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Inmediatamente después de aquel episodio, el doctor Xia comenzó a ausentarse durante períodos que a veces eran de varios días. Acudió a la capital provincial, Jinzhou, situada a unos cuarenta kilómetros al Sur, en busca de empleo. El ambiente familiar se había tornado insoportable, y el accidente de mi madre -que fácilmente podía haber tenido un resultado trágico- le convenció de que se imponía la necesidad de mudarse.

La decisión no era fácil. En China se consideraba un gran honor tener a varias generaciones de una misma familia viviendo bajo el mismo techo, hasta el punto de que algunas calles ostentaban nombres tales como el de las «Cinco Generaciones Bajo Un Techo» en conmemoración de dichas estirpes. La ruptura de una familia tan grande era considerada una tragedia que había que evitar a toda costa, pero el doctor Xia intentó alegrar a mi abuela explicándole que para él sería un alivio el hecho de no tener tanta responsabilidad.

Mi abuela se sintió enormemente aliviada, si bien intentó no demostrarlo. De hecho, ella misma había intentado presionar discretamente al doctor Xia para que efectuara el traslado, especialmente después de lo que había sucedido con mi madre. Había tenido más que suficiente con la presencia glacial de aquella gran familia cuyos miembros tan fríamente contribuían a su desdicha y en la que carecía tanto de intimidad como de compañía.

El doctor Xia dividió su patrimonio entre los miembros. Lo único que conservó para sí fueron los obsequios que sus antepasados habían recibido de los emperadores manchúes. A la viuda de su hijo mayor le entregó todas sus tierras. El segundo hijo heredó la farmacia, y la casa pasó a ser propiedad del pequeño. Cuidó de asegurar el bienestar del Gran Lee y del resto de los sirvientes, y cuando preguntó a mi abuela si no le importaría verse convertida en una mujer pobre, ésta repuso que le bastaría con tenerle a él y a su hija: «Cuando se tiene amor, incluso el agua fresca resulta dulce.»

Un gélido día de diciembre de 1936, la familia se reunió frente a la verja principal para despedirles. Nadie lloraba, a excepción de De-gui, el único hijo que había defendido el matrimonio. El Gran Lee los condujo a la estación en el carro de caballos, y una vez allí mi madre se despidió de él con lágrimas en los ojos. Al subir al tren, sin embargo, su congoja se tornó en excitación. Era la primera vez que viajaba en tren desde que tenía un año, y la alegría le obligaba a dar saltos sin parar mientras miraba por la ventanilla.

Jinzhou era una ciudad grande de casi cien mil habitantes, capital de una de las nueve provincias de Manchukuo. Se extiende a unos quince kilómetros de distancia de la costa, en la zona de Manchuria más próxima a la Gran Muralla. Al igual que Yixian, se trataba de una población amurallada, pero su rápido crecimiento ya había hecho que rebasara con mucho sus muros. Contenía cierto número de fábricas textiles y dos refinerías de petróleo. Constituía, asimismo, un importante nudo de ferrocarril, e incluso contaba con su propio aeropuerto.

Los japoneses la habían ocupado a comienzos de enero de 1932 tras una serie de sangrientos combates. Jinzhou estaba situada en una posición de gran importancia estratégica, y había desempeñado un papel fundamental en la conquista de Manchuria, la cual había originado un importante conflicto diplomático entre los Estados Unidos y Japón a la vez que había constituido un episodio crucial dentro de la larga cadena de acontecimientos que, diez años más tarde, condujeron al bombardeo de Pearl Harbor.

Cuando los japoneses desencadenaron su ataque sobre Manchuria en septiembre de 1931, el Joven Mariscal -Chang Hsueh-liang- se vio forzado a abandonar su capital, Mukden, en manos del enemigo. Trasladó su campamento a Jinzhou con un contingente de unos doscientos mil soldados y estableció allí su cuartel general. Inmediatamente, los japoneses bombardearon la ciudad desde el aire en lo que se considera uno de los primeros ataques aéreos de la historia. A continuación, las tropas japonesas entraron en Jinzhou arrementiendo violentamente contra todo lo que encontraban a su paso.

Aquella era la ciudad en la que el doctor Xia, con sus sesenta y seis años de edad, hubo de comenzar de nuevo desde el principio. Tan sólo podía permitirse el alquiler de una choza de barro de apenas ocho metros cuadrados en una de las zonas bajas más pobres de la ciudad, situada junto a un río y bajo un risco. La mayor parte de sus vecinos eran demasiado pobres para permitirse un techo como es debido, por lo que se contentaban con extender sobre sus cuatro paredes unos trozos de hierro ondulado que luego lastraban con piedras en un intento de evitar que fueran arrastrados por los frecuentes vendavales. La zona se encontraba situada en la linde de la población, frente a los campos de sorgo que se extendían al otro lado del río. A su llegada, en el mes de diciembre, la tierra parduzca aparecía congelada, al igual que el río, que en aquella zona alcanzaba una anchura de treinta metros. En primavera, con el deshielo, el terreno que les rodeaba se convirtió en una ciénaga, y el hedor de las aguas residuales que habían permanecido congeladas durante el invierno llegó a atenazarse a su olfato de un modo permanente. Durante el verano, la zona se encontraba infestada de mosquitos, y las inundaciones constituían una amenaza permanente, ya que el río se elevaba muy por encima del nivel de las casas y los muros de contención se encontraban en un estado de conservación lamentable.

La sensación que más poderosamente asaltó a mi madre fue la de un frío casi insoportable. Todas las actividades -no sólo ya el sueño- debían realizarse sobre el kang, el cual ocupaba la mayor parte del espacio disponible en la choza a excepción de una pequeña estufa que descansaba en un rincón. Los tres tenían que dormir juntos sobre el kang. Carecían de electricidad y de agua corriente. El retrete era una choza de barro en la que se había instalado una letrina comunitaria.

Frente a la casa se alzaba un templo pintado de vivos colores y dedicado al Dios del Fuego. La gente que acudía a orar en él solía atar sus caballos frente a la casa de los Xia. Cuando el tiempo se tornó más cálido, el doctor Xia adquirió la costumbre de ir a pasear con mi madre a lo largo del río durante el atardecer y recitarle poemas clásicos mientras contemplaban las espléndidas puestas de sol. Mi abuela no les acompañaba: no era costumbre que los esposos salieran a pasear con sus mujeres y, en cualquier caso, sus pies vendados le hubieran hecho imposible disfrutar del paseo.

Se hallaban al borde de la inanición. En Yixian, la familia siempre había contado con un suministro constante de alimentos procedente de las tierras del doctor Xia, lo que significaba que nunca les faltaba arroz incluso después de que los japoneses se hubieran adueñado de su parte. Ahora, sus ingresos habían descendido drásticamente, y los japoneses se apropiaban de una cantidad aún mayor de los recursos existentes. Gran parte de la producción local de alimentos era exportada a Japón por la fuerza, y el nutrido Ejército japonés que ocupaba Manchuria consumía la mayor parte del arroz y el trigo restantes. La población local podía, en ocasiones, hacerse con algo de maíz o sorgo, pero incluso estos productos resultaban escasos. La dieta básica consistía en bellotas, de gusto y aroma repugnantes.

Mi abuela nunca había conocido semejante pobreza, pero aquella fue la época más feliz de su vida. El doctor Xia la amaba, y tenía a su hija con ella todo el tiempo. Ya no se veía obligada a soportar los tediosos rituales manchúes, y la diminuta choza de barro se hallaba siempre alegrada por las risas. En ocasiones, ella y el doctor Xia pasaban las largas veladas jugando a las cartas. Las reglas dictaban que si el doctor Xia perdía, mi abuela había de propinarle tres cachetes, mientras que si era él quien ganaba, debía besar a su esposa tres veces.

Mi abuela contaba con numerosas amigas en la vecindad, lo que resultaba nuevo para ella. Como esposa de un médico, era respetada a pesar de su pobreza. Después de tantos años de verse humillada y tratada como una mercancía cualquiera, se sentía por fin rodeada de auténtica libertad.

De cuando en cuando, ella y sus amigas escenificaban antiguas representaciones manchúes para su propio disfrute, tocando tambores, cantando y bailando. Las melodías que interpretaban consistían en notas y ritmos sencillos y repetitivos, y las mujeres improvisaban la letra a lo largo de la obra. Las casadas cantaban acerca de su vida sexual, y las vírgenes hacían preguntas relacionadas con el sexo. Dado que en su mayor parte eran analfabetas, aquello proporcionaba a muchas la ocasión de aprender acerca de las circunstancias de la vida. Asimismo, se servían de sus cánticos para charlar sobre sus vidas y sus esposos y a la vez airear sus chismorreos.

A mi abuela le encantaban aquellas reuniones, y a menudo las ensayaba en casa. Se sentaba sobre el kang, golpeaba el tambor con la mano izquierda y componía la letra a medida que avanzaba. Con frecuencia, el doctor Xia sugería sus propias palabras. Mi madre era demasiado joven para asistir a aquellas reuniones, pero solía observar fascinada los ensayos de mi abuela, y se mostraba especialmente interesada en conocer el significado de las palabras que sugería el doctor Xia. A la vista de lo mucho que reían ambos, sabía que debían de ser sumamente divertidas. Sin embargo, cuando mi abuela se las repetía, «se desplomaba entre nubes y niebla», ignoraba por completo qué significaban.

La vida, no obstante, resultaba dura. Cada día era una nueva batalla por sobrevivir. El arroz y el trigo sólo podían encontrarse en el mercado negro, por lo que mi abuela comenzó a vender parte de las joyas que el general Xue le había regalado. Ella misma apenas comía: o bien decía que ya había comido, o bien afirmaba que no tenía hambre y que ya comería más tarde. Cuando el doctor Xia descubrió que estaba vendiendo sus joyas, la instó a que se detuviera: «Yo ya soy un anciano -dijo-. Algún día moriré, y entonces dependerás de esas alhajas para sobrevivir.»

El doctor Xia trabajaba como médico asalariado en una farmacia, lo que no le proporcionaba demasiadas ocasiones para demostrar su competencia. Sin embargo, trabajaba con ahínco y, poco a poco, su reputación creció, por lo que no tardaron en solicitar que acudiera al domicilio de un enfermo. Aquella tarde, cuando regresó, traía consigo un paquete envuelto en tela. Guiñando un ojo a su esposa y a mi madre, les desafió a que adivinaran qué contenía. Mi madre no podía separar los ojos del humeante paquete, y antes de gritar «¡Rollos al vapor!» ya lo estaba abriendo. Mientras devoraba los rollos, alzó la mirada y vio los ojos chispeantes del doctor Xia. Más de cincuenta años después, aún puede recordar su expresión de felicidad, e incluso hoy afirma que no puede recordar nada tan delicioso como aquellos simples rollos de trigo.