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8. «Regresar a casa ataviado con sedas bordadas»

La familia y los bandidos (1949-1951)

Durante todo el camino, mi madre se había preguntado cómo sería Yibin. ¿Tendría electricidad? ¿Habría montañas tan altas como las que bordeaban el Yangtzé? ¿Tendría teatros? A medida que ascendía por la colina en compañía de mi padre, se sintió extasiada al comprobar que acababa de llegar a un lugar hermosísimo. Yibin se extiende sobre una colina que domina un promontorio situado en la confluencia de dos ríos uno de ellos lodoso, el otro cristalino. Pudo ver luces eléctricas que brillaban en las hileras de cabañas. Los muros eran de barro y bambú, y las tejas curvas y delgadas que cubrían los tejados se le antojaban delicadas, casi de fino encaje, en comparación con las pesadas piezas que se precisaban para soportar los vientos y la nieve de Manchuria. En la distancia, podía distinguir a través de la niebla pequeñas casas de bambú y barro construidas en las laderas de montañas verdes y oscuras cubiertas por alcanforeros, secuoyas y arbustos de té. Al fin se sintió aliviada, en gran parte por el hecho de que mi padre permitiera que el guardaespaldas acarreara su colchoneta. Después de pasar por tantas ciudades y pueblos asolados por la guerra, le entusiasmaba ver un lugar libre de sus efectos. Allí, la guarnición del Kuomintang, compuesta por siete mil hombres, se había rendido sin disparar un solo tiro.

Mi padre vivía en una elegante mansión que había sido confiscada por el nuevo Gobierno para destinarla a oficinas y viviendas, y mi madre se instaló con él. Tenía un jardín lleno de plantas que nunca había visto antes: nanmus, papayas y bananos que crecían sobre un terreno cubierto de verde musgo. En una alberca nadaban peces de colores, y había incluso una tortuga. El dormitorio de mi padre tenía un sofá-cama doble, el lecho más suave en el que jamás había dormido mi madre, quien hasta entonces sólo había conocido los kangs de ladrillo. Incluso en invierno, lo único que se necesitaba en Yibin era una colcha. No había vientos glaciales ni una capa de polvo perpetua, como en Manchuria. Uno no tenía que cubrirse el rostro con una bufanda de gasa para poder respirar. El pozo no estaba cubierto con una tapa; de él asomaba un poste de bambú al que se había atado un cubo para extraer agua. La gente lavaba la ropa en placas de piedra pulidas y brillantes ligeramente inclinadas, y luego la frotaba con cepillos de fibra de palma. Aquellas operaciones habrían sido imposibles de realizar en Manchuria, donde las prendas se habrían visto inmediatamente cubiertas de polvo o congeladas. Por primera vez en su vida, mi madre podía comer arroz y verduras frescas todos los días.

Las semanas que siguieron representaron la auténtica luna de miel de mis padres. Por primera vez, mi madre podía vivir con mi padre sin ser criticada por «anteponer el amor». La atmósfera general era relajada; los comunistas se mostraban entusiasmados por sus rápidas victorias, y los colegas de mi padre no insistían en que las parejas casadas durmieran juntas únicamente los sábados por la noche.

Yibin había caído apenas dos meses antes, el 11 de diciembre de 1949. Mi padre había llegado seis días después y había sido nombrado jefe del condado, en el que vivían más de un millón de personas, de las cuales cien mil residían en la propia ciudad de Yibin. Había llegado en barco con un grupo de más de cien estudiantes que se habían «unido a la revolución» en Nanjing. Cuando el barco ascendía por el Yangtzé se había detenido en primer lugar en la central eléctrica de Yibin, situada en la margen opuesta a la ciudad, lugar que en su día había sido uno de los baluartes de la clandestinidad. Varios cientos de trabajadores salieron al muelle para recibir al grupo de mi padre. Agitaban pequeñas banderitas de papel rojo con cinco estrellas pintadas -la nueva bandera de la China comunista- y gritaban consignas de bienvenida. Las banderas tenían las estrellas mal puestas, ya que los comunistas locales ignoraban su ubicación correcta. Mi padre saltó a tierra en compañía de otro oficial para dirigirse a los obreros, quienes se mostraron encantados cuando le oyeron hablar en dialecto Yibin. En lugar de la habitual gorra militar que todo el mundo llevaba, se había puesto una vieja gorra de ocho picos del tipo que solía llevar el Ejército comunista durante los años veinte y treinta, lo que a los habitantes de la localidad se les antojó bastante inusual y elegante.

Luego cruzaron el río en el barco, hasta la ciudad. Mi padre había estado ausente diez años. Siempre había sentido un enorme afecto por su familia, especialmente por su hermana pequeña, a quien había escrito entusiastas misivas desde Yan'an en las que le hablaba de su nueva vida y de sus deseos de que la joven pudiera reunirse allí con él algún día. Las cartas habían ido dejando de llegar a medida que el Kuomintang estrechaba su bloqueo, y la primera noticia que había recibido la familia de mi padre después de muchos años había sido la fotografía que se hizo con mi madre en Nanjing. Durante los siete años anteriores ni siquiera habían sabido si se encontraba vivo. Le habían echado de menos, habían llorado al pensar en él y habían orado a Buda por su regreso sano y salvo. Con la fotografía, él les había enviado una nota comunicándoles que pronto estaría en Yibin y avisando de que se había cambiado de nombre. Como muchos otros, mientras estaba en Yan'an había adoptado un nom de guerre: Wang Yu. Yu significaba «Desinteresado hasta el punto de parecer estúpido». Tan pronto como llegó, mi padre retomó su verdadero apellido, Chang, pero le incorporó su nom de guerre y se hizo llamar Chang Shou-yu, que significaba «Mantente Yu».

Mi padre, que diez años antes había partido como un aprendiz pobre, hambriento y explotado, regresaba ahora sin haber cumplido aún treinta años convertido en un hombre poderoso. Se trataba de un sueño chino tradicional conocido con la denominación de yi-jin-huan-xiang, «regresar a casa ataviado con sedas bordadas». Sus familiares se sentían enormemente orgullosos de él, y no podían esperar el momento de ver qué aspecto tenía después de todos aquellos años, ya que habían oído decir toda clase de cosas extrañas acerca de los comunistas. Y su madre, claro está, tenía especiales deseos de conocer a su nueva esposa.

Mi padre hablaba y reía en tono sonoro y jovial. Era la imagen de una alegría desatada y casi infantil. Después de todo, no había cambiado, pensó su madre con un suspiro de alivio y felicidad. A través de su reserva tradicional y ancestral, la familia mostraba su alegría por medio de sus ojos anhelantes y llenos de lágrimas. Tan sólo su hermana pequeña demostraba su excitación. Hablaba vividamente mientras jugaba con sus largas trenzas, que de vez en cuando lanzaba por encima del hombro cuando inclinaba la cabeza para dar mayor énfasis a sus palabras. Mi padre sonreía, reconociendo el tradicional gesto sichuanés de regocijo femenino. Casi lo había olvidado a lo largo de sus diez años de austeridad en el Norte.

Había mucho tiempo perdido por recuperar. La madre de mi padre, quien se encargaba de relatarle todo cuanto había ocurrido en la familia desde su partida, le dijo que había una única cosa que le preocupaba: qué sería, dijo, de su hija mayor, la que había cuidado de ella en Chong-qing. El marido de aquella hija había muerto dejándole algunas tierras, y ella había contratado a unos cuantos trabajadores para cuidarla. Circulaban numerosos rumores respecto a la reforma agraria de los comunistas, y a la familia le preocupaba que pudiera ser considerada como terrateniente y tener que contemplar cómo le eran arrebatadas sus tierras. Las mujeres se emocionaban, vertiendo sus inquietudes en recriminaciones: «¿Qué va a pasar con ella? ¿Cómo va a poder vivir? ¿Cómo pueden los comunistas hacer una cosa así?»

Mi padre se sentía dolido y exasperado. Estalló: «¡Llevo tanto tiempo esperando este día, el día en que pudiera compartir con vosotros nuestra victoria! La injusticia va a ser cosa del pasado. Es hora de adoptar una actitud positiva, de alegrarse. Pero sois todas tan desconfiadas, tan críticas. Lo único que buscáis es encontrar faltas…» A continuación, rompió a llorar como un chiquillo. Las mujeres también lloraron. Para él, se trataba de lágrimas de decepción y frustración. Para ellas, debía de tratarse de sentimientos más complejos, entre ellos, la duda y la incertidumbre.

La madre de mi padre vivía en la antigua casa de la familia, situada nada más salir de la ciudad. La había heredado de su esposo a la muerte de éste. Se trataba de una casa de campo moderadamente lujosa: baja, construida de madera y ladrillo y separada de la carretera por un muro. Tenía un amplio jardín en su parte frontal, y en la parte trasera se extendía un campo de ciruelos de invierno que despedían un delicioso perfume y un espeso bosquecillo de bambúes que le proporcionaba una atmósfera similar a la de un jardín encantado. Todo aparecía inmaculadamente limpio. Las ventanas refulgían, y no se veía una mota de polvo. Los muebles estaban construidos con madera de padauk, reluciente y olorosa, de un color rojo oscuro que a veces se aproxima casi al negro. Mi madre se enamoró de la casa desde su primera visita, el mismo día en que llegó a Yibin.

Se trataba de una ocasión importante. Según la tradición china, la persona que más poder ejerce sobre una mujer casada es su suegra, y frente a ella debe mostrarse completamente obediente y permitir incluso que la tiranice. Más tarde, cuando esa misma mujer se convierta en suegra, podrá hacer lo mismo con su propia nuera. La liberación de las nueras constituía una cuestión importante dentro de la política comunista, y abundaban los rumores según los cuales las nueras comunistas eran dragonas arrogantes dispuestas a esclavizar a sus suegras. Todo el mundo estaba con el alma en vilo esperando a ver cómo se comportaría mi madre.

Mi padre tenía una enorme familia, y aquella tarde todos sus miembros se reunieron en la casa. Mientras se aproximaba a la verja principal, mi madre oyó susurrar a la gente: «¡Ya llega, ya llega!» Los adultos acallaban a sus pequeños, entretenidos en saltar de un lado a otro en su intento de obtener un atisbo de la extraña nuera comunista que llegaba desde el lejano Norte.

Cuando mi madre entró en el salón con mi padre vio a su suegra sentada en el extremo más alejado de la estancia sobre un severo sillón de madera de padauk tallada. Numerosas sillas talladas de padauk se alineaban formando dos hileras hasta donde ella se encontraba. Entre cada dos de ellas había una pequeña mesa que sostenía un jarrón u otra clase de ornamento. Mientras avanzaba por el pasillo central, mi madre advirtió que su suegra mostraba una expresión sumamente apacible, y que sus rasgos se caracterizaban por pómulos prominentes (heredados por mi padre), ojos pequeños, barbilla afilada y labios delgados y ligeramente curvados hacia abajo en los extremos. Era una mujer diminuta, y sus ojos parecían constantemente semicerrados, como si se hallara sumida en la meditación. Mi madre se acercó lentamente a ella en compañía de mi padre y se detuvo frente a su silla. A continuación, se arrodilló e hizo tres kowtows. De acuerdo con el ritual tradicional, se trataba del procedimiento correcto, pero todos se habían preguntado si la joven comunista lo realizaría. La estancia se llenó de suspiros de alivio. Los primos y hermanas de mi padre susurraban a su madre, ahora evidentemente satisfecha: «¡Qué nuera tan encantadora! ¡Tan gentil, tan bonita y tan respetuosa! ¡Madre, eres realmente una mujer afortunada!»