Изменить стиль страницы

Mi madre hervía de rencor contra mi padre. Desde que se había agudizado la amenaza de los bandidos, se había reinstaurado un sistema de vida cuasi militar. Por otra parte, apenas pasaban noches juntos debido a los frecuentes desplazamientos de ambos. Mi padre estaba de viaje la mayor parte del tiempo, investigando las condiciones de vida en las zonas rurales, escuchando las quejas de los campesinos y resolviendo toda clase de problemas, entre los que destacaba el del suministro de alimentos. Incluso cuando estaba en Yibin, mi madre solía quedarse trabajando hasta tarde en la oficina. En resumen, se veían cada vez menos y comenzaban a distanciarse de nuevo.

La llegada de mi abuela reabrió las viejas heridas. Se le asignó una habitación en el patio en el que vivían mis padres. En aquellos días, los funcionarios vivían de un sistema de subsidio general llamado gong-ji-zhi. No recibían salario alguno, pero el Estado les proporcionaba alojamiento, comida y ropa a la vez que se ocupaba de sus necesidades diarias. A ello añadía una mínima cantidad en metálico, igual que en el Ejército. Todo el mundo debía comer en cantinas en las que la comida era escasa y poco apetitosa. No se permitía a nadie cocinar en casa, incluso si disponía de una fuente alternativa de ingresos.

Cuando mi abuela llegó, comenzó a vender parte de sus joyas para comprar comida en el mercado. Tenía especial empeño en cocinar para mi madre, ya que, tradicionalmente, se consideraba imprescindible que las mujeres embarazadas comieran bien. Sin embargo, no tardaron en llegar quejas de la señora Mi, quien afirmaba que mi madre era una burguesa que obtenía un trato especial y consumía preciosos combustibles, tales como la comida, que otros habían de recolectar en el campo. También se la criticaba calificándola de mimada: la presencia de su madre era perjudicial para su reeducación. Mi padre realizó una autocrítica frente a la organización del Partido y ordenó a mi abuela que dejara de cocinar en casa. Aquello disgustó tanto a ella como a mi madre. «¿Acaso eres incapaz de defenderme aunque sólo sea por una vez? -dijo mi madre con amargura-. ¡El niño que llevo dentro es tan tuyo como mío, y necesita alimento!» Por fin, mi padre cedió en parte: mi abuela podría cocinar en casa dos veces a la semana, pero no más. Incluso aquello equivalía a una violación de las normas, dijo.

Por fin, resultó que mi abuela estaba violando una norma aún más importante. Tan sólo a los funcionarios de cierto rango les estaba permitido tener a sus parientes viviendo con ellos, y mi madre no alcanzaba dicha categoría. Dado que nadie recibía salario alguno, el Estado era el responsable de alimentar a aquellos que dependían de él, y procuraba que su cifra no se disparara. A ello se debía que mi padre permitiera que fuera la tía Jun-ying quien mantuviera a su madre. Mi madre señaló que la abuela no tenía por qué constituir una carga para el Estado, ya que poseía suficientes joyas como para mantenerse a sí misma, y además había sido invitada a quedarse en casa de la tía Jun-ying. La señora Mi dijo que mi abuela no tenía por qué estar allí en primer lugar y que debía regresar a Manchuria. Mi padre se mostró de acuerdo.

Mi madre discutió acaloradamente con él, pero él dijo que las normas eran las normas, y que personalmente haría lo posible para que éstas se observaran. En la antigua China, uno de los principales vicios había sido el hecho de que los poderosos se hallaban por encima de las normas, por lo que uno de los pilares fundamentales de la revolución comunista era que los funcionarios debían someterse a ellas al igual que todos los demás. Mi madre se echó a llorar. Tenía miedo de abortar de nuevo. ¿No querría mi padre tener en cuenta su seguridad y permitir que mi abuela se quedara hasta después del parto? Él continuó negándose. «La corrupción empieza siempre con detalles pequeños como éste. Éstas son la clase de cosas que pueden acabar desgastando nuestra revolución.» Mi madre no halló ningún argumento que pudiera convencerle. No tiene sentimientos, pensó. No antepone mis intereses. No me ama.

Mi abuela hubo de partir, cosa que mi madre jamás habría de perdonar a mi padre. La anciana había pasado con su hija poco más de un mes después de pasar dos meses viajando a través de China con grave riesgo de su vida. Le asustaba la posibilidad de que mi madre pudiera abortar de nuevo, y no confiaba en los servicios médicos de Yibin. Antes de marcharse, fue a ver a mi tía Jun-ying y la saludó con un solemne kowtow, diciendo que dejaba a mi madre a su cargo. Mi tía también se sentía apesadumbrada. Estaba preocupada por mi madre, y hubiera querido que la abuela estuviera allí durante el parto. Intercedió por ella ante su hermano, pero éste no se dejó conmover.

Con el corazón lleno de amargura y los ojos llenos de amargas lágrimas, mi abuela descendió lentamente hasta el muelle en compañía de mi madre, dispuesta a abordar el pequeño barquichuelo que habría de transportarla de nuevo Yangtzé abajo como inicio del largo e incierto viaje de regreso a Manchuria. Mi madre permaneció en la orilla, agitando la mano mientras la embarcación desaparecía entre la niebla y preguntándose si volvería a ver alguna vez a su madre.

Julio de 1950. Para mi madre, el período provisional de un año de pertenencia al Partido tocaba a su fin, y su célula la sometía constantemente a severos interrogatorios. Sólo poseía tres miembros: mi madre, el guardaespaldas de mi padre y la jefa de mi madre, la señora Mi. Había tan pocos miembros del Partido en Yibin que aquellos tres habían terminado por unirse de un modo un tanto incongruente. Los otros dos, ambos miembros reconocidos, se inclinaban por rechazar la solicitud de mi madre, pero no se decidían a emitir una negativa abierta. Se limitaban a interrogarla y a forzarla a realizar interminables autocríticas.

Por cada autocrítica, surgían numerosas críticas nuevas. Los dos camaradas de mi madre insistían en que se había comportado de un modo «burgués». Decían que no había querido salir al campo para contribuir al aprovisionamiento; cuando mi madre señaló que sí había acudido -de acuerdo con los deseos del Partido- respondieron: «Ah, pero ése no era tu deseo.» Luego, la acusaron de haber disfrutado de una alimentación privilegiada -y, por si fuera poco, cocinada en casa por su madre- y de haber sucumbido a la enfermedad más que la mayoría de las mujeres embarazadas. La señora Mi también la criticó debido al hecho de que su madre había fabricado ropas para el bebé. «¿Quién ha oído nunca que un bebé haya de vestir ropas nuevas? -dijo-. ¡Qué derroche tan burgués! ¿Por qué no puede arropar a la criatura con trapos viejos como todo el mundo?» El hecho de que mi madre hubiera dejado traslucir su tristeza ante la partida de mi abuela fue considerado como la prueba definitiva de que «anteponía la familia», algo considerado un grave delito.

El verano de 1950 fue el más caluroso que se recordaba; la atmósfera se hallaba impregnada de humedad y las temperaturas alcanzaban los cuarenta grados. Mi madre había mantenido la costumbre de lavarse a diario, y también hubo de recibir críticas por ello. Los campesinos -especialmente los del Norte, de donde procedía la señora Mi- se lavaban muy rara vez debido a la escasez de agua. En la guerrilla, los hombres y las mujeres solían competir para ver quién tenía más insectos revolucionarios (piojos). La higiene se consideraba algo antiproletario. Cuando el húmedo verano dio paso al fresco otoño, el guardaespaldas de mi padre descargó sobre ella una nueva acusación: mi madre «se estaba comportando como una de las altas damas de los oficiales del Kuomintang» debido a que había utilizado el agua caliente sobrante del lavado de mi padre. En aquella época, existía una norma destinada a ahorrar combustible que dictaba que tan sólo los oficiales de cierto rango tenían derecho a lavarse con agua caliente. Mi padre entraba dentro de dicho grupo, pero mi madre no. Las mujeres de la familia de mi padre le habían advertido seriamente que no tocara el agua fría cuando se acercara el momento del parto. Tras la crítica del guardaespaldas, mi padre dejó de permitir que mi madre utilizará su agua. Ésta sentía ganas de gritarle por no ponerse de su parte contra las interminables intromisiones que había de sufrir en los procesos más irrelevantes de su vida cotidiana.

El continuo entrometimiento del Partido en las vidas de las personas constituía la base fundamental del proceso conocido como «reforma del pensamiento». Mao no sólo perseguía una absoluta disciplina externa sino también el total sometimiento de los pensamientos del individuo, ya fueran profundos o no. Todas las semanas, aquellos que se encontraban «en la revolución» celebraban una reunión destinada al «examen del pensamiento». Todos habían de criticarse a sí mismos por haber concebido pensamientos incorrectos y eran posteriormente criticados por los demás. Las reuniones tendían a verse dominadas por personas soberbias y mezquinas que utilizaban a los asistentes para descargar sus envidias y frustraciones; la gente de origen campesino solía utilizarles para atacar a quienes procedían de un pasado «burgués». La idea era que la gente debía reformarse para parecerse más a los campesinos, porque la revolución comunista era esencialmente una revolución campesina. Este proceso estimulaba los sentimientos de culpabilidad de las personas ilustradas: habían vivido mejor que los campesinos, y ello era un hecho que debían subrayar en sus autocríticas.

Las reuniones representaban un importante medio de control para el Partido. Consumían el tiempo libre de la gente y eliminaban la esfera privada. La mezquindad que las dominaba se justificaba aduciendo que la investigación de los detalles personales proporcionaba un modo de asegurar una limpieza espiritual profunda. De hecho, la mezquindad constituía una de las principales características de una revolución en la que se estimulaban el entrometimiento y la ignorancia, y la envidia se vio incorporada al sistema de control. La célula de mi madre la interrogó semana tras semana, mes tras mes, intentando extraer de ella interminables autocríticas.

Ella se vio obligada a consentir aquel proceso agotador. La vida de un revolucionario carecía de sentido si el Partido lo rechazaba. Era como la excomunión para un católico. Por otra parte, no era sino el procedimiento habitual. Mi padre lo había atravesado y lo había aceptado como parte de las exigencias necesarias para «unirse a la revolución». De hecho, aún lo soportaba. El Partido nunca había ocultado el hecho de que se trataba de un proceso doloroso, y él le dijo a ella que debía considerar su angustia como algo normal.