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El día de su puesta en libertad le había llevado ropa nueva. Las primeras palabras que su esposo le dirigió al verla fueron: «No deberías haberme traído tan sólo bienes materiales. Deberías haberme traído alimento espiritual [refiriéndose a las obras de Mao].» Tung no había leído otra cosa durante sus cinco años de confinamiento. En aquella época, yo vivía con su familia y pude observar que no había día en que no les obligara a estudiar los artículos de Mao con una solemnidad que inevitablemente se me antojó más trágica que ridicula.

Pocos meses después de nuestra visita, Tung fue enviado a supervisar una operación que había de llevarse a cabo en uno de los puertos del sur del país. Su prolongado aislamiento había hecho de él una persona incapaz de ocuparse de tareas fatigosas, y no tardó en sufrir un ataque al corazón. El Gobierno envió un avión especial para trasladarle a un hospital de Guangzhou. A su llegada, sin embargo, el ascensor no funcionaba, y él insistió en subir a pie los cuatro pisos debido a que consideraba que dejarse transportar hubiera sido contrario a la moral comunista. Murió en la mesa de operaciones. Sus familiares no se encontraban a su lado, ya que les había hecho llegar la indicación de que no debían interrumpir sus respectivos trabajos.

Cuando vivíamos con Tung y su familia, a finales de mayo de 1972, mi madre y yo recibimos un telegrama en el que se anunciaba que mi padre había sido autorizado a abandonar el campo. Tras la caída de Lin Biao, los médicos habían por fin emitido un diagnóstico de su estado de salud en el que afirmaban que sufría una peligrosa hipertensión, graves complicaciones de hígado y corazón y arteriosclerosis. En consecuencia, recomendaban que se sometiera a una revisión completa en Pekín.

Mi padre tomó un tren hasta Chengdu y desde allí voló a Pekín. Dado que el aeropuerto sólo contaba con medios de transporte público para los pasajeros, mi madre y yo nos vimos obligadas a esperarle en la terminal de la ciudad. Estaba delgado, y su piel aparecía casi ennegrecida por el sol. Era la primera vez en tres años y medio que salía de las montañas de Miyi. Durante los primeros días, parecía perdido en la gran ciudad, y solía referirse al acto de cruzar la calle como «atravesar el río» y a tomar un autobús como «abordar una embarcación». Caminaba con aire vacilante por las calles atestadas, y parecía un tanto desconcertado por el tráfico. Así pues, asumí el papel de guía. Nos alojamos con un antiguo amigo suyo de Yibin que también había sufrido espantosamente con la Revolución Cultural.

Con excepción de aquel hombre y Tung, mi padre no visitó a nadie más, ya que aún no había sido rehabilitado. A diferencia de mí, entonces llena de optimismo, se mostraba apesadumbrado la mayor parte del tiempo. En un intento por animarle, solía llevarle en compañía de mi madre a realizar visitas turísticas con temperaturas que a menudo se acercaban a los cuarenta grados. En cierta ocasión, casi le forcé a acompañarme a visitar la Gran Muralla en un autocar atestado en el que viajamos medio asfixiados por el polvo y el sudor. Yo no hacía más que hablar, y él me escuchaba con una sonrisa pensativa. Frente a nosotros, un niño campesino comenzó a llorar en brazos de su madre, y ella le golpeó con fuerza. Mi padre saltó del asiento y gritó: «¡No pegue al niño!» Apresuradamente, le tiré de la manga y le obligué a sentarse. Todos los ocupantes del vehículo nos miraban: para los chinos, resultaba insólito entrometerse en una cuestión de aquel tipo. Suspirando, pensé hasta qué punto había cambiado mi padre desde la época en la que él mismo golpeara a Jin-ming y Xiao-hei.

En Pekín tuve ocasión de leer libros que me abrieron nuevos horizontes. El presidente Nixon había visitado China en febrero de aquel mismo año. La versión oficial era que había acudido «enarbolando una bandera blanca». Para entonces, el concepto de Norteamérica como enemigo número uno había desaparecido de mi mente, así como gran parte de mi adoctrinamiento previo. La visita de Nixon me alegraba profundamente, ya que su presencia había contribuido a crear un clima que había permitido la aparición de nuevas traducciones de libros extranjeros. Todos ellos estaban calificados como obras «para circulación interna», lo que en teoría significaba que sólo podían ser leídos por personal autorizado, pero no existían reglas que especificaran entre quiénes debían circular, por lo que solían hacerlo libremente entre los distintos grupos de amigos cada vez que uno de ellos contaba con medios de acceso privilegiados gracias a su trabajo.

Yo misma tuve ocasión de disfrutar de algunas de aquellas publicaciones. Así, pude leer con placer indescriptible las Seis crisis de Nixon (ligeramente censurada, claro está, dado su pasado anticomunista); Los mejores y los más brillantes, de David Halberstam; Auge y caída del Tercer Reich, de William L. Shirer y Vientos de guerra, de Hermán Wouk, todos ellos impregnados de lo que para mí era una imagen actualizada del mundo exterior. Las descripciones de la administración Kennedy en Los mejores y los más brillantes lograron que me maravillara ante la relajada imagen del Gobierno norteamericano, completamente distinta de la del mío, tan remoto, sobrecogedor y furtivo. Me sentí cautivada por el estilo de escritura de las obras que describían hechos reales. ¡Qué redacción tan fría e imparcial! Incluso las Seis crisis de Nixon se me antojaban un modelo de ecuanimidad comparadas con el estilo demoledor de los medios de comunicación chinos, repletos de intimidaciones, denuncias y aserciones. En Vientos de guerra no me sentí tan impresionada por sus majestuosas descripciones de la época como por sus viñetas, en las que se reflejaba el desinhibido interés que las mujeres occidentales prestaban a su atuendo, su fácil acceso al mismo y la gama de colores y estilos disponibles. A mis veinte años, mi guardarropa era sumamente limitado, y en gran medida del mismo estilo que el de los demás. Prácticamente no había una prenda que no fuera azul, gris o blanca. Yo cerraba los ojos y soñaba con acariciar todos aquellos vestidos magníficos que nunca había podido ver ni lucir.

La creciente información procedente del exterior formaba parte, claro está, de la liberalización general que siguió a la caída de Lin Biao, pero la visita de Nixon constituyó un pretexto de lo más conveniente: la importancia de los chinos no debía verse disminuida por una ignorancia total de lo que sucedía en Norteamérica. En aquellos días, cada paso que se daba en el proceso de relajación debía contar con alguna justificación política, por descabellada que ésta fuera. El aprendizaje del inglés había pasado a convertirse en una causa noble -destinada a «ganar nuevos amigos procedentes de todo el mundo»-, y por tanto ya no se consideraba un crimen. Las calles y los restaurantes fueron despojados de los aguerridos nombres que habían obtenido de manos de la Guardia Roja durante la Revolución Cultural con objeto de no alarmar o atemorizar a nuestro distinguido visitante. En Chengdu (aunque dicha ciudad no había de recibir la visita de Nixon) el restaurante El aroma de la pólvora recuperó su antiguo nombre de La fragancia del dulce viento.

Permanecí en Pekín durante cinco meses. Siempre que estaba sola pensaba en Day. Nunca nos escribimos. Yo escribía poemas para él, pero los conservaba para mí misma. Poco a poco, la esperanza que tenía puesta en el futuro terminó por conquistar mis angustias del pasado. Una noticia en particular sirvió para trasladar todas mis inquietudes a segundo plano ya que, por primera vez desde que tenía catorce años, vislumbré la posibilidad de un futuro que no había osado contemplar hasta entonces: quizá podría asistir a la universidad. En Pekín ya se habían apuntado pequeños grupos de estudiantes a lo largo de los últimos dos años, y la sensación era que las universidades de todo el país no tardarían en abrir sus puertas. A la sazón, Zhou Enlai procuraba hacer hincapié en una cita de Mao en la que se afirmaba que las universidades aún eran necesarias, especialmente en lo que se refería a ciencia y tecnología. Apenas podía esperar el momento de mi regreso a Chengdu para comenzar mis estudios e intentar mi propio ingreso.

Cuando regresé a la fábrica, en septiembre de 1972, el encuentro con Day no me resultó demasiado doloroso. También él se había apaciguado, aunque en ocasiones mostraba algún destello de melancolía. Una vez más, nos convertimos en buenos amigos, pero ya no volvimos a hablar de poesía. Yo me aislé en mis preparativos para la universidad, si bien no tenía por entonces la menor idea de a cuál asistiría. No era a mí a quien correspondía la elección, pues Mao había dicho que «la educación debía ser sometida a una revolución exhaustiva». Ello significaba, entre otras cosas, que los estudiantes de universidad deberían ser asignados a los distintos cursos sin tener en cuenta qué disciplinas les interesaban, ya que hacerlo equivaldría a caer en el individualismo, considerado un vicio capitalista. Comencé a estudiar las principales asignaturas: chino, matemáticas, física, química, biología e inglés.

Mao había decretado asimismo que los estudiantes no debían ser extraídos de las fuentes tradicionales -esto es, de entre los graduados de enseñanza media- sino que tenían que ser obreros o campesinos. Ello no constituía para mí ningún inconveniente, dado que entonces era una obrera y en otro tiempo había sido una auténtica campesina.

Zhou Enlai había decidido que se realizaran exámenes de ingreso, si bien se vio obligado a sustituir el término «examen» (kao-shi) por el de «investigación de la capacidad de los candidatos para resolver algunos problemas básicos y de su habilidad para resolver y analizar problemas concretos». A Mao le disgustaban los exámenes. El nuevo procedimiento consistía en que uno debía ser primeramente recomendado por su unidad de trabajo. Posteriormente, se celebraban los exámenes de ingreso y, por fin, las autoridades de admisión sopesaban los resultados del examen y el comportamiento político de los solicitantes.

Durante casi diez meses, pasé todas las tardes y fines de semana -así como gran parte del tiempo libre del que gozaba en la fábrica-devorando los libros de texto que habían conseguido sobrevivir a las hogueras de los guardias rojos. Llegaban hasta mí procedentes de numerosos amigos. Contaba asimismo con una serie de profesores dispuestos a sacrificar sus tardes y sus días libres con gran entusiasmo. Las personas deseosas de aprender aparecían unidas por una compenetración común que reflejaba la reacción de un país alimentado por una sofisticada civilización, recientemente sepultada en una virtual extinción.