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Cuando murió, tan sólo una de sus concubinas se hallaba junto a él. Era tan pobre que ni siquiera podía permitirse la compra de un ataúd. Su cadáver fue introducido en una maleta vieja y destartalada y sepultado sin otro ceremonial. Al entierro no asistió ni uno solo de los miembros de su familia.

La corrupción se hallaba tan extendida que Chiang Kai-shek organizó una institución especial destinada a combatirla. Se conocía como la «Escuadra para el Azote de los Tigres», debido a que los ciudadanos comparaban a los funcionarios corruptos con temibles tigres y tal denominación estimulaba, por tanto, sus quejas y denuncias. Sin embargo, no tardó en ponerse de manifiesto que ello no constituía sino un medio de aquellos que eran realmente poderosos para extorsionar económicamente a los ricos. El «azote de los tigres» constituía una actividad sumamente lucrativa.

Mucho peores qué aquello eran los flagrantes saqueos. El doctor Xia recibía regularmente la visita de grupos de soldados que lo saludaban respetuosamente y, a continuación, decían con voz exageradamente servil: «Honorable doctor Xia, algunos de nuestros colegas se encuentran en graves apuros económicos. ¿Cree usted que podría prestarnos algún dinero?» No era prudente negarse. Cualquiera que se enfrentara al Kuomintang se exponía a ser acusado de comunista, lo que por lo general implicaba ser detenido y, con frecuencia, torturado. Los soldados solían asimismo entrar en la consulta como si se tratara de su casa y exigir tratamiento y medicinas gratis. Al doctor Xia esto no le importaba demasiado -lo consideraba el deber de un médico frente a cualquier ser humano-, pero en algunas ocasiones los soldados se limitaban a arrebatarle las medicinas sin pedírselas para luego venderlas en el mercado negro. Existía una terrible escasez de medicinas.

A medida que se intensificaba la guerra civil, creció el número de soldados estacionados en Jinzhou. Las tropas del Gobierno central -sometidas directamente a las órdenes de Chiang Kai-shek- se mostraban relativamente bien disciplinadas, pero aquellas que no recibían sueldo alguno del Gobierno central se veían obligadas a «vivir de la tierra».

En el departamento de formación docente, mi madre entabló una estrecha amistad con una hermosa y vivaracha joven de diecisiete años llamada Bai. Mi madre admiraba y respetaba a Bai. Cuando le habló del desencanto que le había producido el Kuomintang, Bai le dijo que «contemplara el bosque, y no los árboles aislados»: toda fuerza, dijo, tiene sus defectos. Bai se mostraba apasionadamente partidaria del Kuomintang: tanto, que se había unido a uno de sus servicios de inteligencia. En uno de los cursos de formación, se le indicó de modo inequívoco que debería informar acerca de sus compañeros. Ella se negó. Pocas noches después, sus compañeros de curso oyeron un disparo procedente de su dormitorio. Al abrir la puerta, la vieron tendida en la cama, boqueando, con el rostro mortalmente pálido. La almohada estaba manchada de sangre. Murió sin alcanzar a decir una palabra. Los periódicos publicaron la historia calificándola de «caso de color melocotón», que significa crimen pasional. Afirmaban que había sido asesinada por un amante celoso. Pero nadie lo creyó. Bai se había comportado siempre de un modo sumamente recatado en lo que se refería a los hombres. Mi madre oyó decir que la habían matado porque había intentado marcharse.

La tragedia no concluyó ahí. La madre de Bai trabajaba como empleada de hogar fija en casa de una acaudalada familia que poseía una pequeña tienda de objetos de oro. La muerte de su única hija la sumió en un profundo desconsuelo, lo que se combinaba con la cólera que le producían las calumniosas sugerencias de los periódicos que afirmaban que su hija había tenido varios amantes que se peleaban por ella y que habían terminado por matarla. El más sagrado tesoro de una mujer era su castidad, y se suponía que debía defenderla hasta la muerte. Varios días después de la muerte de Bai, su madre se ahorcó. Su amo recibió la visita de unos matones que le acusaron de ser responsable de su muerte. No era mal pretexto para exigir dinero, y el hombre no tardó en perder su establecimiento.

Un día, alguien llamó con los nudillos a la puerta de los Xia, y un hombre en las postrimerías de la treintena y ataviado con el uniforme del Kuomintang entró y se inclinó frente a mi abuela, dirigiéndose a ella como «hermana mayor» y al doctor Xia como «cuñado mayor». Tardaron unos instantes en darse cuenta de que aquel hombre elegante y saludable era Han-chen, el mismo que había sido torturado y salvado del garrote y al que habían ocultado durante tres meses en su casa hasta que recuperó la salud. Junto a él, también de uniforme, se había presentado un joven alto y esbelto que más parecía un estudiante que un soldado. Han-chen lo presentó como su amigo Zhu-ge. A mi madre le cayó bien inmediatamente.

Desde su último encuentro, Han-chen se había convertido en un oficial de grado superior de los servicios de inteligencia del Kuomintang, y se hallaba a cargo de una de sus ramas para todo el ámbito de Jinzhou. Al partir, dijo: «Hermana mayor, tu familia me devolvió la vida. Si alguna vez necesitas algo, sea lo que sea, no tienes más que decirlo, porque así se hará.»

Han-chen y Zhu-ge comenzaron a realizar frecuentes visitas, y Han-chen no tardó en buscar empleo en los servicios de inteligencia tanto para Dong -el antiguo verdugo que había salvado su vida- como para Pei-o, cuñado de mi abuela y antiguo funcionario de prisiones.

Zhu-ge se hizo muy amigo de la familia. Había estado estudiando ciencias en la Universidad de Tianjin, de donde había huido para unirse al Kuomintang tras caer la ciudad en manos japonesas. En una de sus visitas, mi madre le presentó a la señorita Tanaka, la misma que había estado viviendo con los Xia. Ambos se enamoraron, se casaron y se marcharon a vivir juntos a un apartamento alquilado. Un día, Zhu-ge estaba limpiando su arma cuando rozó el gatillo accidentalmente y ésta se disparó. La bala atravesó limpiamente el suelo y mató al hijo pequeño del dueño, que descansaba tendido en su cama. La familia no osó denunciar a Zhu-ge debido al temor que les inspiraban los servicios de inteligencia, para los cuales nada había tan fácil como acusar a quien quisieran de ser un comunista. Su palabra era ley, y gobernaban sobre la vida y la muerte. La madre de Zhu-ge entregó una fuerte suma de dinero a la familia a modo de compensación. Zhu-ge se mostraba desconsolado, pero la familia del difunto ni siquiera se atrevía a mostrarse disgustada con él. Por el contrario, le demostraban una gratitud exagerada por miedo a que adivinara que el episodio habría de excitar su odio y pudiera hacerles algún daño. El joven no lograba soportar aquella situación, por lo que no tardó en marcharse.

El marido de Lan -el tío Pei-o- prosperaba en los servicios de inteligencia. Estaba tan encantado con sus nuevos jefes que se cambió el nombre a Xiao-shek («Lealtad a Chiang Kai-shek»). Era miembro de un grupo de tres hombres a las órdenes de Zhu-ge. Al principio, su labor consistía en purgar a todos aquellos que se habían mostrado projaponeses, pero la vigilancia no tardó en incluir también a todos los estudiantes que mostraban simpatías procomunistas. Durante una época, Lealtad Pei-o hizo lo que se exigía de él, pero su conciencia pronto empezó a remorderle: no quería ser responsable de enviar gente a la cárcel ni de elegir a las víctimas de una futura extorsión. Pidió el traslado y obtuvo un empleo de guarda nocturno en uno de los controles de la ciudad. Los comunistas habían abandonado Jinzhou, pero no se habían alejado mucho, y se enzarzaban en continuas batallas con el Kuomintang en los campos circundantes. Las autoridades de Jinzhou intentaban mantener un control férreo sobre los bienes más importantes para evitar que los comunistas se hicieran con ellos.

El hecho de trabajar en los servicios de inteligencia daba poder a Lealtad, y ello a su vez le proporcionaba dinero. Poco a poco, comenzó a cambiar. Empezó a fumar opio, a beber en exceso, a jugar y a frecuentar burdeles, y no tardó en contraer una enfermedad venérea. En un intento de lograr que se comportara, mi abuela le ofreció dinero, pero él siguió como antes. No obstante, se daba perfecta cuenta de que la comida cada vez era más escasa en casa de los Xia, por lo que a menudo invitaba a éstos a los almuerzos que ofrecía en su domicilio. El doctor Xia no permitía a mi abuela que acudiera. «Se trata de riquezas adquiridas por medios ilícitos y ninguno de nosotros va a tocarlas», decía. Sin embargo, la idea de un poco de comida decente constituía una tentación demasiado fuerte para mi abuela, quien ocasionalmente se trasladaba furtivamente a casa de Pei-o en compañía de Yu-lin y de mi madre en busca de una comida como es debido.

Cuando el Kuomintang llegó a Jinzhou por primera vez, Yu-lin tenía quince años de edad. Había estado estudiando medicina con el doctor Xia, quien le auguraba un prometedor futuro como médico. Para entonces, mi abuela ya había asumido la posición de cabeza femenina de la familia, dado que su madre, su hermana y su hermano dependían de su esposo para vivir. Así, comenzó a pensar que ya era hora de que Yu-lin se casara. No tardó en decidirse por una mujer tres años mayor que él y procedente de una familia pobre, lo que significaba que sería hábil y trabajadora. Mi madre acudió con mi abuela a visitar a la futura novia; cuando ésta entró en el salón para recibir a los recién llegados, llevaba puesta una túnica verde que había tenido que pedir prestada para la ocasión. La pareja contrajo matrimonio en un registro judicial en 1946: la novia había alquilado un velo blanco de seda al estilo occidental. Yu-lin tenía dieciséis años, y su esposa diecinueve.

Mi abuela rogó a Han-chen que le buscara un trabajo a Yu-lin. Una de las mercancías básicas era la sal, y las autoridades habían prohibido que se vendiera a los habitantes del campo. Por supuesto, ello se debía a que ellos mismos habían montado su propio negocio. Han-chen consiguió para Yu-lin un empleo de «guardia de sal», lo que varias veces le hizo verse envuelto casi directamente en pequeñas escaramuzas con las guerrillas comunistas y otras facciones del propio Kuomintang que intentaban apoderarse de la sal. En aquellas refriegas moría mucha gente. Yu-lin no sólo encontraba aquel trabajo peligroso sino que su conciencia le atormentaba. Al cabo de pocos meses, dimitió.

Para entonces, el Kuomintang había comenzado a perder poco a poco el control del campo, por lo que le era más y más difícil reclutar nuevos miembros. Los jóvenes se mostraban cada vez más reacios a convertirse en «cenizas de bomba» (pao-hui). La guerra civil se había vuelto mucho más sangrienta. El número de víctimas era enorme, y crecía el riesgo de verse reclutado por el Ejército bien de grado, bien por fuerza. El único modo de evitar que Yu-lin vistiera el uniforme consistía en adquirir para él algún tipo de seguro. Así pues, mi abuela pidió a Han-chen que le buscara un empleo en el servicio de inteligencia. Para su sorpresa, éste se negó, afirmando que aquél no era lugar para un joven decente.