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Mi abuela no se dio cuenta de que Han-chen se hallaba desesperado con su trabajo. Al igual que Lealtad Pei-o, se había convertido en un adicto al opio, bebía copiosamente y visitaba prostitutas. Se estaba consumiendo a ojos vista. Han-chen siempre había sido un hombre autodisciplinado, dotado de un poderoso sentido de la moralidad, y tal actitud resultaba sumamente impropia de él. Mi abuela pensó que quizá el antiguo remedio del matrimonio conseguiría devolverle al buen camino, pero cuando se lo sugirió, Han-chen respondió que no podía tomar una esposa porque no deseaba vivir. Mi abuela se sintió conmocionada al oír aquello, e insistió para que le dijera el motivo. Han-chen, sin embargo, se limitó a sollozar y dijo con amargura que no podía decírselo y que, de todos modos, ella tampoco habría podido ayudarle.

Han-chen se había unido al Kuomintang porque odiaba a los japoneses, pero las cosas no habían salido como él esperaba. El hecho de formar parte de los servicios de inteligencia significaba que difícilmente podía evitar que sus manos se mancharan con la sangre inocente de algunos de sus compatriotas chinos. Y no podía marcharse. Lo que le había sucedido a la amiga de mi madre, Bai, era lo mismo que les ocurría a todos aquellos que intentaban abandonar. Probablemente, Han-chen pensaba que el único modo de salir de allí era el suicidio, pero el suicidio constituía un gesto tradicional de protesta, por lo que podría acarrear problemas a la familia. Han-chen debió de llegar a la conclusión de que lo único que podía hacer era morir de muerte «natural», motivo por el cual maltrataba su cuerpo hasta tales extremos y se negaba a seguir ningún tipo de tratamiento.

En la víspera del Año Nuevo chino de 1947, regresó al hogar de su familia en Yixian para pasar los festivales con su hermano y su anciano padre. Como si intuyera que aquél había de ser su último encuentro, decidió quedarse. Cayó gravemente enfermo, y murió durante el verano. Había revelado a mi abuela que el único pesar que le producía la muerte era el no poder cumplir con su deber filial y organizar un grandioso funeral para su padre.

Sin embargo, no murió sin cumplir sus obligaciones para con mi abuela y su familia. Aunque se había negado a introducir a Yu-lin en el servicio de inteligencia, le consiguió una tarjeta de documentación que le identificaba como funcionario de inteligencia del Kuomintang. Yu-lin nunca trabajó para el sistema, pero su pertenencia a la organización garantizaba su inmunidad frente a cualquier intento de reclutamiento forzoso, por lo que pudo quedarse y ayudar al doctor Xia en la farmacia.

Uno de los profesores que había en la facultad de mi madre era un joven llamado Kang que enseñaba literatura china. Era sumamente inteligente e instruido, y mi madre sentía un tremendo respeto hacia él. Kang le dijo a ella y a otras muchachas que se había visto involucrado en actividades antikuomintang en la ciudad de Kunming, situada al sudoeste de China, y que su novia había resultado muerta por una granada de mano durante una manifestación. Sus discursos eran claramente procomunistas, y causaron en mi madre una fuerte impresión.

Una mañana de comienzos de 1947, el viejo portero de la universidad detuvo a mi madre cuando ésta atravesaba la verja. A continuación, le entregó una nota y le dijo que Kang se había marchado. Lo que mi madre ignoraba era que Kang había recibido un aviso, ya que algunos de los agentes de inteligencia del Kuomintang trabajaban en secreto para los comunistas. En aquella época, mi madre no sabía gran cosa de los comunistas, ni estaba tampoco al tanto de que Kang fuera uno de ellos. Todo lo que sabía era que el profesor que más admiraba había tenido que huir porque se encontraba a punto de ser arrestado.

La nota era de Kang, y consistía tan sólo en una palabra: «Silencio.» Mi madre vio en aquel término dos posibles significados. Podía referirse a uno de los versos de un poema que Kang había escrito en memoria de su novia -«Silencio… en el que crecen nuestras fuerzas»-, en cuyo caso podía considerarse una exhortación al optimismo. Pero también podía considerarse una advertencia para que no fuera a cometer ningún acto alocado. Para entonces, mi madre había adquirido reputación de persona intrépida, lo que la convertía en una líder entre los estudiantes.

Al poco tiempo, llegó una nueva directora. Era delegada del Congreso Nacional del Kuomintang y, según se decía, se hallaba relacionada con el servicio secreto. Con ella llegaron unos cuantos agentes de inteligencia, incluido uno llamado Yao-han que se convirtió en supervisor político encargado de la tarea especial de vigilar a los estudiantes. El supervisor académico era el Secretario Comarcal de Partido para el Kuomintang.

En aquella época, el amigo más cercano de mi madre era un primo lejano llamado Hu cuyo padre poseía una cadena de almacenes en las ciudades de Jinzhou, Mukden y Harbin y tenía una esposa y dos concubinas. Su mujer le había dado un hijo, el primo Hu, pero las concubinas no. Por ello, la madre del primo Hu se convirtió en objeto de intensos celos por parte de ambas. Una noche en que el esposo se encontraba fuera de casa, las concubinas vertieron un somnífero en la comida de la señora Hu y en la de un joven sirviente, tras lo cual acostaron a ambos en la misma cama. Cuando el señor Hu regresó y encontró a su esposa acostada con el criado y aparentemente borracha como una cuba, enloqueció de furia; encerró a su mujer en un cuartito diminuto situado en un remoto rincón de la casa y prohibió a su hijo que volviera a verla. Como por otra parte alimentaba la sospecha sorda de que todo aquello no hubiera sido más que un complot de las concubinas, no repudió y expulsó a su esposa, acción que hubiera constituido la humillación definitiva tanto para ella como para él. Le preocupaba que las concubinas pudieran perjudicar a su hijo, por lo que envió a éste a un colegio interno de Jinzhou. Fue en aquella ciudad donde mi madre le conoció. Entonces, ella tenía siete años y él doce. Su madre, reducida a aquel confinamiento solitario, no tardó en perder el juicio.

El primo Hu creció hasta convertirse en un muchacho sensible y reservado. Nunca logró superar lo ocurrido, y algunas veces hablaba con mi madre de ello. La historia hacía reflexionar a mi madre acerca de la espantosa vida que habían llevado las mujeres en su propia familia y las numerosas tragedias que habían acaecido a tantas otras madres, hijas, esposas y concubinas. Le enfurecía el estado de impotencia de las mujeres y la barbarie de algunas costumbres ancestrales disfrazadas con los mantos de «tradición» e incluso de «moralidad». Aunque se habían producido ciertamente algunos cambios, éstos se hallaban aún sepultados por los terribles prejuicios existentes. Mi madre aguardaba con impaciencia la llegada de una actitud más radical.

En la facultad aprendió que existía una fuerza política que había prometido cambios abiertamente: eran los comunistas. La información le llegó procedente de una buena amiga, una joven de dieciocho años llamada Shu que había roto con su familia y vivía en la facultad debido a que su padre había pretendido obligarla a contraer matrimonio con un muchachito de doce. Un día, Shu se despidió de mi madre: ella y el joven con quien se amaba en secreto pensaban huir para unirse a los comunistas. «Ellos son nuestra esperanza», fueron sus palabras de despedida.

Fue más o menos en aquella época cuando mi madre comenzó a establecer una estrecha relación con el primo Hu, quien había descubierto que estaba enamorado de ella al advertir los celos que le producía la presencia del joven señor Liu, a quien consideraba un petimetre. Se mostró encantado cuando mi madre rompió con Liu, y a partir de entonces iba a visitarla casi todos los días.

Una tarde del mes de marzo de 1947, fueron juntos al cine. Había dos clases distintas de entradas: una de ellas daba derecho a asiento; la otra, mucho más barata, obligaba a estar de pie. El primo Hu compró una entrada de asiento para mi madre y otra de pie para él, afirmando que no llevaba suficiente dinero encima. Mi madre juzgó aquello un poco extraño, por lo que de vez en cuando dirigía alguna que otra mirada fugaz en su dirección. Cuando había transcurrido la mitad de la película, vio a una joven elegantemente vestida acercarse a su primo y deslizarse lentamente junto a él. Durante una fracción de segundo, sus manos se tocaron. Al momento, se puso en pie e insistió en marcharse. Cuando salieron, exigió una explicación. Al principio, el primo Hu intentó negar que hubiera ocurrido nada, pero cuando mi madre dejó bien claro que no pensaba tragarse aquella historia dijo que se lo explicaría más tarde. Había cosas, dijo, que mi madre no podía comprender por ser demasiado joven. Cuando llegaron a casa de mi madre, ésta se negó a dejarle entrar. Durante los días que siguieron, el primo acudió repetidas veces de visita, pero nunca logró pasar.

Transcurrida una temporada, mi madre se mostraba ya dispuesta a aceptar una disculpa y una reconciliación, y no hacía más que escrutar la verja de entrada para comprobar si Hu se encontraba allí. Una tarde en que nevaba copiosamente, le vio entrar en el patio acompañado de otro hombre. No se encaminó a la parte de la casa que ocupaba mi madre, sino que se dirigió en derechura a la zona en la que habitaba el inquilino de los Xia, un hombre llamado Yu-wu. Al cabo de un rato, Hu reemergió y se dirigió con paso apresurado a las habitaciones de mi madre. En tono urgente, le comunicó que abandonaba Jinzhou inmediatamente debido a que la policía le perseguía. Cuando mi madre le preguntó el motivo, todo lo que dijo fue: «Porque soy comunista», tras lo. cual desapareció en la nieve.

De pronto, a mi madre se le ocurrió que el incidente del cine debía de haber sido una misión clandestina del primo Hu. Sintió que se le partía el corazón, porque ahora ya no tendría ocasión de reconciliarse con él. Advirtió que su casero, Yu-wu, debía de ser también un comunista clandestino. El motivo por el que habían traído a Hu al domicilio de Yu-wu era para ocultarle. El primo Hu y Yu-wu no habían conocido sus respectivas identidades hasta aquella tarde. Ambos se daban cuenta que no cabía siquiera considerar la posibilidad de que el primo Hu se quedara allí, ya que su relación con mi madre era demasiado bien conocida, y si el Kuomintang acudía en su busca Yu-wu sería igualmente descubierto. Aquella misma noche, el primo Hu intentó alcanzar la zona controlada por los comunistas, situada a unos treinta kilómetros más allá de los límites de la ciudad. Poco después, cuando comenzaban a aflorar los primeros capullos de la primavera, Yu-wu recibió noticias de que Hu había sido capturado al abandonar la ciudad. Su acompañante había sido muerto a tiros. Un informe posterior afirmaba que Hu había sido ejecutado.