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Mi madre había leído Madame Bovary, y sabía que había sido escrita por Flaubert, y no por Maupassant. Aquella fatua manifestación restó numerosos puntos de su consideración hacia Liu, pero prefirió evitar el enfrentamiento con él en ese momento, pues ello habría sido considerado como una actitud «cascarrabias».

A Liu le encantaba el juego, especialmente el mah-jongg que, sin embargo, aburría a muerte a mi madre. Poco tiempo después, una tarde en que se encontraban en mitad de una partida, una doncella entró y preguntó: «¿Qué doncella preferiría el amo Liu que le sirviera en la cama?» Liu contestó despreocupadamente: «Tal doncella.» Mi madre temblaba de furia, pero Liu se limitó a alzar las cejas, como si su reacción le sorprendiera. Seguidamente, dijo: «En Japón es una costumbre perfectamente normal. Todo el mundo lo hace. Se llama si-qin (“cama con servicio”).» Intentaba hacer que mi madre se sintiera provinciana y celosa, lo que en China se contemplaba tradicionalmente como uno de los peores vicios que podía tener una mujer, y más que suficiente para justificar que su marido la repudiara. Una vez más, mi madre guardó silencio, si bien interiormente hervía de rabia.

Decidió que no podría ser feliz con un esposo que contemplara el flirteo y el sexo extramarital como aspectos esenciales de la «masculinidad». Quería alguien que la amara y que no quisiera herirla con aquella clase de actitudes. Aquella misma tarde, decidió poner fin a la relación.

Pocos días después, el viejo señor Liu murió súbitamente. En aquellos días, era muy importante gozar de un funeral espectacular, especialmente si el fallecido era cabeza de familia. Un funeral que no se encontrara a la altura de las expectativas de los parientes y la sociedad no lograría sino atraer la desaprobación general sobre la familia. Los Liu deseaban una ceremonia complicada, y no una simple procesión desde la casa al cementerio. Se hicieron venir monjes para que leyeran el sutra budista de «inclinar la cabeza» en presencia de todos los familiares. A continuación, los miembros de la familia rompieron en lágrimas. Desde entonces, y hasta el momento del entierro, fijado para el cuadragésimo noveno día después del fallecimiento, el sonido de los sollozos y lamentos debería oírse sin interrupción desde primeras horas de la mañana hasta la medianoche, acompañados por la constante incineración de dinero artificial destinado a su uso en el otro mundo por parte del difunto. Muchas familias no lograban sostener aquel maratón, y preferían alquilar a plañideras profesionales para que realizaran el trabajo. Los Liu, sin embargo, eran demasiado filiales para hacer una cosa así por lo que se ocuparon personalmente de los lamentos, con la ayuda de sus numerosos familiares.

Cuarenta y dos días después de su muerte, el cadáver del señor Liu, previamente depositado en un féretro de madera de sándalo espléndidamente labrado, fue situado en una marquesina instalada en el patio. Se suponía que durante las siete últimas noches antes de su sepultura, el difunto ascendería a una alta montaña del otro mundo y, desde allí, contemplaría a toda su familia; sólo se sentiría feliz si comprobaba que cada uno de sus miembros se encontraba bien y bajo la protección del resto. De otro modo -pensaban- nunca lograría el descanso. La familia solicitó, pues, la presencia de mi madre en calidad de futura nuera.

Ella se negó. Lamentaba la muerte del viejo señor Liu, quien siempre se había mostrado amable con ella, pero si asistía a su funeral nunca podría evitar tener que contraer matrimonio con su hijo. Al domicilio de los Xia llegó un continuo afluir de mensajeros procedentes de casa de los Liu.

El doctor Xia dijo a mi madre que el hecho de romper la relación en aquel momento equivalía a defraudar al difunto señor Liu, lo que se consideraba deshonroso. Si bien no hubiera opuesto objeción alguna a tal ruptura en una situación normal, opinaba que, dadas las circunstancias, sus deseos debían subordinarse a exigencias de mayor importancia. Mi abuela también era de la opinión de que debía acudir. Por si fuera poco, añadió: «¿Cuándo se ha oído hablar de que una muchacha rechace a un hombre porque haya tenido amantes o haya confundido el nombre de un escritor extranjero? A todos los jóvenes les gusta divertirse y andar de picos pardos. Además, no tienes que preocuparte de doncellas ni de concubinas. Posees un carácter fuerte, y sabrás mantener controlado a tu esposo.»

Aquello no se asemejaba al concepto de vida que deseaba mi madre, y así lo manifestó. Interiormente, mi abuela coincidía con ella, pero le asustaba que mi madre siguiera en casa debido a las constantes proposiciones de los oficiales del Kuomintang. «Podemos decir que no a uno, pero no a todos ellos -dijo a mi madre-. Si no te casas con Zhang, tendrás que aceptar a Lee. Piénsalo: ¿acaso no es Liu mucho mejor que los otros? Si te casas con él, ningún oficial podrá volver a molestarte. Paso las noches y los días angustiada pensando en qué podría sucederte. No podré descansar hasta que no tengas tu casa.» Pero mi madre dijo que prefería morir a casarse con alguien que no pudiera proporcionarle felicidad… y amor.

Los Liu se enfurecieron con mi madre, al igual que el doctor Xia y mi abuela. Durante días, discutieron, suplicaron, engatusaron, gritaron y sollozaron sin éxito. Finalmente, por primera vez desde que el día en que la había golpeado de niña por ocupar su sitio sobre el kang, el doctor Xia montó en cólera con mi madre. «Lo que estás haciendo es traer la vergüenza al nombre de Xia. ¡No quiero tener una hija como tú!» Mi madre se puso en pie y respondió con las siguientes palabras: «De acuerdo, pues. No tendrás que tener una hija como yo. ¡Me marcho!» Dicho esto, salió precipitadamente de la estancia, empaquetó sus cosas y abandonó la casa.

En la época de mi abuela, a nadie se le hubiera ocurrido irse de casa de semejante modo. Una mujer no podía obtener empleo alguno sino como sirvienta, e incluso para ello había de poseer referencias. Pero los tiempos habían cambiado. Aunque la mayor parte de las familias lo consideraban un último recurso, las mujeres de 1946 podían vivir solas y encontrar trabajo en campos como la educación o la medicina. En la escuela de mi madre existía un departamento de formación docente que ofrecía enseñanza y alojamiento gratuitos a aquellas muchachas que hubieran completado tres años de estudios. Aparte de un examen previo, la única condición que se requería era que las licenciadas pasaran a trabajar como profesoras. La mayoría de las alumnas del departamento procedían de familias pobres que no disponían de medios para pagarles una educación o de personas que dudaban de sus posibilidades de ingreso en una universidad, por lo que rehusaban permanecer en el instituto. Hasta 1945, las mujeres no pudieron contemplar la posibilidad de acceder a la universidad. Bajo el mandato de los japoneses, no podían pasar del instituto, donde lo único que aprendían era, fundamentalmente, cómo llevar una familia.

Hasta entonces, mi madre nunca había contemplado siquiera el ingreso en aquel departamento, considerado generalmente una posibilidad secundaria, pues siempre había considerado que tenía madera para la universidad. En el departamento cundió una ligera sorpresa cuando se recibió la solicitud, pero ella les convenció de su ferviente deseo de ingresar en la profesión docente. Aún no había concluido sus tres años obligatorios de escuela, pero ya era conocida como una alumna estrella. El departamento se mostró encantado de aceptarla después de someterla a un examen que no tuvo dificultad alguna en aprobar. Se trasladó a vivir a la escuela, y mi abuela no tardó en correr a suplicarle que regresara a casa. Mi madre se alegró de alcanzar la reconciliación; prometió acudir a casa con frecuencia y quedarse a dormir a menudo, pero insistió en conservar su cama en la escuela. Estaba decidida a no depender de ninguna persona, por mucho que ésta la amara. Para ella, el departamento resultaba ideal. Le garantizaba un empleo tras su graduación en un momento en que numerosos licenciados universitarios no lograban encontrar trabajo. Otra ventaja era su gratuidad, ya que el doctor Xia comenzaba a sufrir los efectos de la mala administración económica.

Los miembros del Kuomintang a cargo de las fábricas -al menos los de aquellas que no habían sido desmanteladas por los rusos- mostraban una notoria incapacidad para poner una vez más la economía en marcha. Lograron poner en funcinamiento algunas fábricas muy por debajo de su capacidad, pero se embolsaban ellos mismos la mayor parte de los ingresos que producían.

Sus intrusos procedían a trasladarse a las elegantes viviendas que los japoneses habían abandonado. La casa contigua al antiguo domicilio de los Xia -la que había pertenecido al funcionario japonés- se hallaba ahora ocupada por un funcionario del Kuomintang y una de sus nuevas concubinas. El alcalde de Jinzhou, un tal señor Han, había sido un don nadie local. De pronto, se vio convertido en alguien rico gracias a la venta de propiedades confiscadas de los japoneses y sus colaboradores. Se hizo con varias concubinas, y los habitantes de la localidad comenzaron a referirse al Ayuntamiento como «la hacienda de Han», atestado como estaba de sus parientes y amigos.

Cuando el Kuomintang ocupó Yixian, mi bisabuelo Yang fue liberado de su prisión (o acaso pudo comprar su libertad). Los lugareños creían -muy acertadamente- que los funcionarios del Kuomintang hacían verdaderas fortunas gracias a los antiguos colaboracionistas. Yang intentó protegerse a sí mismo casando a la única hija que le quedaba (a quien había tenido hasta entonces viviendo con una de sus concubinas) con un oficial del Kuomintang. Sin embargo, aquel hombre era tan sólo capitán, por lo que no poseía el poder suficiente como para prestarle una protección real. Las propiedades de Yang fueron confiscadas, y el anciano se vio reducido a vivir como un mendigo, a «permanecer en cuclillas junto a las alcantarillas», en palabras de los habitantes de la localidad. Cuando su esposa se enteró de aquello, prohibió a sus hijos que le dieran dinero alguno o hicieran nada por ayudarle.

En 1947, poco más de un año después de su puesta en libertad, comenzó a desarrollar un bocio canceroso en el cuello. Al advertir que se estaba muriendo, envió un mensaje a Jinzhou con el ruego de que se le permitiera ver a sus hijos. Mi bisabuela se negó, pero el anciano continuó enviando mensajes en los que les suplicaba que fueran. Por fin, su mujer se ablandó. Mi abuela, Lan y Yu-lin partieron hacia Yixian en tren. Hacía diez años desde que mi abuela había visto a su padre, y lo halló convertido en una sombra derrotada de lo que había sido en otro tiempo. Al ver a sus hijos, corrieron abundantes lágrimas por las mejillas del viejo Yang. A éstos les costaba trabajo perdonarle el modo en que había tratado a su madre -y a ellos mismos-, y se dirigieron a él empleando fórmulas más bien distantes. El anciano suplicó a Yu-lin que le llamara «padre», pero Yu-lin se negó. El rostro desfigurado de Yang era la imagen de la desesperación. Mi abuela suplicó a su hermano que le llamara «padre», aunque sólo fuera por una vez. Por fin, Yu-lin lo hizo, apretando los dientes. Su padre le tomó de la mano y le dijo: «Intenta convertirte en profesor, o si lo prefieres monta un pequeño negocio. Nunca intentes conseguir un empleo como funcionario. Te arruinaría del mismo modo que me ha arruinado a mí.» Aquellas fueron las últimas palabras que dirigió a su familia.