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No se le permitía entrar en la cocina. En su calidad de «criminal anti-Mao», se le había considerado peligroso hasta el punto de sospechar que pudiera intentar envenenar los alimentos. Poco importaba que los demás lo creyeran realmente o no: lo importante era el insulto que ello conllevaba.

Mi padre procuraba sobrellevar aquella y otras crueldades con estoicismo. Tan sólo en una ocasión había dado rienda suelta a su ira. El día de su llegada al campo, se le había ordenado llevar un brazalete blanco con caracteres negros en los que se leían las palabras «elemento contrarrevolucionario en activo». Apartando violentamente el brazalete, había mascullado apretando los dientes: «Adelante, podéis matarme a palos. ¡Jamás me pondré ésto!» Los Rebeldes cedieron. Advertían que hablaba en serio, y no contaban con autorización superior para matarle.

Allí, en el campo, los Ting tenían ocasión de vengarse de sus enemigos. Entre ellos había un hombre que había tomado parte en la investigación a la que ambos fueran sometidos en 1962. El individuo en cuestión había operado en la clandestinidad hasta 1949, y había sido encarcelado por el Kuomintang y torturado hasta el punto de que su salud había quedado seriamente dañada. Tras su llegada al campo, no tardó en caer gravemente enfermo, pero se le obligó a seguir trabajando y no se le autorizó a gozar de un solo día libre. Dado que se movía con lentitud, tenía que recuperar el tiempo perdido durante las tardes, a pesar de lo cual aparecía mencionado frecuentemente en los carteles, en los que se le tachaba de holgazán. Uno de los que yo vi comenzaba con las siguientes palabras: «¿Has visto, camarada, a este grotesco esqueleto viviente de repugnantes facciones?» El implacable sol de Xichang había abrasado y marchitado su cuerpo, del que pendían largos trozos de piel muerta. Por si fuera poco, aparecía deformado por la falta de alimento: habían tenido que extirparle dos terceras partes del estómago, y tan sólo podía digerir pequeñas cantidades sucesivas de comida. Así, la imposibilidad de realizar las frecuentes colaciones que hubiera precisado le mantenía en un constante estado de inanición. Un día, desesperado, había entrado en la cocina en busca de un poco de zumo de pepinillos. Sorprendido en su intento, fue acusado de intentar envenenar la comida. Consciente de que se hallaba al borde del colapso total, escribió a las autoridades del campo diciéndoles que se estaba muriendo y rogando que se le eximiera de realizar ciertas tareas especialmente duras. Poco después, se desmayó bajo el ardiente sol en un sembrado en el que estaba esparciendo estiércol. Trasladado al hospital del campo, falleció al día siguiente sin poder contar con la presencia de ninguno de sus parientes junto a su lecho de muerte. Su esposa se había suicidado poco antes.

Los seguidores del capitalismo no eran los únicos que sufrían en la escuela de cuadros. Habían muerto por docenas aquellos que guardaban alguna relación con el Kuomintang, por remota que fuera, aquellos que habían tenido la desgracia de convertirse en objeto de alguna venganza personal o de los celos de alguien, e incluso varios de los líderes de las facciones Rebeldes derrotadas. Muchos se habían arrojado al turbulento río que atravesaba el valle. El nombre del río era «Tranquilidad» (An-ning-he). En el silencio de la noche, el eco de sus aguas se esparcía a lo largo de varios kilómetros, causando escalofríos entre los internos, quienes afirmaban que su sonido sugería los sollozos de sus fantasmas.

El relato de aquellos suicidios reforzó mi decisión de contribuir urgentemente a aliviar la presión mental y física a que se hallaba sometido mi padre. Tenía que convencerle de que merecía la pena seguir viviendo y hacerle sentirse querido. Cada vez que se veía obligado a comparecer ante asambleas de denuncia (para entonces raramente violentas, puesto que los internos habían agotado ya sus fuerzas), yo me sentaba en un lugar en el que pudiera verme con objeto de reconfortarle con mi presencia. Tan pronto como concluían, salíamos juntos del local. Yo le hablaba de cosas alegres para hacerle olvidar aquellos episodios siniestros, y le administraba masajes en la cabeza, cuello y hombros. Él, por su parte, solía recitarme poemas clásicos. Durante el día le ayudaba con sus tareas, entre las que, claro está, se incluían las más duras y desagradables. A veces me ofrecía a cargar con sus bultos, que a menudo alcanzaban los cincuenta kilogramos de peso, y aunque apenas podía mantenerme en pie intentaba mantener una expresión despreocupada.

Permanecí allí durante más de tres meses. Las autoridades me permitían comer en la cantina, y me asignaron una cama en un dormitorio que compartía con otras cinco mujeres. Éstas rara vez me hablaban y, si lo hacían, era empleando un tono frío. La mayor parte de los internos adoptaban una actitud de hostilidad tan pronto me veían, pero yo me limitaba a mirarles con expresión vacua. Sin embargo, también había personas amables, o al menos más decididas que otras a la hora de mostrarse bondadosas conmigo.

Una de ellas era un hombre en las postrimerías de la veintena dotado de unas facciones sensibles y unas enormes orejas. Se llamaba Young, y era un licenciado universitario que había entrado a trabajar en el departamento de mi padre justamente antes de la Revolución Cultural. Era, además, el «jefe» del «pelotón» al que pertenecía mi padre. Aunque estaba obligado a asignar a éste los peores trabajos, procuraba -siempre que podía- aliviar sus tareas sin llamar la atención. En una de las fugaces conversaciones que pude mantener con él le dije que no podía cocinar la comida que había traído debido a que no tenía queroseno con el que alimentar mi pequeña estufa.

Un par de días después, Young pasó a mi lado con una expresión neutra dibujada en el rostro, y pude notar que me introducía algo metálico en la mano: era un mechero de alambre de unos veinte centímetros de altura por diez de diámetro construido por él mismo. Servía para quemar bolas de papel fabricadas con periódicos viejos. Éstos ya podían quemarse, puesto que el retrato de Mao había comenzado a desaparecer de sus páginas (el propio Mao había ordenado que así fuera, ya que consideraba que el propósito que se buscaba con la reproducción de su imagen -esto es, «establecer con grandiosidad y firmeza» su «autoridad absoluta y suprema»- había sido logrado, y que continuar con la práctica podía llegar a ser contraproducente). Las llamas azules y anaranjadas de aquel mechero me permitieron cocinar una comida de calidad muy superior a la del rancho que se servía en el campo. Cada vez que aquellos vapores deliciosos escapaban del cazo podía ver las mandíbulas de los compañeros de habitación de mi padre masticando de modo involuntario. Lamentaba no poder dar una parte a Young, pero ambos hubiéramos tenido dificultades si sus compañeros más militantes hubieran llegado a enterarse.

El hecho de que se permitiera a mi padre recibir visitas de sus hijos se debía a Young y a otras personas igualmente bondadosas. También era Young quien le concedía la autorización necesaria para salir de las instalaciones del campo en los días de lluvia (sus únicos días libres ya que, a diferencia de otros internos, se veía -al igual que mi madre-obligado a trabajar los domingos). Tan pronto como cesaba la lluvia, mi padre y yo corríamos al bosque y recogíamos al pie de los árboles champiñones y guisantes silvestres que yo luego cocinaba en el campamento acompañados de una lata de pato o de otra clase de carne. Aquellas ocasiones suponían para nosotros auténticos festines.

Después de cenar, paseábamos a menudo hasta mi lugar favorito, al que había bautizado como «mi jardín zoológico»: se trataba de un grupo de rocas de formas fantásticas situado en medio de un herboso claro del bosque. Su aspecto era el de un rebaño de insólitos animales tendidos al sol. Algunos de ellos poseían huecos del tamaño de nuestros cuerpos, y él y yo solíamos tendernos y dejar que nuestra mirada se perdiera en la distancia. Al pie de la ladera que se extendía bajo nosotros se elevaba una hilera de gigantescos miraguanos cuyas deshojadas flores de color escarlata -similares a magnolias en formato aumentado- crecían directamente de las enhiestas ramas desnudas que se elevaban hacia el cielo. Durante los meses que permanecí en el campo contemplé a menudo cómo se abrían aquellas enormes flores formando una masa rojiza que destacaba sobre el fondo negro. Al cabo, brotaban unos frutos del tamaño de higos que luego estallaban despidiendo una lana sedosa que el cálido viento esparcía por las montañas como una capa de nieve plumosa. Más allá de los miraguanos discurría el río de la Tranquilidad, tras el cual se extendía una interminable cordillera.

Cierto día, nos hallábamos descansando en nuestro «jardín zoológico» cuando pasó por allí un campesino tan deformado y simiesco que no pude evitar una sensación de temor al verle. Mi padre me contó que en aquella región aislada el emparejamiento familiar era algo corriente. A continuación, exclamó: «¡Hay tanto que hacer en estas montañas! Es un lugar magnífico, y posee un enorme potencial. Me encantaría venir a vivir aquí y organizar una comuna o una brigada de producción con la que se pudiera trabajar como es debido. Hacer algo útil. O acaso llevar una vida sencilla de campesino. Estoy harto de ser funcionario. Qué agradable sería que toda la familia pudiéramos disfrutar aquí de una existencia sin complicaciones como la de los granjeros.» Pude distinguir en sus ojos la frustración de un hombre activo e inteligente ansioso por trabajar. Reconocí asimismo el sueño idílico tradicional de un intelectual chino desilusionado con su carrera de mandarín. Sobre todo, pude advertir que la posibilidad de una vida alternativa se había convertido para mi padre en una fantasía, en algo maravilloso e inasequible debido a que una vez se era funcionario comunista ya no cabía dar marcha atrás.

Realicé tres visitas al campo, y cada una de ellas permanecí en él varios meses. Mis hermanos hicieron lo mismo, con objeto de que mi padre pudiera gozar constantemente del calor de los suyos. A menudo decía con orgullo que era la envidia del campo debido a que nadie había podido disfrutar tan asiduamente de la compañía de sus hijos. De hecho, pocos habían llegado a recibir visita alguna, pues la Revolución Cultural había deshumanizado brutalmente las relaciones humanas hasta el punto de destrozar incontables familias.

Mi familia se tornó cada vez más unida con el paso del tiempo. Mi hermano Xiao-hei, a quien mi padre había llegado a pegar cuando era niño, aprendió a amarle. Cuando visitó el campo por primera vez, él y mi padre se vieron obligados a dormir juntos en la misma cama como consecuencia de la envidia que experimentaban los jefes del complejo ante las frecuentes visitas familiares que éste recibía. Xiao-hei, inquieto por la posibilidad de que mi padre no disfrutara del reposo que tanto necesitaba por sus condiciones mentales, nunca se permitió caer en un sueño profundo por miedo a molestarle con sus movimientos.