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Un día, comunicó a los estudiantes que el Partido estaba organizando un viaje a Harbin, la capital temporal de los comunistas, situada en el norte de Manchuria. Harbin había sido construida en gran parte por los rusos, y se conocía como el París de Oriente debido a sus anchos bulevares, sus edificios ornamentales, sus elegantes tiendas y sus cafés de estilo europeo. El viaje se presentaba como un recorrido turístico, pero su motivo real era que el Partido temía que el Kuomintang intentara reconquistar Jinzhou y querían sacar de la ciudad a los profesores y estudiantes procomunistas -así como a las élites profesionales, tales como los médicos- en previsión de que lo lograran. Sin embargo, no querían confesarlo para no alarmar a la población. Mi madre y cierto número de amigos suyos formaban parte del grupo de ciento setenta personas que resultó por fin elegido.

A finales de noviembre, mi madre partió en tren hacia el Norte en un estado de enorme excitación. Fue en Harbin, cubierta de nieve, salpicada de románticos edificios antiguos e inundada de una atmósfera rusa meditativa y poética, donde mis padres se enamoraron. Mi padre escribió allí algunos hermosos poemas para mi madre. No sólo estaban compuestos en un estilo clásico y elegante -lo que ya de por sí poseía un mérito considerable- sino que a través de ellos pudo mi madre descubrir que se trataba también de un buen calígrafo, lo que aún elevó más su estima hacia él.

La víspera de Año Nuevo, mi padre invitó a mi madre y a una amiga común a sus apartamentos. Estaba alojado en un hotel ruso que parecía sacado de un cuento de hadas, ya que estaba dotado de un tejado de dos aguas de vivos colores y tenía los bordes de las ventanas y la terraza adornados con un delicado enlucido. Al entrar, mi madre se encontró frente a una botella que descansaba sobre una mesita rococó. La etiqueta aparecía escrita en caracteres extranjeros: Champagne. En realidad, mi padre nunca había bebido champán anteriormente; tan sólo había leído acerca de él en libros de autores extranjeros.

Para entonces entre los compañeros y compañeras de mi madre ya se había corrido la voz de que estaban enamorados. Mi madre, en su calidad de líder estudiantil, acudía con frecuencia a presentar largos informes a mi padre, y la gente advirtió que no regresaba hasta altas horas de la madrugada. Mi padre tenía buen número de admiradoras aparte de ella, incluida la amiga que fue con ellos aquella noche, pero incluso ésta podía advertir por cómo miraba a mi madre, por sus traviesos comentarios y por el modo en que ambos aprovechaban cualquier ocasión para hallarse físicamente próximos que él también estaba enamorado de ella. Cuando a eso de la medianoche la amiga se dispuso a partir supo que mi madre se quedaría con él. Mi padre descubrió una nota bajo la botella de champán vacía: «¡Y bien! ¡Ya no habrá motivo para que yo beba champán! ¡Espero que la botella esté siempre llena para vosotros!»

Aquella noche, mi padre preguntó a mi madre si se hallaba prometida con alguna otra persona. Ella le contó sus relaciones anteriores, y dijo que el único hombre al que realmente había amado era su primo Hu, pero que éste había sido ejecutado por el Kuomintang. A continuación, y de acuerdo con el nuevo código comunista de moralidad, el cual se apartaba radicalmente del pasado para imponer la igualdad entre hombres y mujeres, también él le reveló a ella las relaciones que había mantenido hasta entonces. Le contó que había estado enamorado de una mujer de Yibin, pero que la historia había concluido cuando él partió hacia Yan'an. En Yan'an y en la guerrilla había tenido algunas amigas, pero la guerra había hecho imposible pensar siquiera en la posibilidad del matrimonio. Una de sus antiguas novias había de casarse con Chen Boda, el jefe de la sección de mi padre en la Academia de Yan'an, quien posteriormente alcanzaría un poder inmenso como secretario de Mao.

Tras escuchar mutuamente el sincero relato de sus vidas, mi padre dijo que iba a escribir al Comité del Partido para la Ciudad de Jinzhou solicitando permiso para «hablar de amor» {tan-lian-ai) con mi madre, con vistas a un futuro matrimonio. Tal era el procedimiento obligatorio. Mi madre supuso que debía de ser similar al permiso que se solicita del cabeza de familia, y de hecho eso era exactamente: el Partido Comunista era el nuevo patriarca. Aquella noche, después de su conversación, mi madre recibió el primer regalo de mi padre, una novela romántica rusa titulada Es simplemente amor.

Al día siguiente, mi madre escribió a casa para contar que había conocido un hombre que le gustaba mucho. La reacción inmediata de su madre y del doctor Xia no fue de entusiasmo sino de inquietud, ya que mi padre era funcionario, y los funcionarios siempre habían sido mal vistos entre los chinos corrientes. Aparte de otros vicios, su poder arbitrario hacía que no se les supusiera capaces de tratar a las mujeres dignamente. La presunción inmediata de mi abuela fue que mi padre ya estaba casado y quería a mi madre como concubina. Después de todo, ya había superado con mucho la edad masculina habitual en Manchuria para el matrimonio.

Transcurrido aproximadamente un mes, se juzgó que el grupo de Harbin podía retornar sin peligro a Jinzhou. El Partido dijo a mi padre que tenía permiso para «hablar de amor» con mi madre. Otros dos hombres habían solicitado la misma autorización, pero llegaron demasiado tarde. Uno de ellos era Liang, su antiguo control en la clandestinidad. Despechado, pidió ser trasladado de Jinzhou. Ni él ni el otro hombre habían dicho lo más mínimo a mi madre sobre sus intenciones.

Cuando mi padre regresó, le comunicaron que había sido nombrado jefe del Departamento de Asuntos Públicos de Jinzhou. Pocos días después, mi madre le llevó a conocer a su familia. Tan pronto como traspasó el umbral de la puerta, mi abuela le hizo el vacío, y cuando él intentó saludarla, se negó a responderle. Mi padre mostraba un aspecto oscuro y terriblemente demacrado como resultado de las penurias que había sufrido durante su época de guerrillero, y mi abuela estaba convencida de que debía de tener bastante más de cuarenta años y que, por ello, era imposible que no se hubiera casado anteriormente. El doctor Xia le trató cortésmente, pero con distante formalidad.

Mi padre no se quedó mucho rato. Cuando partió, mi abuela se deshizo en lágrimas. Ningún funcionario podía ser bueno, gritaba. Pero el doctor Xia había comprendido ya a través de la entrevista con mi padre y de las explicaciones de mi madre que los comunistas ejercían un control tan estrecho sobre sus miembros que un funcionario como mi padre no tendría posibilidad alguna de engañarles. Mi abuela se tranquilizó, pero sólo en parte: «Pero es de Sichuan. ¿Qué pueden saber de él los comunistas si procede de tan lejos?»

Se mantuvo firme en sus dudas y sus críticas, pero el resto de la familia se puso de parte de mi padre. El doctor Xia se llevaba muy bien con él, y ambos solían charlar durante horas. Yu-lin y su esposa también le apreciaban mucho. La mujer de Yu-lin provenía de una familia muy pobre. Su madre había sido obligada a contraer un matrimonio no deseado después de que su abuelo se la jugara a las cartas y perdiera. Su hermano había sido capturado en una redada de los japoneses y había sido condenado a realizar tres años de trabajos forzados que terminaron destruyéndole físicamente.

Desde el día en que contrajo matrimonio con Yu-lin había tenido que levantarse todos los días a las tres de la madrugada para preparar los distintos platos que exigía la complicada tradición manchú. Mi abuela dirigía la casa y, aunque en teoría eran miembros de la misma generación, la esposa de Yu-lin se sentía inferior debido a que tanto ella como su marido dependían de los Xia. Mi padre había sido la primera persona que se había esforzado por tratarla de igual a igual -lo que en China constituía una considerable ruptura con el pasado- y a menudo había regalado a la pareja entradas para el cine, entretenimiento que ambos adoraban. Era el primer funcionario que habían conocido que no se daba importancia, y la esposa de Yu-lin se hallaba convencida de que los comunistas traerían consigo importantes mejoras.

Menos de dos meses después de regresar de Harbin, mi madre y mi padre presentaron su solicitud. El matrimonio había sido tradicionalmente un contrato entre familias, y nunca había habido registros civiles ni certificados de boda. Ahora, para todos aquellos que «se habían unido a la Revolución», el Partido actuaba como cabeza de familia. Sus criterios se definían por medio de la fórmula «28-7-regimiento-l», lo que significaba que el hombre había de tener por lo menos veintiocho años de edad, haber sido miembro del Partido durante al menos siete años y poseer un rango equivalente al de jefe de regimiento. El «1» se refería al único requisito que debía poseer la mujer, esto es, haber trabajado para el Partido durante un período mínimo de un año. De acuerdo con el sistema chino de estimación de edad, según el cual se tiene un año en el momento de nacer, mi padre tenía veintiocho años; había sido miembro del Partido durante más de diez años y ocupaba una posición equivalente a la de jefe adjunto de división. Mi madre, por su parte, aunque no era miembro del Partido, logró que su labor en la clandestinidad se aceptara como equivalente al «1»; además, desde su regreso de Harbin había estado trabajando con dedicación absoluta para una organización llamada Federación de Mujeres que estaba encargada de los asuntos femeninos: a través de ella se supervisaban la liberación de las concubinas y el cierre de los burdeles y se movilizaba a las mujeres para que fabricaran calzado para el Ejército; asimismo, se organizaban su educación y su empleo, se les informaba de sus derechos y se aseguraba que no hubieran de contraer matrimonio en contra de sus deseos.

La Federación de Mujeres constituía ahora la «unidad de trabajo» -o danwei- de mi madre, una institución sometida por entero al control del Partido y a la que todas las ciudadanas de las zonas urbanas habían de pertenecer. En ella, al igual que en un ejército, se regulaban prácticamente todos los aspectos de la vida de las empleadas. Mi madre se suponía obligada a vivir en las instalaciones de la Federación y a obtener de ella autorización para contraer matrimonio. En el caso de mi padre, funcionario de rango, la Federación lo dejaba en manos del Comité del Partido para la Ciudad de Jinzhou. Dicho comité se apresuró a otorgar su consentimiento escrito, pero el rango de mi padre exigía asimismo la autorización del Comité Provincial del Partido para el Oeste de Liao-ning. Dando por sentado que no habría ningún problema, mis padres fijaron fecha para la boda el 4 de mayo, decimoctavo cumpleaños de la novia.