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Poco después, la familia se vio sacudida más de cerca por una nueva tragedia. El hijo menor del doctor Xia trabajaba en Yixian como maestro de escuela. Al igual que en todas las escuelas de Manchukuo, en el despacho del director colgaba un gran retrato de Pu Yi ante el que todo el mundo debía saludar al penetrar en la estancia. Un día, el hijo del doctor Xia olvidó saludar ante el retrato de Pu Yi. El director le gritó que se inclinara inmediatamente y le abofeteó en el rostro con tal violencia que le hizo perder el equilibrio. El hijo del doctor Xia montó en cólera:

– ¿Es que tengo que inclinarme todos los días? ¿Acaso no puedo permanecer en pie un instante? Ya lo había saludado durante la reunión de la mañana…

El director le abofeteó de nuevo y gritó:

– ¡Es tu Emperador! ¡Todos los manchúes necesitáis aún aprender los modales más elementales!

El hijo del doctor Xia vociferó:

– ¡Qué dice usted, si eso no es más que un trozo de papel!

En ese instante, otros dos maestros, ambos oriundos del lugar, entraron e impidieron que dijera nada que pudiera incriminarle aún más. Por fin, logró dominarse e incluso realizó una especie de reverencia ante el retrato.

Aquella tarde, recibió la visita de un amigo, quien le reveló que corría el rumor de que había sido tachado de «delincuente de pensamiento», delito que a la sazón se castigaba con penas de prisión, e incluso con la muerte. El hijo del doctor Xia huyó, y su familia jamás volvió a saber nada de él. Lo más probable es que fuera capturado y que muriera en prisión o en un campo de trabajo. El doctor nunca logró recuperarse de aquel disgusto, que le convirtió en enemigo acérrimo de Manchukuo y de Pu Yi.

Pero la historia no terminó ahí. Debido al «crimen» cometido por su hermano, los matones locales comenzaron a acosar a De-gui, el único hijo del doctor Xia que aún vivía. Le exigían dinero a cambio de protección y le acusaban de haber incumplido su deber como hermano mayor. De-gui les pagó, pero con ello sólo consiguió que le exigieran aún más. Por fin, hubo de vender la farmacia y abandonar Yixian para trasladarse a Mukden, donde abrió un nuevo local.

Para entonces, el éxito del doctor Xia aumentaba por momentos. No sólo trataba a los locales, sino también a los japoneses. A veces, después de reconocer a un alto cargo japonés o a un colaborador, decía «Ojalá se muriera», pero su postura personal jamás modificaba su actitud profesional. «Un paciente es un ser humano -solía decir-. Eso es lo único que un médico debe tener siempre presente. N.o debe importarnos qué clase de ser humano sea.»

Entretanto, mi abuela se había llevado a su madre a vivir con ella a Jinzhou. Cuando abandonó la casa familiar para contraer matrimonio con el doctor Xia, mi bisabuela se había quedado sola con su esposo -quien continuaba despreciándola- y con las dos concubinas mongolas, que la odiaban. Comenzó a sospechar que estas últimas intentaban envenenarla a ella y a su hijo pequeño, Yu-lin. Para comer, utilizaba siempre palillos de plata, ya que los chinos viven en la creencia de que este metal se ennegrece al contacto con el veneno, y jamás probaba sus alimentos -ni permitía que Yu-lin lo hiciera- si el perro no los había probado previamente. Un día, poco después de la partida de mi abuela, el perro cayó muerto. Por primera vez en su vida, sostuvo una fuerte discusión con su marido y, con el apoyo de su suegra, la anciana señora Yang se trasladó junto con Yu-lin a una casa de alquiler. La vieja señora Yang se hallaba tan disgustada con su hijo que partió junto a ellas y no volvió a verle hasta que éste la visitó en su lecho de muerte.

Durante los tres primeros años, el señor Yang les envió a regañadientes una pensión mensual. A comienzos de 1939, sin embargo, el dinero dejó de llegar, y el doctor Xia y mi abuela hubieron de encargarse de alimentar a los tres. En aquellos días no existía un sistema legal como es debido ni, en consecuencia, leyes de contribución para el sostenimiento de la familia, por lo que toda esposa se encontraba enteramente a merced de su marido. Al morir la anciana señora Yang en 1942, mi bisabuela y Yu-lin se trasladaron a Jinzhou para vivir en la casa del doctor Xia. Mi bisabuela se consideraba a sí misma -al igual que a su hijo- una ciudadana de segunda clase destinada a vivir de la caridad. Pasaba el tiempo lavando la ropa de la familia y limpiando obsesivamente el hogar, a la vez que se mostraba exageradamente obsequiosa con su hija y con el doctor Xia. Era una piadosa budista, e incluía en sus oraciones diarias a Buda el ruego de que no la reencarnara en una mujer. «Permíteme que me convierta en un perro o un gato, pero no en una mujer», murmuraba constantemente mientras paseaba por la casa deshaciéndose en excusas a cada paso.

Mi abuela también había traído a Jinzhou a su hermana Lan, a quien quería entrañablemente. Lan se había casado con un ciudadano de Yixian que resultó ser homosexual y que la había ofrecido como presente a un rico tío suyo para el que trabajaba, dueño de una fábrica de aceites vegetales. El tío ya había violado a varios miembros femeninos de la familia, incluyendo a su joven nieta. Dada su condición de cabeza de familia, y dado el inmenso poder que ejercía sobre todos sus miembros, Lan no osaba contradecirle. Sin embargo, cuando su esposo se ofreció para entregarla al socio comercial de su tío, se negó en redondo. Mi abuela tuvo que pagar al marido para que la repudiara (xiu), dado que las mujeres no podían pedir el divorcio. Por fin, mi abuela la llevó a Jinzhou, donde contrajo matrimonio con un hombre llamado Pei-o.

Pei-o era uno de los guardianes de la prisión, y la pareja visitaba con frecuencia a mi abuela. Las historias que relataba Pei-o hacían que a mi madre se le pusieran los pelos de punta. La prisión estaba atestada de prisioneros políticos. Pei-o solía contarles cuan valientes eran, y cómo maldecían a los japoneses, incluso mientras éstos les torturaban. La tortura era una práctica habitual, y los prisioneros no recibían tratamiento médico alguno. Sencillamente, se les abandonaba hasta que sus heridas sanaban o se pudrían.

El doctor Xia recibió la oferta de acudir para tratar a los prisioneros. Durante una de sus primeras visitas, Pei-o le presentó a un amigo suyo llamado Dong, uno de los verdugos que manejaba el garrote. El prisionero era atado a una silla y alrededor de su cuello se ataba una soga que, a continuación, era lentamente apretada. La muerte tardaba largo rato en llegar.

El doctor Xia sabía por su cuñado que a Dong le remordía la conciencia, y que cada vez que tenía que aplicar el garrote a alguien había de emborracharse primero. El doctor Xia invitó a Dong a su casa. Le ofreció regalos y le sugirió que quizá podría evitar tensar la cuerda al máximo. Dong repuso que vería qué podía hacer. Normalmente, siempre había un japonés presente o, en su defecto, un colaborador de confianza, pero algunas veces, si la víctima no era lo bastante importante, los japoneses ni siquiera se molestaban en asistir. En otras ocasiones, partían antes de que el prisionero muriera. En tales ocasiones, sugirió Dong, quizá podría detener la acción del garrote antes de la muerte.

Después de ser agarrotados, los cadáveres eran introducidos en delgadas cajas de madera y transportados en un carro hasta una pequeña extensión de terreno baldío en las afueras de un poblado llamado La Colina Meridional, donde eran arrojados a una fosa poco profunda. El lugar se hallaba infestado de perros salvajes que se alimentaban de los cuerpos. También se arrojaban a la fosa numerosas niñas recién nacidas asesinadas por sus familias, lo que asimismo constituía una práctica habitual en aquellos tiempos.

El doctor Xia trabó amistad con el viejo carretero, al que de vez en cuando entregaba dinero. En ocasiones, el carretero acudía a la consulta y comenzaba a hablar de la vida de un modo aparentemente incoherente hasta que, por fin, su conversación derivaba hacia el cementerio: «Les he dicho a las almas de los muertos que no es culpa mía que se encuentren allí. Les he dicho que, en lo que a mí se refería, les deseaba todo lo mejor. Regresad el año que viene en vuestro aniversario, almas muertas. Pero, entretanto, si queréis partir en busca de otros cuerpos mejores en los cuales reencarnaros, acudid en la dirección hacia la que apuntan vuestras cabezas. Es la mejor ruta que podéis seguir.» Dong y el carretero nunca hablaban entre sí de lo que hacían, y el doctor nunca llevó la cuenta exacta del número de personas que habían salvado. Acabada la guerra, los «cadáveres» rescatados se pusieron de acuerdo para reunir el dinero necesario para comprarle a Dong una casa nueva y algo de terreno. Para entonces, el carretero ya había muerto.

Uno de los hombres a quienes salvaron la vida era un primo lejano de mi abuela llamado Han-chen que había desempeñado un papel de importancia en el movimiento de resistencia. Dado que Jinzhou era el principal nudo ferroviario al norte de la Gran Muralla, se convirtió en el punto de encuentro de los japoneses antes de su ataque a China propiamente dicha, el cual dio comienzo en julio de 1937. Había enormes medidas de seguridad. La organización de Han-chen se vio infiltrada por un espía y todos los miembros del grupo fueron arrestados y torturados. En primer lugar, les introdujeron por la nariz agua mezclada con guindillas picantes; a continuación, los abofetearon con zapatos dotados de agudos clavos que asomaban por las suelas. Por fin, la mayoría fueron ejecutados. Durante largo tiempo, los Xia dieron a Han-chen por muerto, hasta que un día el tío Pei-o les reveló que aún se hallaba vivo aunque, eso sí, a la espera de su ejecución. El doctor Xia se puso inmediatamente en contacto con Dong.

La noche de la ejecución, el doctor Xia y mi madre acudieron a La Colina Meridional con un carruaje. Lo estacionaron tras un macizo de árboles y esperaron. Podían oír a los perros que hozaban junto a las fosas, de las que surgía el hedor de la carne en descomposición. Por fin, apareció un carro. En la oscuridad, pudieron distinguir débilmente la silueta del viejo carretero que descendía del vehículo y arrojaba algunos cuerpos de los que transportaba en las cajas de madera. Esperaron a que se marchara y se acercaron a la fosa. Removiendo entre los cadáveres, terminaron por encontrar a Han-chen, pero no pudieron determinar si se hallaba vivo o muerto. Por fin, advirtieron que aún respiraba. Había sido torturado tan salvajemente que no podía caminar, por lo que, con gran esfuerzo, lo introdujeron en el carro y le condujeron a su casa.

Le ocultaron en una estancia diminuta situada en uno de los rincones más apartados de la casa. Su única puerta daba a la alcoba de mi madre, la cual, a su vez, sólo poseía acceso a través de la habitación de sus padres. Nadie podría dar con ella por casualidad. Dado que la casa era la única que tenía acceso directo al jardín, Han-chen podía pasear en él a salvo siempre y cuando alguien montara guardia.