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25. «La fragancia del dulce viento»

Una nueva vida con el Manuál de los electricistas y Seis crisis (1972-1973)

Los años 1969, 1970 y 1971 transcurrieron entre muertes, amor, tormento y alivio. En Miyi, las estaciones seca y húmeda se sucedían sin intervalos. En la Llanura del Guardián de los Búfalos, la luna crecía y menguaba, el viento soplaba y callaba y los lobos aullaban y guardaban silencio. En el jardín medicinal de Deyang, las hierbas florecían una vez, y otra… y otra. Yo viajaba sin descanso entre los campamentos de mis padres, el lecho de muerte de mi tía y mi poblado. Esparcía estiércol en los campos de arroz y escribía poemas a los nenúfares.

Mi madre estaba en nuestra casa de Chengdu cuando se enteró de la noticia de la caída de Lin Biao. Fue rehabilitada en noviembre de 1971 y se le dijo que no tendría que regresar al campamento. Sin embargo, aunque continuó recibiendo su salario completo, no se le devolvió su antiguo puesto de trabajo, el cual ya había sido ocupado por otra persona. Su departamento del Distrito Oriental tenía para entonces nada menos que siete directores, entre los que se contaban los miembros ya existentes de los Comités Revolucionarios y los funcionarios recién rehabilitados que acababan de regresar del campo. Su pobre estado de salud constituía una de las razones por las que mi madre no regresó al trabajo, pero el motivo más importante era que mi padre, a diferencia de la mayoría de los seguidores del capitalismo, no había sido rehabilitado.

La razón de que Mao hubiera autorizado aquella rehabilitación en masa no era que por fin hubiera recobrado el sentido, sino que la muerte de Lin Biao y la inevitable purga de sus hombres le había hecho perder el poder con que controlaba el Ejército. Dado que había destituido y apartado virtualmente de sus funciones a todos los demás mariscales, opuestos a la Revolución Cultural, se había visto obligado a depender casi exclusivamente de Lin. Había situado a su esposa y parientes, así como a las estrellas de la Revolución Cultural, en los puestos más importantes del Ejército, pero se trataba de personas sin antecedentes militares y, por ello, no contaban con la lealtad de las fuerzas armadas. Tras la desaparición de Lin, Mao hubo de recurrir a los líderes previamente purgados que aún inspiraban fidelidad a los militares, entre ellos Deng Xiaoping, quien no tardaría en reaparecer. La primera concesión que tuvo que hacer Mao fue devolver a sus puestos a la mayoría de los funcionarios denunciados.

El líder sabía también que su poder dependía del funcionamiento de la economía. Sus Comités Revolucionarios eran irremediablemente incompetentes y se encontraban divididos, por lo que no contaba con modo alguno de poner el país en marcha. No tuvo otra elección que recurrir de nuevo a los antiguos funcionarios que había hecho caer en desgracia.

Mi padre continuaba en Miyi, pero la parte de salario que se le había estado reteniendo desde junio de 1968 le fue devuelta, y de repente nos encontramos con lo que se nos antojaba una suma astronómica en el banco. Todas las pertenencias personales que nos habían sido confiscadas por los Rebeldes en los asaltos domiciliarios nos fueron devueltas con la única excepción de dos botellas de mao-tai, el licor más cotizado en China. Había otros síntomas igualmente optimistas. Zhou Enlai, quien para entonces había visto incrementado su poder, emprendió la tarea de poner en marcha la economía. La antigua administración fue restaurada en gran parte, y se hizo hincapié en mantener el orden y la producción. Volvieron a introducirse los sistemas de incentivos. A los campesinos se les permitió disponer de algún dinero en metálico. Se reiniciaron las investigaciones científicas. En las escuelas volvieron a impartirse clases propiamente dichas tras un intervalo que había durado seis años, y mi hermano pequeño, Xiao-fang, comenzó sus estudios con retraso a los diez años de edad.

Con el resurgir de la economía, las fábricas comenzaron a reclutar nuevos trabajadores. Como parte del sistema de incentivos se les permitió dar preferencia a aquellos hijos de sus empleados que habían sido enviados a trabajar al campo. Aunque mis padres no eran obreros fabriles, mi madre habló con los directores de una fábrica de maquinaria que había pertenecido en otro tiempo al Distrito Oriental y ahora se hallaba bajo el control del Segundo Departamento de Industria Ligera de Chengdu. Se mostraron dispuestos a aceptarme de buen grado por lo que, pocos meses antes de cumplir los veinte años, abandoné Deyang para siempre. Mi hermana tuvo que quedarse debido a que los jóvenes de las ciudades que habían contraído matrimonio en el campo tenían prohibido regresar incluso en aquellos casos en que la esposa contaba con un registro urbano.

Mi única opción estribaba en convertirme en obrera. La mayor parte de las universidades continuaban cerradas, y no había otras carreras disponibles. Trabajar en una fábrica equivalía a trabajar tan sólo ocho horas al día en lugar de soportar la jornada de sol a sol de los campesinos. No tendría que transportar pesadas cargas, y podría vivir con mi familia. Sin embargo, lo más importante era que podría recuperar mi registro urbano, lo que significaba tener la comida y otros productos de primera necesidad garantizados por el Estado.

La fábrica estaba en los suburbios orientales de Chengdu, a unos cuarenta y cinco minutos en bicicleta desde mi casa. Recorría la mayor parte del trayecto junto a las orillas del río de la Seda, y luego enfilaba embarrados caminos rurales a través de campos de colza y de trigo. Por fin, se llegaba a un recinto de aspecto destartalado en el que se esparcían pilas de ladrillos y enmohecidos rollos de acero laminado. Aquélla era mi fábrica. Poseía unas instalaciones bastante primitivas, y algunas de sus máquinas se remontaban a comienzos de siglo. Los directores e ingenieros acababan de ser devueltos a sus puestos tras cinco años de asambleas de denuncia, consignas murales y enfrentamientos físicos entre las facciones existentes en la fábrica, y ésta había recomenzado su producción de herramientas para maquinaria. Los obreros me obsequiaron con una bienvenida especial debida, en gran parte, a mis padres: la destrucción ocasionada por la Revolución Cultural había despertado en ellos una profunda añoranza por la antigua administración, bajo la cual habían reinado el orden y la estabilidad.

Se me asignó a un puesto de aprendiz en la fundición, a las órdenes de una mujer a quien todos llamaban «tía Wei». De niña, había sido muy pobre, y ni siquiera había contado con un par de pantalones decentes durante su adolescencia. Su vida había cambiado con la llegada de los comunistas, por lo que se sentía inmensamente agradecida a ellos. Se había unido al Partido y, en los comienzos de la Revolución Cultural, se encontraba entre los Legitimistas que defendieron a los antiguos funcionarios. Cuando Mao apoyó abiertamente a los Rebeldes, su grupo había sido violentamente obligado a rendirse, y ella había sido torturada. Un buen amigo suyo, un viejo trabajador que también debía mucho a los comunistas, había muerto tras ser colgado horizontalmente por las muñecas y los tobillos (un suplicio conocido con el nombre de «el pato que nada»). Entre lágrimas, la tía Wei me contó la historia de su vida, afirmando que su destino se hallaba ligado al de un Partido que, en su opinión, había resultado destrozado por «elementos antipartidistas» tales como Lin Biao. Me trataba como a una hija, y ello debido en gran medida a que procedía de una familia comunista. Yo, sin embargo, me sentía violenta en su compañía porque no lograba compartir su fe en el Partido.

Había unos treinta hombres y mujeres ocupados en la misma tarea que yo, esto es, llenar los moldes de tierra. Posteriormente, el hierro fundido era vertido en los moldes en estado de ebullición, lo que generaba una masa de chispas incandescentes. La grúa que operaba sobre nuestro taller crujía de un modo tan alarmante que no conseguía librarme del temor de que pudiera dejar caer el crisol de metal líquido sobre la gente que trabajaba bajo ella.

Mi trabajo de vaciadora era sucio y agotador. Tenía los brazos hinchados de tanto arrojar tierra al interior de los moldes, pero mi inocente creencia de que la Revolución Cultural tocaba a su fin hacía que mi ánimo fuera considerablemente elevado, lo que me permitía entregarme a mi trabajo con un ardor que habría sorprendido a los campesinos de Deyang.

A pesar de mi nuevo entusiasmo, me alivió saber al cabo de un mes que había de ser trasladada. No hubiera podido soportar ocho horas diarias de apalear tierra durante mucho tiempo. Debido a la buena voluntad reinante hacia mis padres, se me ofrecieron varios trabajos entre los que escoger: tornera, maquinista de grúa, telefonista, carpintera o electricista. Dudé largo tiempo entre estas dos últimas posibilidades. Me gustaba la idea de aprender a crear hermosos objetos de madera, pero decidí que no poseía unas manos lo suficientemente hábiles. Como electricista, me distinguiría por ser la única mujer de la fábrica ocupada en esa labor. Ya había habido anteriormente otra mujer en el equipo de electricistas, pero lo había abandonado para ocuparse de otro trabajo. Siempre había sido objeto de gran admiración. Cuando trepaba a la cumbre de los postes eléctricos, los obreros se detenían a mirarla con la boca abierta. Me hice inmediatamente amiga de aquella mujer, quien me dijo algo que terminó de convencerme: los electricistas no tenían que pasarse ocho horas diarias frente a la misma máquina, sino que podían permanecer en sus dependencias esperando a que les llamaran para algún trabajo. Ello significaba que tendría tiempo para leer.

Aquel primer mes sufrí cinco descargas eléctricas. Al igual que sucedía con los médicos descalzos, no había aprendizaje oficial alguno: ello reflejaba el desdén que Mao sentía por cualquier forma de educación. Los seis hombres del equipo me enseñaban pacientemente, pero yo estaba comenzando desde un nivel abismalmente bajo. Ni siquiera sabía lo que era un fusible. La electricista me dio su ejemplar del Manual de los electricistas, y yo me sumergí en su lectura, a pesar de lo cual continué confundiendo corriente eléctrica con voltaje. Por fin, me avergoncé de hacer perder el tiempo a mis compañeros y me dediqué a copiar lo que hacían sin comprender demasiado la teoría de mi labor. Poco a poco, fui arreglándomelas bastante bien, y gradualmente fui capaz de realizar algunas reparaciones por mí misma.

Un día, un obrero informó de la existencia de un conmutador defectuoso en uno de los paneles de distribución de corriente. Yo abrí la parte posterior del panel para examinar el cableado y decidí que uno de los tornillos debía de haberse aflojado. En lugar de desconectar la corriente, introduje impetuosamente mi destornillador-detector para apretarlo. La parte posterior del panel era un entramado de conexiones, juntas y cables atravesados por una corriente de 380 voltios. Una vez dentro de aquel campo de minas, introduje el destornillador a través de una rendija con exquisito cuidado y alcancé el tornillo, el cual no estaba suelto después de todo. Para entonces, mi brazo había comenzado a temblar ligeramente por la tensión y el nerviosismo. Comencé a retirarlo, conteniendo el aliento. Por fin, justamente en el borde, cuando ya me encontraba a punto de relajarme, me vi sacudida por una serie de descargas colosales que recorrieron todo mi cuerpo desde la mano a los pies. Di un salto en el aire y el destornillador salió despedido. Había entrado en contacto con una conexión situada en el acceso a la red de distribución de corriente. Caí al suelo desmadejada, pensando que podía haber muerto si el destornillador llega a resbalar un instante antes. Sin embargo, no revelé el episodio a los demás electricistas: no quería que se sintieran obligados a venir conmigo cada vez que había una llamada.