran sido vistos cogidos de la mano se entendió como prueba de que habían estado enamorados, y de que los servicios prestados por Hui-ge a los comunistas no habían sido el resultado de las motivaciones «correctas». Para mi madre resultaba difícil no mostrarse de acuerdo con él, pero ello no la hizo sentirse menos desolada.

Su sensación de verse continuamente atrapada en dilemas imposibles se vio incrementada por lo que estaba ocurriendo con varios de sus parientes y personas allegadas. Los comunistas habían anunciado al llegar que todo aquel que hubiera trabajado para el Kuomintang debería presentarse inmediatamente ante ellos. Su tío Yu-lin nunca había trabajado para los servicios de inteligencia, pero poseía una identificación que le acreditaba como miembro del mismo y creyó su deber informar de ello a las autoridades. Su esposa y mi abuela intentaron disuadirle, pero él se mantuvo convencido de que era mejor decir la verdad. Se encontraba en una situación difícil. Si no se hubiera presentado y los comunistas hubieran averiguado algo acerca de él -lo que dada su fenomenal organización no hubiera sido de extrañar- se habría visto inmerso en serios aprietos. Sin embargo, al acudir voluntariamente les había proporcionado motivos de sospecha.

El veredicto del Partido fue: «Tiene una mancha en su historial político. No se le castigará, pero sólo puede ser empleado bajo control.» Como casi todos los demás, aquel veredicto no fue pronunciado por un tribunal, sino por un organismo del propio Partido. No existía una definición clara de su significado pero, como resultado de ello, la vida de Yu-lin habría de depender durante tres décadas de la atmósfera política y de sus jefes de Partido. En aquellos días, Jinzhou poseía un Comité Ciudadano del Partido relativamente benigno, por lo que se le autorizó a seguir ayudando al doctor Xia en la farmacia.