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Un año, con motivo de la Feria del Templo del Dios de la Ciudad, mi abuela le mostró una hilera de esculturas de arcilla que habían sido alineadas en el templo y redecoradas y pintadas con motivo de tal acontecimiento. Podían verse escenas del infierno en las que la gente sufría castigo por sus pecados. Mi abuela señaló una figura de arcilla a la que dos diablos de cabellos puntiagudos como las púas de los erizos y ojos saltones como los de los sapos extraían casi medio metro de lengua a la vez que se la cortaban. El atormentado, dijo, había sido un embustero en su vida anterior, y eso mismo habría de ocurrirle a mi madre si alguna vez decía mentiras.

Entre el zumbido de la multitud y los apetitosos puestos de comida había aproximadamente una docena de grupos de estatuas, cada una de las cuales ilustraba una lección moral. Mi abuela mostraba alegremente aquellas horribles escenas a mi madre, una después de otra, pero al llegar a uno de los grupos la apartó sin dar explicación alguna. Algunos años más tarde, mi madre descubrió que el conjunto representaba a una mujer que era cortada en dos por dos hombres. La mujer, una vez viuda, había vuelto a casarse, y los dos hombres la cortaban porque había pertenecido a ambos. En aquellos días, numerosas viudas se mostraban atemorizadas por la perspectiva y, en consecuencia, permanecían fieles a sus maridos muertos sin importarles la desdicha que ello trajera consigo. Algunas llegaban a suicidarse si sus familias insistían en que contrajeran nuevamente matrimonio. Fue entonces cuando mi madre se dio cuenta de que el hecho de casarse con el doctor Xia no había supuesto una decisión fácil para mi abuela.