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Muy pronto advirtió que lo más importante era saber complacer a sus jefes inmediatos y, en segundo grado, a sus camaradas. Además de resultar popular y trabajar de firme tenía que «servir al pueblo» del modo más literal posible.

A diferencia de lo que sucede en la mayoría de los ejércitos, en los que se asignan las labores más bajas y desagradables a los rangos menos elevados, el Ejército chino esperaba a que sus miembros se ofrecieran voluntarios para realizar tareas tales como acarrear agua para las abluciones matutinas y barrer las instalaciones. El toque de diana tenía lugar a las seis y media de la mañana, pero aquellos que aspiraban a ingresar en el Partido tenían el «honorable deber» de levantarse antes de aquella hora. Lo cierto es que había tantos que lo hacían que solían producirse peleas hasta por las escobas. La gente se levantaba más y más pronto con tal de asegurarse la posesión de una de ellas. Una mañana, Xiao-hei oyó a alguien barriendo el campamento cuando apenas habían dado las cuatro.

Había otras tareas importantes, pero la que más «contaba» era la preparación de la comida. El rancho oficial era ínfimo, incluso para los oficiales, y sólo se comía carne una vez por semana. De este modo, cada compañía debía encargarse de cultivar su propio grano y sus propias verduras, así como de criar sus propios cerdos. En la época de la cosecha, los comisarios de las compañías solían pronunciar enardecidas arengas: «¡Camaradas! ¡Por fin el Partido os pone a prueba! ¡Debemos acabar este campo a lo largo del día! Cierto que se trata de una tarea que precisa de diez veces el número de brazos de que disponemos, ¡pero un revolucionario es capaz de realizar el trabajo de diez hombres! Los miembros del Partido Comunista deben dar ejemplo. Y para aquellos que deseen unirse al mismo, ¡éste es el momento de demostrar su valía! ¡Aquellos que consigan pasar la prueba podrán ingresar en el Partido al concluir el día, en el campo de batalla!»

Efectivamente, los miembros del Partido tenían que trabajar duramente para mostrarse a la altura de su «papel dirigente». Sin embargo, eran los aspirantes quienes realmente se veían obligados a esforzarse. En cierta ocasión, Xiao-hei alcanzó tal grado de agotamiento que se desplomó en mitad de un campo. Mientras los nuevos miembros que habían logrado obtener su «ingreso en el campo de batalla» alzaban el puño derecho y pronunciaban el voto de rigor «de combatir toda mi vida por la gloriosa causa comunista», Xiao-hei hubo de ser trasladado a un hospital, en el que permaneció durante varios días.

La vía más eficaz de ingreso en el Partido consistía en la crianza de cerdos. La compañía tenía varias docenas de ellos, y los animales ocupaban un lugar especial en los corazones de los soldados: tanto éstos como los oficiales solían acercarse a las pocilgas para observar a los cerdos a la vez que intercambiaban comentarios y votos por su rápido desarrollo. Si las bestias crecían a buen ritmo los porqueros se convertían en los niños bonitos de la compañía, por lo que se trataba de una profesión enormemente solicitada.

Xiao-hei llegó a obtener el puesto de porquero con jornada completa. Se trataba de un trabajo duro y sucio, a lo que había que añadir la presión psicológica que sufrían quienes lo desempeñaban. Todas las noches, él y sus colegas se turnaban para levantarse de madrugada y proporcionar a los cerdos una ración extraordinaria de comida. Cuando una hembra tenía una carnada, los porqueros la vigilaban noche tras noche para que no fuera a aplastar a sus crías. Las preciosas habas de soja se recogían, lavaban, molían, escurrían y convertían en «leche de soja» con la que a continuación se alimentaba amorosamente a la cerda para estimular su producción de leche. La vida en las fuerzas aéreas resultaba, pues, muy distinta de lo que Xiao-hei había imaginado. La producción de alimentos le ocupó más de una tercera parte del tiempo que permaneció en el Ejército. Al cabo de un año de esforzada crianza porcina, Xiao-hei fue finalmente aceptado en el Partido y por fin, al igual que muchos otros, procuró repantingarse y tomárselo con calma.

Una vez se había ingresado en el Partido, la aspiración de la mayoría consistía en obtener el ascenso a oficial, ya que ello duplicaba todas las ventajas que conllevaba lo anterior. La clave para ello dependía de ser -o no- elegido por los superiores, por lo que resultaba vital no disgustarles. Un día, Xiao-hei fue llamado a presencia de uno de los comisarios políticos de la escuela militar. Acudió en ascuas, ya que ignoraba si lo que le esperaba era un golpe de buena fortuna o una catástrofe total. El comisario, un hombre rechoncho de aproximadamente cincuenta años de edad con ojos saltones y una voz estridente e imperiosa, se mostró sorprendentemente afable con Xiao-hei y, encendiendo un cigarrillo, se interesó acerca de sus antecedentes familiares, su edad y su estado de salud. Le preguntó asimismo si tenía novia, a lo que mi hermano repuso que no. Aquellas preguntas tan íntimas se le antojaban una buena señal. El comisario prosiguió, alabándole: «Has estudiado concienzudamente el pensamiento marxista-leninista de Mao Zedong. Has trabajado duramente, y has producido buena impresión en las masas. Claro está que debes continuar mostrándote modesto, ya que la modestia contribuye a tus progresos», etcétera. Para cuando el comisario apagó el cigarrillo, Xiao-hei se hallaba convencido de tener el ascenso en el bolsillo.

Su superior, sin embargo, encendió otro y comenzó a relatarle una historia acerca de un incendio acaecido en un molino de algodón y de una hilandera que había resultado gravemente quemada al introducirse en su interior en un intento de poner a salvo la propiedad estatal. De hecho, había sido necesario amputarle todas sus extremidades, de tal modo que había quedado reducida a una cabeza y un torso. No obstante, subrayó el comisario, su rostro no se había visto afectado, ni -lo que era aún más importante- su capacidad de procrear. Se trataba -afirmó- de una heroína destinada a obtener una amplia publicidad en la prensa. El Partido deseaba complacerla en todos sus deseos, y ella había anunciado que anhelaba contraer matrimonio con un oficial de las fuerzas aéreas. Xiao-hei era joven, apuesto, sin compromisos y con probabilidades de ser ascendido a oficial en cualquier momento…

Xiao-hei se sintió compadecido de la dama, pero de ahí a casarse con ella había una gran diferencia. Sin embargo, ¿cómo podía oponerse al comisario? No podía recurrir a ningún motivo convincente. ¿El amor? Se suponía que el amor debía permanecer ligado a los «sentimientos de clase» y, ¿quién podía merecer más sentimientos de clase que una heroína comunista? Aducir que no la conocía tampoco bastaría para librarle de su compromiso. En China se habían producido ya numerosos matrimonios arreglados por el Partido. Como miembro del mismo -y muy especialmente como miembro aspirante a oficial- Xiao-hei debía decir: «¡Obedezco resueltamente los designios del Partido!» Lamentó amargamente haber dicho que no tenía novia. Caviló aceleradamente acerca de un posible modo de negarse mientras escuchaba al comisario, quien seguía enumerando las ventajas del proyecto: ascenso inmediato a oficial, publicidad como héroe del Partido, una empleada doméstica permanente y una generosa renta vitalicia.

El superior encendió su tercer cigarrillo e hizo una pausa. Xiao-hei sopesó sus palabras. Decidió correr un riesgo calculado e inquirió si se trataba de una decisión irrevocable del Partido, ya que sabía que éste prefería que sus miembros se ofrecieran siempre «voluntariamente». Tal y como esperaba, el comisario respondió negativamente: la decisión dependía de Xiao-hei. Éste, finalmente, decidió jugarse el todo por el todo. «Confesó» que, si bien no tenía novia, su madre le había concertado una relación femenina. Sabía que su «prometida» tendría que tener ciertas cualidades para superar a la heroína, y ello implicaba que poseyera dos atributos básicos: unos antecedentes de clase adecuados y un empleo digno de encomio. Así pues, la describió como hija del jefe de una importante región militar y empleada en un hospital de Ejército. Hacía poco -añadió- que habían empezado a «hablar de amor».

El comisario se echó atrás, afirmando que tan sólo había querido comprobar la reacción de Xiao-hang y que no tenía intención de ponerle en compromiso alguno. Xiao- hei no fue castigado, y poco después fue ascendido a oficial y puesto a cargo de una unidad terrestre de comunicaciones. La heroína terminó contrayendo matrimonio con un joven de ascendencia campesina.

La señora Mao y sus secuaces, entretanto, recrudecían sus esfuerzos por impedir el desarrollo laboral del país. Su consigna para la industria era: «Detener la producción constituye por sí mismo una revolución.» Para la agricultura -sector en el que para entonces comenzaban a intervenir a fondo-: «Preferimos hierbajos socialistas a cosechas capitalistas.» La adquisición de tecnología extranjera se definió como «olfatear los pedos de los extranjeros y calificarlos de dulces». Y en cuanto a la educación: «Queremos obreros analfabetos, y no cultivados aristócratas espirituales.» Una vez más, hicieron un llamamiento a la rebelión de los escolares contra sus maestros, y en 1974 volvieron a producirse en las aulas de Pekín los mismos destrozos de ventanas, mesas y sillas que habían tenido lugar en 1966. La señora Mao aifrmó que ello emulaba «la actitud revolucionaria de los obreros ingleses del siglo dieciocho al destrozar su maquinaria». Toda aquella demagogia servía aun único objetivo: crear nuevos problemas para Zhou Enlai y Deng Xiaoping y generar el caos. La señora Mao y el resto de sus lumbreras no tenían otra posibilidad de «brillar» si no era a través de la destrucción. En labores constructivas no tenían nada que hacer.

Zhou y Deng habían estado realizando intentonas por abrir el país al exterior, lo que impulsó a la señora Mao a desencadenar un nuevo ataque contra la cultura extranjera. A comienzos de 1974, los medios de comunicación lanzaron una poderosa campaña de denuncia contra el director italiano Michelangelo Antonioni por una película que había rodado acerca de China. Poco importaba que nadie en China hubiera visto la película y que pocos hubieran oído hablar de ella… o de su director. La misma xenofobia se aplico a Beethoven tras una visita de la Orquesta de Filadelfia.

Durante los dos años transcurridos desde la caída de Lin Biao, mi estado de ánimo había pasado del optimismo a una sensación de cólera y desesperación. La única fuente de consuelo era que la gente aún mostraba capacidad de lucha, y que aquella locura no campaba por sus respetos como lo hiciera en los primeros años de la Revolución Cultural. Durante este período, Mao rehusó apoyar por completo a ninguno de ambos bandos. Detestaba los esfuerzos de Zhou y Deng por poner fin a la Revolución Cultural, pero sabía que su esposa y los acólitos de ésta eran incapaces de mantener la nación en funcionamiento.