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Uno de los temas constantes de chismorreo era, por supuesto, el sexo. Al pueblo contiguo al nuestro había sido asignada una mujer de veinte años llamada Mei procedente de la capital del condado de Deyang. Se decía que se había acostado con numerosos jóvenes de la ciudad, así como con varios campesinos, y cada cierto tiempo alguien acudía al campo con una nueva historia indecente de la que ella era la protagonista. Se rumoreaba que estaba embarazada y que solía atarse fuertemente la cintura para disimularlo. En su esfuerzo por demostrar que no se encontraba encinta de un «bastardo», Mei realizaba deliberadamente todas aquellas tareas que se suponía que una mujer embarazada no debía llevar a cabo, tales como transportar cargas pesadas. Un día, alguien descubrió el cadáver de un bebé entre los arbustos cercanos a uno de los riachuelos de su poblado. Todo el mundo afirmó que era de ella. Nadie sabía si había nacido vivo o muerto. El jefe de su equipo de producción ordenó cavar un hoyo en el que enterrar al niño y el tema se dio por concluido, si bien el episodio hizo que se acrecentaran los rumores.

Aquella historia me conmocionó, pero me esperaban otras sorpresas. Uno de mis vecinos tenía cuatro hijas, todas ellas hermosas muchachas de piel oscura y ojos redondeados. Los lugareños, sin embargo, no las consideraban guapas. Demasiado morenas, decía la gente. En gran parte de la campiña china, la tez pálida constituía el principal criterio de belleza. Cuando llegó el momento de casar a la hija mayor, el padre decidió buscar un yerno que acudiera a vivir con ellos. De ese modo, no sólo conservaría los puntos de trabajo de su hija sino que obtendría dos brazos más para ayudarle. Normalmente, se procuraba que las muchachas se casaran con miembros de familias de hombres, y se consideraba una gran humillación que un hombre ingresara mediante el matrimonio en una familia de mujeres. Nuestro vecino, no obstante, terminó por encontrar un joven procedente de una zona montañosa muy pobre que se mostraba desesperado por salir de su lugar de origen, lo que tan sólo podría conseguir mediante el matrimonio. Ni que decir tiene que el muchacho ingresó en la familia con una categoría ínfima, y a menudo podíamos oír cómo su suegro le insultaba a gritos. En ocasiones decidía caprichosamente que su hija durmiera sola tan sólo para atormentar al joven. Ella no osaba discutir sus órdenes debido a que la piedad filial, sumamente arraigada entre los valores éticos confucianos, dictaba que los hijos deben obedecer a sus padres. Por otra parte, no hubiera estado bien visto que demostrara interés por dormir con un hombre, ni siquiera con su marido, ya que se consideraba vergonzoso que una mujer llegara a disfrutar del sexo. Una mañana, me despertó una enorme algarabía que penetraba por la ventana. De un modo u otro, el joven se había hecho con unas cuantas botellas de alcohol de batata y las había apurado una detrás de otra. Su suegro la había emprendido a patadas contra la puerta de su dormitorio para sacarle de allí y enviarle a trabajar pero, cuando finalmente logró derribar la puerta, el yerno estaba muerto.

Un día en que mi equipo de producción estaba ocupado en la fabricación de tallarines de guisantes, uno de sus miembros me pidió que le prestara mi palangana de esmalte para transportar agua. Aquel día, los tallarines se desintegraron en una masa informe. La muchedumbre excitada y expectante que se había congregado en torno al barril de los tallarines comenzó a proferir sonoros murmullos cuando me vio llegar, y todos cuantos la componían me dirigieron airadas miradas de repugnancia. Más tarde, algunas mujeres me dijeron que los lugareños me echaban la culpa de la poca consistencia de los tallarines. Decían que debía de haber utilizado la palangana para lavarme durante el período de menstruación. También me dijeron que tenía suerte de ser una joven de ciudad. De haber sido una de ellos, los hombres del poblado me hubieran propinado una buena paliza.

En otra ocasión, un grupo de jóvenes que pasaron por nuestro poblado transportando cestos de batatas se detuvieron a descansar en un camino estrecho. Sus varas de acarreo habían quedado tendidas en el suelo, obstaculizando el paso, por lo que me vi obligada a saltar por encima de una de ellas. De repente, uno de los jóvenes se puso en pie de un salto, asió su vara y se enfrentó a mí con expresión de ferocidad. Creí que iba a golpearme. Posteriormente, me enteré por otros campesinos que se hallaba convencido de que le saldrían llagas en los hombros si una mujer pasaba por encima de su vara. Así, tuve que saltarla de nuevo en sentido inverso «para neutralizar el veneno». Durante todo el tiempo que pasé en el campo, no advertí jamás un solo intento por corregir tan deformadas creencias… de hecho, nadie las mencionaba siquiera.

La persona más cultivada de mi equipo de producción era el antiguo terrateniente. Desde siempre se me había condicionado para contemplar a los terratenientes como seres malvados, y ahora, para mi desazón inicial, descubrí que con quienes mejor me llevaba era con aquella familia. No guardaban la menor similitud con los modelos de los que habían intentado imbuirme. El marido no poseía ojos crueles y sádicos, y su mujer no meneaba el trasero ni adoptaba un tono meloso al hablar para parecer más seductora.

Algunas veces, cuando estábamos solos, él me hablaba acerca de sus calamidades. «Chang Jung -dijo en cierta ocasión-, sé que eres una buena persona. También debes de ser una persona razonable, puesto que has leído libros, así que podrás juzgar si esto es justo.» A continuación, me reveló el motivo por el que había sido clasificado como terrateniente. Había trabajado como camarero en Chengdu en 1948, y había logrado ahorrar algo de dinero a base de no malgastar ni un céntimo. En aquella época, algunos terratenientes con visión de futuro habían comenzado a vender baratas sus tierras, pues intuían la llegada de la reforma agraria que tendría lugar tan pronto como los comunistas alcanzaran Sichuan. El camarero carecía de astucia política, por lo que adquirió algunas tierras creyendo que había encontrado una ganga. Sin embargo, no sólo perdió la mayor parte de ellas en la reforma agraria sino que se convirtió además en un enemigo de clase. «¡Ay! -exclamó con resignación, refiriéndose a una cita clásica-. Un solo desliz ha sido el causante de mil años de amargura.»

Los lugareños no parecían demostrar hostilidad alguna hacia el terrateniente y su familia, si bien procuraban mantenerse a distancia de ellos. Sin embargo, al igual que solía ocurrir con los «enemigos de clase», siempre les adjudicaban las tareas que nadie quería realizar. Sus dos hijos, además, obtenían un punto de trabajo menos que él resto de los hombres a pesar de ser los más trabajadores del poblado. Ambos me parecían considerablemente inteligentes, así como las dos personas más refinadas de cuantas me rodeaban. Destacaban especialmente por su dulzura y amabilidad, y pronto me sentí más próxima a ellos que a ninguna otra persona joven del poblado. Sin embargo, y a pesar de sus cualidades, ninguna muchacha deseaba contraer matrimonio con ellos. Su madre me contó cuánto dinero había gastado en adquirir presentes para las escasas jóvenes que las celestinas les habían presentado. Las muchachas aceptaban las ropas y el dinero y luego desaparecían. Ante aquello, cualquier otro campesino podría haber reclamado la devolución de los regalos, pero la familia de un terrateniente no podía hacer nada al respecto. Con frecuencia, emitía largos y sonoros suspiros quejándose del hecho de que sus hijos apenas podían albergar esperanza alguna de un matrimonio decente. No obstante, añadió, encaraban su desgracia con alegría, y tras cada desengaño procuraban animarla, ofreciéndose a trabajar en días de mercado para recuperar el dinero que habían costado los regalos.

Todas aquellas tribulaciones me fueron reveladas sin dramatismo o emotividad excesivos. Allí, una tenía la sensación de que incluso las muertes más trágicas no eran sino como piedras que caen en un estanque: el chapoteo y las ondas que producían no tardaban en apaciguarse.

La placidez del poblado y la silenciosa profundidad de las noches que pasaba en mi húmedo hogar me proporcionaron numerosas ocasiones de leer y de reflexionar. Al llegar a Deyang, Jin-ming me había dado varias maletas de libros del mercado negro que había podido acumular gracias a que los asaltantes de los domicilios habían sido devueltos en su mayor parte a la «escuela de cuadros» de Miyi junto con mi padre. Todos los días, mientras trabajaba en los campos, me sentía consumida por la impaciencia de regresar junto a ellos.

Devoré cuanto había sobrevivido de la quema de la biblioteca de mi padre. Allí estaban las obras completas de Lu Xun, el gran escritor chino de los años veinte y treinta. Su muerte, acaecida en 1936, le había librado de sufrir la persecución de Mao, para quien incluso llegó a convertirse en un gran héroe. No obstante, su discípulo favorito y asociado más próximo, Hu Feng, fue acusado personalmente de contrarrevolucionario por el líder y hubo de pasar varias décadas encarcelado. La persecución de Hu Feng fue lo que condujo a la caza de brujas que culminó con la detención de mi madre en 1955.

Lu Xun había sido el principal favorito de mi padre. Cuando era niña, a menudo nos leía ensayos de Lu. Entonces, ni siquiera con la ayuda de las explicaciones de mi padre había logrado yo comprender su significado, pero ahora me fascinaban. Descubrí que su intención satírica podía aplicarse tanto a los comunistas como al Kuomintang. Lu Xun había carecido de ideología, inspirándose únicamente en un humanitarismo ilustrado. Su genio escéptico desafiaba cualquier presuposición. Fue otro de los personajes cuya liberada inteligencia me ayudó a vencer mi adoctrinamiento.

También me resultó de gran utilidad la colección de clásicos marxistas de mi padre. Leía al azar, persiguiendo los términos más confusos con el dedo y preguntándome qué demonios tendrían que ver aquellas decimonónicas controversias germanas con la china de Mao. Sin embargo, me sentía atraída por algo que rara vez se hallaba en China: la lógica que alimentaba los argumentos. La lectura de Marx me ayudó a pensar de un modo racional y analítico.

Disfrutaba intensamente de aquel nuevo modo de organizar mis pensamientos. En otros momentos, solía dejar que mi mente se deslizara hacia estados más nebulosos y escribía poemas en los estilos clásicos. Mientras trabajaba en los campos, permanecía a menudo absorta en la composición de poesía, y ello hacía el trabajo soportable e, incluso, agradable en ocasiones. En consecuencia, solía preferir la soledad, y huía abiertamente de las conversaciones.