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Al concluir todo aquello, los dos camaradas de mi madre votaron en contra de su admisión en el Partido, y ella cayó en una profunda depresión. Se había volcado a la revolución, y no lograba aceptar la idea de que la revolución no la aceptara a ella. Resultaba especialmente mortificante el hecho de pensar que no podía unirse por completo a la misma a causa de motivos completamente mezquinos e irrelevantes decididos por dos personas cuyo modo de pensar parecía estar a años luz de lo que ella había imaginado que era la ideología del Partido. Se le estaba manteniendo apartada de una organización progresista por culpa de gente retrógrada, y sin embargo la revolución parecía estar diciéndole que era ella quien obraba mal. En los resquicios de su mente anidaba otro argumento más práctico que ni siquiera osaba mencionarse a sí misma: resultaba vital ingresar en el Partido, ya que de otro modo se vería condenada al desdoro y al ostracismo.

Con estos pensamientos bullendo en su mente, comenzó a sentir que el mundo entero la atacaba. Temía ver a la gente, y pasaba sola tanto tiempo como podía, llorando para sí. Incluso aquello debía ocultar, ya que se hubiera considerado como una falta de fe en la revolución. Descubrió que no podía culpar al Partido, el cual -en su opinión- aún conservaba la razón, por lo que pasó a culpar a mi padre, primero por dejarla embarazada y, después, por no apoyarla cuando se veía atacada y rechazada. En numerosas ocasiones se paseó a lo largo del muelle, observando las lodosas aguas del Yangtzé, y otras tantas pensó en suicidarse para castigarle, imaginándoselo lleno de remordimientos cuando descubriera que se había matado.

La recomendación de su célula tenía que ser aprobada por una autoridad superior consistente en tres intelectuales de mentes abiertas. Todos ellos pensaron que mi madre había sido tratada injustamente, pero las normas del Partido hacían que no fuera fácil cuestionar la recomendación de la célula. Así pues, la decisión fue aplazada. Ello no resultaba difícil, ya que rara vez coincidían los tres a la vez en un mismo lugar. Al igual que mi padre y el resto de los oficiales masculinos, solían hallarse ausentes en diversas partes del condado, recolectando alimentos y luchando contra los bandidos. Sabiendo que Yibin apenas contaba con defensa alguna y desesperados por el hecho de que todas sus rutas de escape -tanto hacia Taiwan como hacia Indochina y Burma a través de Yunnan- estuvieran cortadas, un considerable ejército de grupos aislados del Kuomintang, terratenientes y bandidos puso sitio a la ciudad. Durante algún tiempo, pareció como si ésta fuera a sucumbir. Mi padre se apresuró a regresar del campo tan pronto como oyó hablar del asedio.

La campiña comenzaba nada más salir de las murallas, y la vegetación llegaba a pocos metros de la puerta. Utilizándola como camuflaje, los atacantes lograron alcanzar las murallas y comenzaron a asaltar la puerta norte con enormes arietes. En vanguardia combatía la Brigada del Sable, compuesta en gran parte por campesinos desarmados que habían bebido «agua sagrada» y se creían, por ello, inmunes a las balas. Tras ellos, avanzaban los soldados del Kuomintang. Al principio, el jefe del Ejército comunista intentó dirigir el fuego al Kuomintang, y no a los campesinos, a quienes confiaba en asustar lo bastante como para lograr su retirada.

Aunque mi madre estaba embarazada de siete meses, se unió al resto de las mujeres que llevaban agua y comida a los defensores de las murallas y transportaban a los heridos a retaguardia. Se comportó con gran valentía. Al cabo de una semana aproximadamente, los atacantes abandonaron el asedio y los comunistas contraatacaron y eliminaron prácticamente la totalidad de la resistencia armada de la región de una vez por todas.

Inmediatamente después de aquello comenzó la reforma agraria en la región de Yibin. Aquel verano, los comunistas habían propuesto una ley que constituía la clave de su programa para la transformación de China. El concepto básico, que ellos denominaban «el regreso de la tierra a casa», consistía en redistribuir todas las tierras de labranza, los animales de tiro y las casas de tal modo que todo granjero poseyera aproximadamente la misma cantidad de tierras. A los terratenientes se les permitiría conservar una parcela en las mismas condiciones que a todos los demás. Mi padre fue una de las personas encargadas de implementar el programa. Mi madre fue excusada de trasladarse a los pueblos debido a su avanzado estado de gestación.

Yibin era una zona rica. Un dicho local afirmaba que con un año de trabajo los campesinos podían vivir fácilmente dos. Sin embargo, tantas décadas de guerras incesantes habían terminado por devastar la tierra, a lo que había que añadir los fuertes impuestos recaudados para la lucha y para los ocho años de guerra contra Japón. El latrocinio había aumentado al trasladar Chiang Kai-shek su capital de guerra a Sichuan, y los funcionarios y politicastros corruptos se habían abatido sobre la provincia. La gota que colmó el vaso había llegado cuando el Kuomintang convirtió Sichuan en su reducto final en 1949 y aplicó unos impuestos exorbitantes antes de la llegada de los comunistas. Todo aquello, unido a la codicia de los terratenientes, había logrado sumir a tan rica provincia en una abrumadora pobreza. El ochenta por ciento de los campesinos carecían de lo suficiente para alimentar a sus familias. Si la cosecha se perdía, muchos de ellos se veían reducidos a nutrirse con hierbas y hojas de batatas, alimento que normalmente se arrojaba a los cerdos. La penuria se extendía por doquier, y la esperanza de vida apenas alcanzaba los cuarenta años. La miseria en que se hallaban sumidas tan ricas tierras había sido uno de los primeros motivos por los que mi padre se sintió atraído por el comunismo.

En Yibin, la reforma agraria se desarrolló de modo casi incruento, en gran parte debido a que los terratenientes más feroces ya habían participado en las rebeliones que estallaron durante los primeros nueve meses de gobierno comunista y casi todos habían perecido en combate o habían sido ejecutados. Sin embargo, sí hubo algunos episodios violentos. En uno de estos casos, un miembro del Partido violó a todas las mujeres de la familia de un terrateniente y a continuación las mutiló cortándoles los pechos. Mi padre ordenó que fuera ejecutado.

Un grupo de bandidos había capturado a un joven comunista, un graduado universitario que había salido al campo en busca de comida. El jefe de la banda ordenó que fuera cortado por la mitad. Más tarde, fue capturado y apaleado hasta morir por uno de los líderes comunistas de la reforma agraria que había sido amigo del hombre asesinado. A continuación, el líder arrancó el corazón del jefe de los bandidos y lo devoró para demostrar su venganza. Mi padre ordenó que fuera relevado de su puesto, pero no fusilado. Argumentó que, si bien había cometido una atrocidad, la víctima no había sido una persona inocente, sino un asesino que, además, se contaba entre los más crueles.

La reforma agraria tardó un año en completarse. En la mayoría de los casos, lo peor que les ocurrió a los terratenientes fue la pérdida de la mayor parte de sus tierras y haciendas. Los así llamados terratenientes progresistas -aquellos que no se habían unido a la rebelión armada o que incluso habían colaborado con la clandestinidad comunista- fueron bien tratados. Mis padres tenían amigos cuyas familias eran terratenientes locales y a cuyas viejas haciendas habían acudido en ocasiones a cenar antes de que fueran confiscadas y repartidas entre los campesinos.

Mi padre se mostraba completamente absorto por su trabajo, y no se encontraba en la ciudad el 8 de noviembre, día en que mi madre dio a luz a su primer hijo: una niña. Dado que el doctor Xia había dado a mi madre el nombre De-hong, en el que se incorporaba el carácter correspondiente a «cisne salvaje» (Hong) acompañado del apellido generacional (De), mi padre llamó a mi hermana Xiao-hong, que significa «parecida» (Xiao) a mi madre. Siete días después del nacimiento de mí hermana, la tía Jun-ying hizo trasladar a mi madre desde el hospital a casa de los Chang en una litera de bambú transportada por dos hombres. Cuando mi padre regresó, pocas semanas después, dijo a mi madre que como comunista no debiera haber permitido que otro ser humano la transportara. Ella repuso que lo había hecho debido a que, de acuerdo con la sabiduría tradicional, las mujeres no debían caminar hasta transcurridos unos cuantos días después del parto. A ello respondió mi padre: «¿Y qué hay de las campesinas que tienen que seguir trabajando en el campo nada más dar a luz?»

Mi madre continuaba sumida en una profunda depresión. Ignoraba si podía permanecer en el Partido o no. Incapaz de descargar su ira sobre mi padre o el Partido, terminó culpando a su hijita de su desdicha. Cuatro días después de regresar del hospital, mi hermana se pasó una noche entera llorando. Mi madre, al borde de un ataque de nervios, acabó gritándole y propinándole unos fuertes cachetes. La tía Jun-ying, que dormía en la habitación contigua, entró corriendo y dijo: «Estás agotada. Permíteme que cuide de ella.» A partir de entonces, fue mi tía quien cuidó a mi hermana. Cuando mi madre regresó a su propia vivienda unas cuantas semanas después, mi hermana se quedó con la tía Jun-ying en el hogar familiar.

Mi madre ha recordado hasta hoy con arrepentimiento y amargura la noche en que golpeó a mi hermana. Xiao-hong solía esconderse cuando mi madre acudía a visitarla, y -en una trágica inversión de lo que le había ocurrido a ella de niña en la mansión del general Xue- ésta no permitía a la niña que la llamara «madre».

Mi tía encontró un ama de cría para mi hermana. Según el sistema de subsidios, el Estado pagaba un ama de cría por cada niño recién nacido en la familia de un oficial, a la vez que proporcionaba revisiones médicas gratuitas para dichas nodrizas, consideradas empleadas del Estado. No eran sirvientas, y ni siquiera tenían que lavar pañales. El Estado podía permitirse el lujo de pagarlas debido a que, según las normas del Partido que afectaban a los miembros de la revolución, los únicos autorizados para contraer matrimonio eran los funcionarios de alto rango, y éstos apenas producían descendencia.

La nodriza tendría apenas veinte años, y su propio hijo había nacido muerto. Se había casado con un miembro de una familia de terratenientes que para entonces había perdido los ingresos que antaño les proporcionara la tierra. No quería trabajar como campesina, pero quería permanecer con su marido, quien enseñaba y vivía en la ciudad de Yibin. A través de amigos comunes, se puso en contacto con mi tía y entró a vivir en casa de la familia Chang en compañía de su marido.