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24. «Por favor, acepta mis excusas aunque lleguen con toda una vida de retraso»

Mis padres en los campos (1969-1972)

A tres días de viaje en camión desde Chengdu, al norte de Xichang, se extiende la Llanura del Guardián de los Búfalos. Allí, la carretera se bifurca en dos caminos, uno de los cuales conduce a Miyi, en el Sudoeste, donde estaba el campo de mi padre, y el otro al Sudeste y a Ningnan.

La llanura recibía su nombre de una célebre leyenda. La diosa Tejedora, hija de la Reina Madre Celestial, solía descender de la Corte Celestial para bañarse en uno de sus lagos. (Se suponía que el meteorito que había caído sobre la calle del mismo nombre había sido una de las piedras contra las que apoyaba su telar.) Un muchacho que habita junto al lago ve a la diosa, y ambos se enamoran. Se casan, y tienen un hijo y una hija. La Reina Madre Celestial, celosa de su felicidad, envía a unos dioses para que secuestren a su hija. Los dioses se la llevan y el Guardián de los Búfalos los persigue. Cuando está a punto de darles alcance, la Reina Madre Celestial extrae una horquilla de su moño y abre un caudaloso río entre ellos. Desde entonces, el río de la Plata separa para siempre a la pareja excepto en el séptimo día de la séptima luna, época en la que las urracas acuden volando desde todas las regiones de China para formar un puente que permita reunirse a la familia.

El río de la Plata es el nombre chino de la Vía Láctea, la cual, sobre Xichang, aparece como una vasta masa de estrellas entre las que se distinguen a un lado la brillante Vega -la diosa Tejedora- y al otro Altair, el Guardián de los Búfalos, acompañado de sus dos hijos. Se trata de una leyenda que ha sido muy popular entre los chinos a lo largo de los siglos debido a que sus familias se han visto a menudo separadas por las guerras, el bandidaje, la miseria y los gobernantes despiadados. Irónicamente, tal fue el lugar al que enviaron a mi madre.

Llegó allí en noviembre de 1969 acompañada de sus quinientos colegas del Distrito Oriental, entre los que había tanto Rebeldes como seguidores del capitalismo. Dado el apresuramiento con que habían sido expulsados de Chengdu, no había ningún sitio donde alojarles a excepción de unas cuantas chozas abandonadas por los ingenieros militares que habían construido la vía férrea entre Chengdu y Kunming, la capital de Yunnan. Algunos se apretujaron en ellas, y el resto hubo de instalar sus colchonetas en las casas de los campesinos locales.

No había otros materiales de construcción que hierba de cogón y barro, y este último debía ser extraído de las montañas y transportado hasta abajo. El barro de los muros se mezclaba con agua para fabricar ladrillos. No había máquinas ni electricidad, y ni siquiera contaban con animales de labor. En la llanura, situada a unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, no es tanto el año como el día lo que se divide en cuatro estaciones. A las siete de la mañana, cuando comenzaba la jornada de trabajo de mi madre, la temperatura rondaba los cero grados. A mediodía, podía alcanzar los treinta. A eso de las cuatro de la tarde, soplaban desde las montañas poderosas ráfagas de un viento cálido que literalmente alzaba a la gente por el aire, y a las siete de la tarde, cuando concluían el trabajo, la temperatura volvía a descender de golpe. Obligados a soportar tales extremos, mi madre y el resto de los internos trabajaban doce horas diarias interrumpidas apenas por un breve descanso para el almuerzo. Durante los primeros meses, el único alimento de que dispusieron fue arroz y col hervida.

El campo estaba organizado al estilo militar. Lo administraban oficiales del Ejército, y se hallaba sometido al control del Comité Revolucionario de Chengdu. Al principio, mi madre fue tratada como enemiga de clase y forzada a permanecer de pie durante las comidas con la cabeza inclinada. Aquella forma de castigo, denominada «denuncia de campo», era recomendada por los medios de comunicación como un buen modo de recordar a los demás, autorizados a descansar, que debían ahorrar siempre algo de energía para el odio. Mi madre protestó ante el jefe de su compañía, afirmando que no podía trabajar durante todo el día sin descansar las piernas. El oficial, que había servido en el Departamento Militar del Distrito Oriental antes de la Revolución Cultural, siempre se había llevado bien con ella, por lo que interrumpió aquella práctica. Aun así, siguieron asignándole los trabajos más duros, y no se le concedió el descanso dominical del que disfrutaba el resto de los internos. Sus hemorragias uterinas empeoraron, y sufrió un ataque de hepatitis. Su cuerpo se tornó hinchado y amarillo; apenas podía ponerse en pie.

Si había algo que no faltaba en el campo eran médicos, ya que media dotación del hospital del Distrito Oriental había sido enviada allí. En Chengdu sólo habían quedado los más solicitados por los jefes de los Comités Revolucionarios. El médico que trató a mi madre le reveló cuan agradecido le estaba junto con el resto del personal hospitalario por haberles protegido antes de la Revolución Cultural, y añadió que de no haber sido por ella probablemente habría sido acusado de derechista durante las purgas de 1957. Dado que no disponían de medicamentos occidentales, caminó durante kilómetros para recoger hierbas tales como plátano asiático y helianto, que los chinos consideraban buenas para la hepatitis. Asimismo, exageró el grado de virulencia de su infección ante las autoridades del campo, las cuales la trasladaron a un lugar situado casi a un kilómetro de distancia donde pudo permanecer sola. Sus atormentadores la dejaron en paz por temor a una posible infección, y el médico, que iba a visitarla todos los días, encargó en secreto a uno de los campesinos locales el suministro diario de cierta cantidad de leche de cabra. La nueva residencia de mi madre era una cochiquera abandonada. Algunos internos, compadecidos, se la limpiaron y depositaron sobre el suelo una gruesa capa de paja que a ella se le antojó un lujoso colchón. Un amable cocinero se ofreció para llevarle la comida, y cuando nadie miraba solía añadir un par de huevos a su dieta. Cuando hubo carne disponible, mi madre pudo comerla todos los días (a diferencia del resto, quienes sólo la probaban una vez por semana). También recibía frutas frescas -peras y melocotones- que sus amigos adquirían en el mercado. En cuanto a ella se refería, aquella hepatitis fue como un regalo del cielo.

Muy a su pesar, se recuperó al cabo de unos cuarenta días y fue devuelta al campo, formado ahora por las nuevas chozas de barro. La Llanura es un paraje peculiar por cuanto atrae los truenos y los relámpagos pero no la lluvia, la cual se precipita sobre las montañas que la rodean. Los campesinos no plantaban cosechas en el llano debido a que el suelo era demasiado seco y resultaba peligroso durante las frecuentes tormentas secas. No obstante, era el único recurso disponible para el campamento, por lo que plantaron cierta variedad de maíz resistente a la sequía y transportaron agua desde las laderas bajas de las montañas. Asimismo, se ofrecieron para ayudar a los campesinos en el cultivo del arroz con objeto de asegurarse el futuro suministro del mismo.

Los campesinos se mostraron de acuerdo pero, según las costumbres locales, a las mujeres les estaba prohibido transportar agua, y los hombres no podían plantar arroz, labor esta última que sólo podía ser llevada a cabo por mujeres casadas y con descendencia, especialmente si ésta era masculina. Cuantos más hijos tuviera una mujer, más solicitada estaba para aquella tarea agotadora. Se creía que una mujer que hubiera engendrado gran número de hijos sería capaz de obtener más granos del arroz que plantara («hijos» y «semillas» tienen el mismo sonido en chino: zi). Mi madre se convirtió en la principal «beneficiaría» de aquella antigua costumbre. Dado que tenía tres hijos -más que la mayoría de sus colegas femeninas- se vio obligada a pasar cerca de quince horas diarias inclinada en los campos de arroz a pesar de sus hemorragias y de su abdomen inflamado.

Por la noche, se turnaba con los demás para defender a los cerdos del ataque de los lobos. Las chozas de barro y hierba daban en su parte trasera a una cadena de montañas muy adecuadamente bautizada con el nombre de Guarida de los Lobos. Los habitantes locales advertían a los recién llegados de que los lobos eran sumamente listos. Cuando uno de ellos lograba introducirse en una pocilga, rascaba y lamía suavemente a su presa, especialmente detrás de las orejas, con objeto de sumir al animal en una especie de trance placentero y asegurarse de que no realizara el menor ruido. A continuación, mordía cuidadosamente la oreja del animal y lo conducía al exterior de la cochiquera sin dejar de acariciar su cuerpo con el mullido rabo. Cuando el lobo asestaba su ataque final, el cerdo aún estaba soñando con las caricias de su nuevo amante.

Los campesinos dijeron también a los antiguos habitantes de la ciudad que los lobos -y algunas veces los leopardos- se mostraban temerosos del fuego, por lo que todas las noches se encendía una fogata en el exterior de las pocilgas. Mi madre pasó numerosas noches despierta contemplando los meteoritos que atravesaban la bóveda estrellada del firmamento sobre la Guarida de los Lobos mientras oía a lo lejos sus aullidos.

Una tarde, tras lavarse la ropa en un pequeño estanque, abandonó su postura agachada y al enderezarse su mirada se detuvo en los ojos rojizos de un lobo situado a unos veinte metros de distancia de ella, al otro lado de la charca. Sintió que se le erizaban los cabellos, pero recordó que su amigo de la infancia, el Gran Lee, le había dicho que el modo de evitar el ataque de un lobo consistía en caminar hacia atrás lentamente y sin dar muestras de pánico, y nunca volverse y echar a correr. Así, retrocedió lentamente, alejándose del estanque en dirección al campo y sin volver la espalda al lobo, que la seguía. Cuando alcanzó el borde del campo, el lobo se detuvo. Podía verse ya la hoguera, y se oían las voces de sus habitantes. Mi madre dio media vuelta y entró corriendo en la primera puerta que vio.

El fuego era prácticamente la única luz que alumbraba la profunda oscuridad de las noches de Xichang. No había electricidad. Las velas -cuando las había- eran prohibitivamente caras, y el queroseno escaseaba. De cualquier manera, tampoco había gran cosa que leer. A diferencia de Deyang, donde yo aún gozaba de cierta libertad para leer los libros adquiridos por Jin-ming en el mercado negro, las escuelas de cuadros se hallaban estrechamente controladas. El único material impreso que se autorizaba eran las obras selectas de Mao y el Diario del Pueblo. De cuando en cuando se proyectaba alguna película nueva en unos barracones militares situados a pocos kilómetros, pero invariablemente se trataba de una de las óperas propagandísticas de la señora Mao.