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Hacía largo tiempo que se llevaba a cabo una campaña para el exterminio de moscas y ratas. Los alumnos tenían que cortar los rabos de las ratas, introducirlos en un sobre y entregárselos a la policía. Las moscas debían ser introducidas en frascos de vidrio. La policía contaba una por una las ratas y moscas muertas. Un día, en 1944, mi madre entregó un frasco de vidrio lleno hasta rebosar de moscas y el policía de Manchukuo le dijo «Aquí no hay ni para un almuerzo.» Al ver su rostro de sorpresa, añadió: «¿Acaso no lo sabes? A los nipones les encantan las moscas muertas. ¡Las fríen y se las comen!» El irónico destello de sus ojos reveló a mi madre que aquel oficial ya no consideraba tan temibles a los japoneses.

Mi madre se sentía emocionada y expectante, pero durante el otoño de 1944, su felicidad se vio oscurecida por un nubarrón: su hogar ya no era tan feliz como antes. Percibía la existencia de discordia entre sus padres.

La décimo quinta noche de la octava luna del año chino era la fecha del festival del medio otoño, un festival dedicado a la unión familiar. Al llegar aquella noche, y de acuerdo con la tradición, mi abuela solía llenar una mesa de melones, pasteles y bollos bajo la luz de la luna. El motivo de que aquella fecha sirviera para conmemorar la unión familiar era que la palabra china que designa «unión» (yuan) es la misma que se utiliza para referirse a algo «redondo» o «intacto»; asimismo, la luna de otoño suele presentar un aspecto espléndidamente esférico durante esta época. De igual modo, todos los manjares consumidos durante aquel día tenían que ser redondos.

Bajo la plateada luz de la luna, mi abuela solía relatar a mi madre historias acerca de este satélite: la mayor de sus sombras correspondía a una gigantesca casia que un cierto señor, Wu Gang, había intentado cortar durante toda su vida. Sin embargo, el árbol estaba encantado, por lo que sus intentos se hallaban condenados a un perpetuo fracaso. Mi madre, fascinada, solía elevar la vista al firmamento mientras escuchaba sus palabras. Se sentía hipnotizada por la belleza de la luna llena, pero aquella noche no se le permitía describirla, ya que su madre le prohibía pronunciar la palabra «redondo» debido a que la familia del doctor Xia se había visto desmembrada. El doctor Xia se mostraba melancólico a lo largo de toda la jornada, así como durante varios días antes y después de la festividad, y mi abuela perdía incluso su habitual gracia narrativa.

Durante la noche del festival de 1944, mi abuela y mi madre se hallaban sentadas bajo un emparrado cubierto de melones y habichuelas, contemplando el firmamento vasto y despejado a través de sus rendijas. Mi madre comenzó a decir:

– Esta noche, la luna está especialmente redonda… -Pero mi abuela la interrumpió bruscamente y rompió a llorar súbitamente. A continuación, entró corriendo en la casa y mi madre la oyó lamentarse y gritar:

– ¡Vuelve con tu hijo y con tus nietos! ¡Déjanos a mi hija y a mí y sigue por tu camino! -Por fin, jadeando entre sus sollozos, dijo-: ¿Fue culpa mía o tuya que tu hijo se quitara la vida? ¿Por qué tenemos que soportar esa carga año tras año? No soy yo quien te impide ver a tus hijos. Son ellos los que se han negado a venir a visitarte…

Desde que habían abandonado Yixian, tan sólo les había visitado De-gui, el segundo hijo del doctor Xia. Ante todo aquello, el doctor no pronunció una sola palabra.

A partir de entonces, mi madre percibió que algo extraño sucedía. El doctor Xia se volvió cada vez más taciturno, por lo que procuraba instintivamente evitarle. De vez en cuando, mi abuela se deshacía en lágrimas mientras se murmuraba a sí misma que ella y el doctor Xia nunca podrían ser completamente felices debido al alto precio que habían pagado por su amor. En aquellas ocasiones, solía estrechar a mi madre con fuerza entre sus brazos, diciéndole que era lo único que tenía en la vida.

Cuando el invierno descendió sobre Jinzhou sorprendió a mi madre en un estado de ánimo desacostumbradamente melancólico. Ni siquiera una segunda aparición de los B-29 norteamericanos en el límpido y frío cielo de diciembre bastó para elevar sus ánimos.

Los japoneses se mostraban cada vez más susceptibles. Un día, una de las amigas de mi madre se hizo con un libro escrito por un escritor chino cuya obra había sido prohibida. Marchó con él al campo en busca de un lugar tranquilo en el que leerlo, y por fin halló una caverna en la que se introdujo creyendo que se trataba de un refugio antiaéreo vacío. Al tantear en la oscuridad, su mano tocó algo parecido a un interruptor de corriente. De repente, comenzó a sonar un timbre. Había tocado una alarma. Se había introducido en un arsenal de armamento. Sintió que sus piernas cedían. Intentó correr, pero sólo logró avanzar un par de cientos de metros antes de que los soldados japoneses la capturaran y se la llevaran a rastras.

Dos días después, todos los alumnos del colegio fueron transportados hasta una desolada extensión de terreno cubierta de nieve situada en las afueras de la puerta oeste, junto a una de las curvas del río Xiao-ling. Los residentes locales habían sido igualmente convocados por los jefes del vecindario. A los niños se les dijo que habían de ser testigos del «castigo de una malvada persona que había desobedecido al Gran Japón». De pronto, mi madre vio cómo su amiga era arrastrada por soldados japoneses hasta un punto situado justamente frente a ella. Se encontraba encadenada y apenas podía andar. Había sido torturada, y tenía el rostro tan hinchado que mi madre apenas podía reconocerla. A continuación, los soldados japoneses alzaron sus rifles y los apuntaron en dirección a la muchacha, quien parecía querer decir algo, aunque no lograba emitir sonido alguno. Se oyó el estampido de los disparos y el cuerpo de la joven se desplomó mientras su sangre salpicaba la nieve. Pollino, el director de escuela japonés, recorría con la mirada las hileras de alumnas en formación. Con un tremendo esfuerzo, mi madre intentó ocultar sus emociones. Se forzó a sí misma a contemplar el cuerpo de su amiga, tendido sobre un brillante charco rojo que se extendía en medio de la blancura de la nieve.

Oyó cómo alguien intentaba suprimir un sollozo. Era la señorita Tanaka, una joven maestra japonesa por la que sentía gran simpatía. Inmediatamente, Pollino cayó sobre ella, abofeteándola y pateándola. La maestra cayó al suelo e intentó apartarse de sus botas, pero él siguió propinándole feroces patadas. Había traicionado a la raza japonesa, chillaba. Por fin, Pollino se detuvo, alzó la mirada hacia sus pupilas y, con un rugido, ordenó que se pusieran en marcha.

Mi madre dirigió una última mirada hacia el cuerpo encorvado de su maestra y el cadáver de su amiga, e hizo un esfuerzo por tragarse el odio que sentía.