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Los comunistas instalaron carteles en los que se exhortaba a la población a mantener el orden y comenzaron a arrestar a colaboracionistas y ciudadanos que habían trabajado para las fuerzas de seguridad japonesas. Entre los detenidos figuraba Yang, el padre de mi abuela, quien aún era jefe adjunto de la policía de Yixian. Lo encarcelaron en su propia prisión y su superior, el jefe de policía, fue ejecutado. Los comunistas no tardaron en restaurar el orden y en poner la economía nuevamente en marcha. La situación del suministro de alimentos, antes desesperada, mejoró sensiblemente. El doctor Xia pronto pudo comenzar a visitar de nuevo a sus pacientes, y la escuela de mi madre abrió otra vez sus puertas.

Los comunistas se alojaban en los hogares de la población local. Parecían honrados y sencillos, y solían charlar con las familias: «Nos faltan ciudadanos educados -solían decirle a uno de los amigos de mi madre-. Únete a nosotros. Te nombraremos jefe de condado.»

Necesitaban reclutar gente. Tras la rendición japonesa, tanto los comunistas como el Kuomintang habían intentado ocupar la mayor cantidad de territorio posible, pero el Kuomintang disponía de un ejército mucho mayor, a la vez que mejor equipado. Ambos bandos maniobraban para consolidar sus posiciones antes de reanudar la guerra civil, parcialmente suspendida durante los ocho años anteriores para sostener la lucha contra los japoneses. De hecho, ya se habían desencadenado las hostilidades entre ellos. Manchuria constituía un campo de batalla fundamental debido a sus recursos económicos. Dada su proximidad al territorio, las fuerzas comunistas habían sido las primeras en ocupar Manchuria, y casi sin ayuda por parte de las tropas rusas. Sin embargo, los norteamericanos procuraban promover la consolidación de Chiang Kai-shek en la zona enviando decenas de miles de soldados del Kuomintang al norte del país. En un momento dado, los norteamericanos intentaron desembarcar parte de dichas tropas en Huludao, un puerto situado a unos cincuenta kilómetros de Jinzhou, pero hubieron de retroceder bajo el fuego de los comunistas chinos. Las fuerzas del Kuomintang fueron obligadas a desplazarse hacia el sur de la Gran Muralla y a reanudar el trayecto hacia el Norte por tren. Los Estados Unidos les proporcionaban cobertura aérea. En total, desembarcaron en el norte de China más de cincuenta mil marines que ocuparon Pekín y Tianjin.

Los rusos reconocieron oficialmente al Kuomintang de Chiang Kai-shek como el gobierno legítimo del país. Para el 11 de noviembre, el Ejército rojo soviético había abandonado la zona de Jinzhou y había retrocedido hasta el norte de Manchuria, obedeciendo parcialmente el compromiso de Stalin de retirarse de la región a los tres meses de la victoria. Ello permitió a los chinos comunistas un control independiente de la ciudad.

Una tarde de finales de noviembre, mi madre regresaba a casa desde el instituto cuando vio numerosos soldados que recogían apresuradamente sus armas y equipos y se encaminaban hacia la puerta sur de la ciudad. Sabía que en la campiña cercana se habían desarrollado violentos combates, y adivinó que los comunistas se preparaban para marcharse.

Su retirada formaba parte de la estrategia del líder comunista Mao Zedong, según la cual no debían defenderse las ciudades -pues en dichas disputas sería el Kuomintang quien llevaría la ventaja- sino que convenía retroceder hacia las zonas rurales. «Así, rodearemos las ciudades con nuestros campos y, por fin, terminaremos conquistándolas», fue la doctrina de Mao durante aquella nueva etapa.

Al día siguiente de la retirada de los comunistas de Jinzhou, un nuevo ejército hizo su entrada en la ciudad: el cuarto en un período de otros tantos meses. En este caso, las tropas lucían uniformes limpios y contaban con relucientes armas norteamericanas. Era el Kuomintang. Los vecinos salían de sus casas y se agrupaban en las estrechas callejuelas embarradas entre aplausos y vítores. Mi madre se abrió paso hasta la cabecera de la emocionada multitud. De pronto, se sorprendió a sí misma agitando los brazos y profiriendo alegres vítores. Aquellos soldados -pensaba para sí misma- sí que tenían el aspecto de ser los vencedores de los japoneses. Regresó corriendo a casa en un estado de gran excitación, impaciente por describir a sus padres el elegante aspecto de los nuevos soldados.

En Jinzhou reinaba una atmósfera festiva. Los ciudadanos se disputaban el privilegio de invitar a las tropas a sus casas. Un oficial acudió a vivir a casa de los Xia. Se comportaba de modo extremadamente respetuoso, y agradó a todos los miembros de la familia. Mi abuela y el doctor Xia estaban convencidos de que el Kuomintang sabría mantener la ley y el orden y de que, por fin, garantizarían la paz.

Sin embargo, la buena voluntad que aquellas gentes habían mostrado frente al Kuomintang no tardó en convertirse en amarga desilusión. La mayor parte de los oficiales procedían de otras partes de China, y se dirigían a los habitantes de Jinzhou como Wang-guo-nu («Esclavos carentes de un país propio»), advirtiéndoles de hasta qué punto deberían mostrarse agradecidos al Kuomintang por librarles de los japoneses. Una tarde, se celebró en el instituto de mi madre una fiesta para las estudiantes y los oficiales del Kuomintang. La hija de uno de ellos, de tres años de edad, recitó un discurso que comenzaba: «Nosotros, el Kuomintang, hemos luchado contra los japoneses durante ocho años y os hemos liberado a vosotros, hasta ahora esclavos de Japón…» Mi madre y sus amigas abandonaron la estancia.

Del mismo modo, mi madre se mostraba repugnada por el modo en que el Kuomintang se había lanzado a la caza de concubinas. A comienzos de 1946, Jinzhou comenzaba a llenarse de tropas. El instituto de mi madre era el único instituto femenino de la ciudad, y sobre él se abatían enjambres de oficiales y funcionarios en busca de concubinas y, ocasionalmente, esposas. Algunas de las muchachas contrajeron matrimonio por su propia voluntad, mientras que otras no supieron negarse ante sus familiares, convencidos de que el matrimonio con un oficial constituiría para ellas un buen punto de partida frente a la vida.

Con quince años de edad, mi madre era una de las más apetecibles jóvenes casaderas del momento. Se había convertido en una muchacha sumamente atractiva y popular, y era la alumna estrella del instituto. Ya había recibido propuestas de numerosos oficiales, pero comunicó a sus padres que no quería a ninguno. Uno de ellos -Jefe de Estado Mayor de uno de los generales-, amenazó con enviar una silla de manos en su busca tras ver rechazados sus galones dorados. Cuando planteó su propuesta al doctor Xia y a mi abuela, mi madre estaba escuchando al otro lado de la puerta. Al oír aquello, irrumpió en la habitación y le dijo cara a cara que si lo hacía, ella misma se quitaría la vida durante el trayecto. Afortunadamente, su unidad fue trasladada poco después.

Mi madre se había hecho a la idea de conservar el privilegio de escoger a su esposo. Le irritaba el trato concedido a las mujeres, y aborrecía el sistema de concubinato. Sus padres la apoyaban, pero la avalancha de ofertas les obligaba a desarrollar una complicada y agotadora diplomacia para encontrar modos de negarse sin sufrir por ello severas represalias.

Una de las maestras de mi madre era una joven llamada Liu que sentía un profundo afecto por ella. En China, cuando alguien te aprecia, intenta a menudo convertirte en miembro honorario de su familia. Aunque en aquellos tiempos los chicos y las chicas no tenían que soportar una segregación tan severa como durante la época de mi abuela, lo cierto es que tampoco disfrutaban de demasiadas oportunidades de estar juntos, por lo que la presentación de amigos o amigas a los hermanos o hermanas constituía un modo habitual de lograr que se conocieran aquellos jóvenes a quienes disgustaba la idea de un matrimonio organizado. La señorita Liu hizo las presentaciones entre mi madre y su hermano, pero el señor y la señora Liu hubieron de aprobar previamente la relación.

A comienzos de 1946, en vísperas del Año Nuevo chino, mi madre fue invitada a pasar las festividades en casa de los Liu, quienes poseían una mansión de considerable tamaño. El señor Liu era uno de los más prósperos comerciantes de Jinzhou. Su hijo, de unos diecinueve años de edad, daba la sensación de ser ya un hombre de mundo; vestía un traje de color verde oscuro de cuyo bolsillo superior asomaba un pañuelo, lo que resultaba enormemente sofisticado y atrevido en una ciudad de provincias como era Jinzhou. Se había matriculado en una universidad de Pekín, donde estudiaba lengua y literatura rusas. Mi madre, quien ya había obtenido la aprobación de la familia del joven, se sintió profundamente impresionada por él. No tardaron en enviar un emisario al doctor Xia con la petición de mano aunque, claro está, sin decirle nada a ella.

El doctor Xia era más liberal que la mayoría de los hombres de su tiempo, y requirió el parecer de mi madre acerca de la cuestión. Ella aceptó convertirse en «amiga» del joven señor Liu. En aquellos tiempos, si un muchacho y una joven eran vistos conversando públicamente, se asumía que debían estar, cuando menos, prometidos. Mi madre ansiaba poder disfrutar de un poco de diversión y libertad, así como trabar amistad con jóvenes de su edad sin tener que verse obligada a contraer matrimonio. Conociéndola, el doctor Xia y mi abuela se mostraron cautelosos con los Liu y prefirieron rechazar los presentes de rigor. Según la tradición china, la familia de una joven no debe aceptar una propuesta matrimonial de inmediato, ya que ello supondría mostrar demasiada ansiedad. La aceptación de los regalos hubiera equivalido a indicar un consentimiento implícito. Al doctor Xia y a mi abuela les inquietaba la posibilidad de que se produjera un malentendido.

Mi madre salió con el joven Liu durante una temporada. Se sentía atraída por sus buenos modales, y todos sus parientes, amigas y vecinos coincidían en que había hallado un compañero ideal. El doctor Xia y mi abuela opinaban que ambos formaban una pareja magnífica, y le escogieron como yerno en privado. Sin embargo, mi madre le consideraba superficial. Advirtió que nunca viajaba a Pekín, sino que permanecía en casa disfrutando de una vida de dilettante. Un día, descubrió que ni siquiera había leído el célebre clásico chino del siglo XVIII titulado El sueño en el Pabellón rojo, libro bien conocido por cualquier chino culto. Cuando le comunicó su disgusto, el joven Liu dijo alegremente que los clásicos chinos no eran su fuerte, y que lo que más le gustaba en realidad era la literatura extranjera. En un intento de reafirmar su superioridad, añadió: «¿Y tú, has leído Madame Bovary? No sólo es mi novela favorita sino, en mi opinión, la mejor obra de Maupassant.»