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Existía el peligro de que se produjera una redada por parte de la policía o de los comités vecinales de la localidad. Ya desde los comienzos de su ocupación, los japoneses habían organizado un sistema de control de vecindarios. Para ello, habían nombrado jefes de aquellas unidades a los personajes más importantes de cada distrito, y dichos jefes vecinales colaboraban en la recaudación de impuestos y en la organización de una vigilancia permanente en busca de «elementos ilegales». En realidad, aquello no era más que una forma institucionalizada de gangsterismo en el que la «protección» y la información constituían las llaves de acceso al poder. Asimismo, los japoneses ofrecían generosas recompensas por denunciar a las personas. La policía de Manchukuo representaba una amenaza menos grave que los civiles ordinarios. De hecho, muchos de los policías eran profundamente antijaponeses. Una de sus principales labores consistía en verificar el registro de las personas, y solían realizar frecuentes registros domiciliarios. Sin embargo, anunciaban su llegada gritando «¡Verificación de registros! ¡Verificación de registros!», por lo que cualquiera que deseara esconderse disponía de suficiente tiempo para ello. Cada vez que Han-chen o mi abuela escuchaban aquel grito, esta última se apresuraba a ocultarle en un montón de sorgo seco almacenado en la habitación del fondo para ser utilizado como leña. Los policías entraban tranquilamente en la casa, se sentaban, tomaban una taza de té y decían a mi abuela en tono de disculpa «Lo sentimos. Esto, ya sabe, no es más que una formalidad…».

En aquella época, mi madre tenía once años. Aunque sus padres no le decían lo que estaba ocurriendo, sabía que no debía hablar de la presencia de Han-chen en la casa. Aprendió a ser discreta desde la niñez.

Mi abuela cuidó a Han-chen hasta que, poco a poco, logró devolverle la salud. Al cabo de tres meses, se encontraba con fuerzas suficientes para partir. La despedida fue sumamente emotiva. «Hermana mayor, cuñado mayor -dijo-, nunca olvidaré que os debo la vida. Tan pronto como tenga ocasión, os pagaré la deuda que he contraído con vosotros.» Tres años después habría de regresar para cumplir su promesa al pie de la letra.

Parte de la educación de mi madre y de sus compañeras de clase consistía en contemplar los noticiarios que relataban los éxitos bélicos de los japoneses. Lejos de sentirse avergonzados de su brutalidad, los japoneses se servían de ello como sistema para despertar el miedo. En las películas podía verse a soldados japoneses cortando a personas por la mitad y a prisioneros atados a estacas y abandonados a la voracidad de los perros. Las películas incluían asimismo detallados primeros planos de los ojos aterrorizados de las víctimas al ver aproximarse a sus atacantes. Los japoneses, entretanto, vigilaban a las colegialas de once y doce años para asegurarse de que no cerraran los ojos ni intentaran introducirse pañuelos en la boca para ahogar sus gritos. Como consecuencia de aquello, mi madre tuvo pesadillas durante años.

En 1942, habiendo desplegado sus ejércitos a lo largo de China, el sudeste asiático y el océano Pacífico, los japoneses comenzaron a verse faltos de mano de obra. Todas las muchachas que integraban la clase de mi madre se vieron reclutadas a la fuerza para trabajar en una fábrica textil junto con niñas japonesas. Para ello, las japonesas era transportadas en camiones, pero las colegialas de la localidad habían de caminar más de seis kilómetros al día. Asimismo, las japonesas llevaban consigo almuerzos consistentes en carne, verduras y fruta, mientras que las chinas debían contentarse con unas acuosas gachas preparadas con un maíz mohoso junto al que flotaban gusanos muertos.

Las muchachas japonesas se ocupaban de tareas sencillas, tales como la limpieza de las ventanas. Las locales, sin embargo, debían manejar complicadas máquinas giratorias que exigían una depurada técnica y que resultaban peligrosas incluso para los adultos. Su función primordial era la de reenlazar los hilos rotos mientras las máquinas funcionaban a toda velocidad. Si no advertían la rotura del hilo o no lo reenlazaban con la suficiente rapidez eran salvajemente golpeadas por los supervisores japoneses.

Las muchachas vivían aterrorizadas. La combinación de nerviosismo, frío, hambre y cansancio originaba numerosos accidentes. Más de la mitad de las compañeras de mi madre resultaron heridas. Un día, mi madre fue testigo de cómo una lanzadera salía despedida de una de las máquinas y arrancaba un ojo a la muchacha situada junto a ella. El supervisor japonés no dejó de reprenderla durante todo el trayecto hasta el hospital por no haber tenido más cuidado.

Cuando concluyó su período laboral en la fábrica, mi madre ingresó en la enseñanza media. Los tiempos habían cambiado desde la época en que mi abuela era niña, y las jóvenes ya no se veían confinadas a las cuatro paredes de sus hogares. Resultaba socialmente aceptable que realizaran estudios a nivel medio. No obstante, varones y hembras recibían educaciones distintas. En las chicas, el objetivo era convertirlas en «esposas amables y buenas madres», tal y como rezaba el lema del instituto. Aprendían lo que los japoneses denominaban «modales de mujer»: cuidado de la casa, cocina y costura, ceremonia del té, arreglo floral, bordado, dibujo y conocimientos de arte. La asignatura más importante era cómo complacer al esposo. Incluía cómo vestirse, cómo peinarse, cómo hacer una reverencia y, sobre todo, cómo obedecer a ciegas. Como decía mi abuela, mi madre parecía tener «huesos rebeldes», y apenas logró aprender ninguna de aquellas habilidades. Ni siquiera la cocina.

Algunos exámenes se realizaban en forma de tareas prácticas, tales como la preparación de algún plato en particular o el arreglo de una colección floral. El tribunal solía estar formado por funcionarios locales chinos y japoneses que no sólo calificaban los exámenes sino que juzgaban la valía de las muchachas, cuyas fotografías -en las que aparecían ataviadas con hermosos delantales diseñados por ellas mismas- eran expuestas en los tablones de anuncios junto con las tareas que les habían sido encomendadas. A menudo, los funcionarios japoneses elegían a sus novias entre las muchachas, dado que el Gobierno estimulaba el emparejamiento entre los invasores y las conquistadas. Algunas muchachas eran asimismo seleccionadas para viajar a Japón y contraer matrimonio con hombres a los que no conocían, a lo que éstas -o más a menudo sus familias- solían mostrarse bien dispuestas. Durante las etapas finales de la ocupación, una de las amigas de mi madre resultó seleccionada para su traslado a Japón, pero perdió el barco y la rendición japonesa la sorprendió aún en Jinzhou. A partir de entonces, mi madre comenzó a mirarla con mala cara.

Al contrario de sus predecesores chinos mandarines, quienes rechazaban las actividades físicas, los japoneses eran sumamente dados a los deportes, afición que mi madre también compartía. Ya se había recobrado de su lesión de cadera, y no era mala corredora. En cierta ocasión, fue seleccionada para participar en una importante competición. Se entrenó durante semanas, y contemplaba con considerable animación la llegada del gran día. Sin embargo, pocos días antes de la carrera, el entrenador -también chino- la llevó aparte y le rogó que no intentara ganarla. Añadió que no podía explicar el motivo, pero mi madre lo comprendió. Sabía que a los japoneses no les gustaba resultar derrotados por los chinos en ninguna disciplina. En la carrera participaba otra de las muchachas locales, y el entrenador pidió a mi madre que le transmitiera la misma recomendación sin decirle de dónde procedía. El día de la carrera, mi madre ni siquiera terminó entre las seis primeras. Sus amigas advirtieron que tampoco lo había intentado, pero su compañera no pudo evitar hacerlo y llegó en primer lugar.

Los japoneses no tardaron en obtener su venganza. Todas las mañanas tenía lugar una asamblea presidida por el director del instituto, a quien habían puesto el sobrenombre de Pollino debido a que su nombre, leído al modo chino (Mao-li), sonaba como la palabra «pollino» (mao-lü). Solía espetar sus órdenes con una voz áspera y gutural para señalar las cuatro profundas reverencias que debían dedicarse a los cuatro puntos designados. En primer lugar, «¡Adoración distante de la capital imperial!», en dirección a Tokio. A continuación, «¡Adoración distante de la capital nacional!», en dirección a Hsinking, capital de Manchukuo. Después, «¡Adoración reverente del Emperador Celestial!», refiriéndose al emperador de Japón y, por fin, «¡Adoración reverente del retrato imperial!», lo que significaba inclinarse ante el retrato de Pu Yi. Tras dichos saludos, se realizaba una reverencia menos profunda como saludo a los profesores.

Aquella mañana en particular, y una vez completada la serie de reverencias, la muchacha que había ganado la carrera el día anterior fue súbitamente apartada de su fila por el Pollino, quien afirmó que su reverencia a Pu Yi había sido inferior a los noventa grados establecidos. Tras abofetearla y propinarle varias patadas, anunció que quedaba expulsada, lo que constituía una catástrofe tanto para ella como para su familia.

Sus padres se apresuraron a casarla con un insignificante funcionario gubernamental. Tras la derrota de Japón, su esposo fue tachado de colaboracionista y, en consecuencia, la muchacha tan sólo pudo obtener empleo en una planta química. Entonces no existían controles de contaminación, y cuando mi madre regresó a Jinzhou en 1984 y logró localizarla, se hallaba casi ciega a causa de los productos químicos. Sin embargo, mostró un notable sarcasmo al referirse a las ironías de su vida: tras vencer a los japoneses en una carrera, había terminado por sufrir el trato dado a los colaboracionistas. Aun así, afirmó que no se arrepentía de haber obrado como lo hizo.

Para los habitantes de Manchukuo no resultaba sencillo enterarse de lo que sucedía en el resto del mundo, ni del curso que seguía la guerra con Japón. El frente se hallaba a gran distancia, las noticias sufrían una estricta censura y la radio no escupía otra cosa que propaganda. Sin embargo, comenzaron a intuir que Japón se encontraba en apuros a través de una serie de indicios, especialmente el empeoramiento del suministro de alimentos.

Las primeras noticias propiamente dichas llegaron durante el verano de 1943, cuando los periódicos informaron de que uno de los aliados de Japón -Italia- se había rendido. A mediados de 1944, algunos de los civiles japoneses que trabajaban en las oficinas gubernamentales de Manchukuo comenzaron a ser reclutados. Por fin, el 29 de julio de 1944, los B-29 norteamericanos aparecieron por primera vez en el cielo de Jinzhou, si bien no bombardearon la ciudad. Los japoneses ordenaron que se construyeran refugios antiaéreos en todos los hogares, y en las escuelas se estableció de modo obligatorio la realización de un simulacro de bombardeo diariamente. Un día, una de las niñas de la clase de mi madre cogió un extintor y lo descargó sobre un profesor japonés al que odiaba especialmente. Poco tiempo antes, las consecuencias de ello hubieran sido inmediatas, pero en aquella ocasión logró salir impune. Comenzaban a volverse las tornas.