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Mao permitió a Zhou continuar con la administración del país, pero le echó encima a su esposa, por entonces ocupada en una nueva campaña destinada a criticar a Confucio. Las consignas reinantes contenían una denuncia ostensible de Lin Biao, pero en realidad iban dirigidas a Zhou quien, como solía afirmarse de modo unánime, encarnaba las virtudes aconsejadas por los sabios antiguos. A pesar de la inquebrantable lealtad de Zhou, Mao aún no se decidía a dejarle las manos libres ni siquiera en un momento en el que se encontraba irreparablemente afectado por un cáncer.

Fue en aquella época cuando comencé a darme cuenta de que el auténtico responsable de la Revolución Cultural no había sido otro que Mao. Sin embargo, aún me resistía a condenarle de un modo explícito, incluso ante a mí misma. ¡Era tan difícil destruir a un Dios! Psicológicamente, sin embargo, me encontraba ya preparada para dejarme convencer de su verdadera catadura.

Dado que no resultaba fundamental para la economía y que cualquier intento por enseñar o aprender implicaba una inversión de la ignorancia que tanto había ensalzado la Revolución Cultural, la educación se convirtió para la señora Mao y su camarilla en el objetivo principal de sabotaje. Así, tan pronto ingresé en la universidad observé que había aterrizado en un campo de batalla.

La Universidad de Sichuan había albergado el cuartel general del 26 de Agosto, el grupo Rebelde que había actuado como fuerza de choque de los Ting, y sus edificios aún mostraban las cicatrices de siete años de Revolución Cultural. Apenas quedaban ventanas intactas. El estanque que había en el centro del campus, célebre en otro tiempo por la elegancia de sus lotos y sus peces de colores, se había convertido en un inmundo pantano cubierto de mosquitos. Los plátanos franceses que bordeaban la avenida que partía de la verja central habían sido mutilados.

Nada más entrar en la universidad, se desató una campaña política contra la «entrada por la puerta trasera». Claro está que no se hacía mención alguna del hecho de que eran los propios líderes de la Revolución los que habían bloqueado la «puerta delantera». Pude advertir que entre los nuevos estudiantes «obreros-campesinos-soldados» abundaban los hijos de altos funcionarios del Estado y que prácticamente la totalidad del resto contaba con poderosas conexiones: los campesinos, con sus jefes del equipo de producción o secretarios de comunas; los obreros, con sus superiores (al menos aquellos que no eran de por sí pequeños funcionarios). La «puerta trasera» constituía la única vía de acceso. Mis compañeros demostraron escaso vigor en aquella campaña.

Todas las tardes, e incluso algunas noches, nos veíamos obligados a estudiar gruesos artículos del Diario del Pueblo en los que se denunciaba una u otra cuestión, o bien a sostener absurdas polémicas en las que todos los presentes se limitaban a emular el lenguaje vacuo y grandilocuente de la prensa. Teníamos que permanecer constantemente en el campus con excepción de los sábados por la tarde y los domingos, e incluso estos últimos debíamos regresar antes de que anocheciera.

Por entonces, yo compartía una habitación con otras cinco muchachas. La estancia poseía dos filas de literas alineadas unas frente a otras. En el centro había una mesa y seis sillas en las que solíamos sentarnos a trabajar. Apenas quedaba sitio para nuestras palanganas. La ventana se abría a una maloliente alcantarilla descubierta.

Mi asignatura era el inglés, pero apenas había medio de aprenderlo. No había ingleses nativos. De hecho, no había extranjeros en la universidad, ya que toda la provincia de Sichuan se encontraba vedada a ellos. De vez en cuando acudía alguno de modo excepcional (invariablemente un «amigo de China») pero incluso el simple hecho de dirigirse a ellos sin autorización constituía un delito criminal. Podíamos ser encarcelados tan sólo por escuchar la BBC o la Voz de América. No había publicaciones extranjeras disponibles a excepción de The Worker, el periódico del minúsculo Partido Comunista de Gran Bretaña, de tendencia maoísta, e incluso éste solía mantenerse bajo llave en una habitación especial. Recuerdo la emoción que sentí la única vez que me permitieron echar un vistazo a uno de sus ejemplares. Mi excitación, sin embargo, se vino abajo nada más depositar la mirada sobre un artículo de la primera página en el que se comentaba la campaña destinada a la crítica de Confucio. Me encontraba allí sentada y sumida en la estupefacción cuando un profesor al que apreciaba especialmente pasó junto a mí y comentó con una sonrisa: «China debe de ser el único lugar del mundo en el que se lee ese periódico.»

Nuestros libros de texto no eran sino una ridicula colección de propaganda. La primera frase que aprendimos en inglés fue «¡Larga vida al presidente Mao!». Sin embargo, nadie osó analizarla gramaticalmente, ya que en chino el modo optativo -utilizado para expresar un deseo o un anhelo- resulta equivalente a «algo irreal». En 1966, un profesor de la Universidad de Sichuan había recibido una paliza ¡por tener la osadía de sugerir que «¡Larga vida al Presidente Mao!» era una frase irreal! Uno de los capítulos trataba de un joven «modelo» que había resultado ahogado al saltar al interior de una riada para rescatar un poste de telégrafo debido a que el poste en cuestión sería utilizado para transportar la voz del presidente Mao.

Con grandes dificultades, me las arreglé para hacerme con algunos libros de texto de lengua inglesa publicados antes de la Revolución Cultural, los cuales obtuve a título de préstamo de algunos profesores de mi departamento y de Jin-ming, quien solía enviarme libros por correo desde su universidad. En ellos se incluían extractos de escritores como Jane Austen, Charles Dickens y Oscar Wilde, así como narraciones extraídas de la historia de Europa y Estados Unidos. Su lectura constituía para mí un auténtico gozo, pero tan sólo obtenerlos e intentar luego conservarlos consumía gran parte de mi energía.

Cada vez que alguien se acercaba a mí, los tapaba rápidamente con un periódico. Ello se debía sólo en parte a su contenido «burgués», ya que resultaba igualmente importante que no te vieran estudiando con demasiado ahínco y no despertar los celos de tus compañeros leyendo algo completamente fuera de sus posibilidades. Aunque todos estábamos estudiando inglés y recibiendo por ello un sueldo del Gobierno -en parte, esto último, por nuestro valor propagandístico- no debíamos ser vistos dedicando demasiado entusiasmo a nuestra asignatura, pues podíamos recibir la calificación de «blancos y expertos». Según la absurda lógica de aquella época, la competencia profesional («experto») equivalía automáticamente a la poca habilidad política («blanco»).

Yo tenía la desgracia de ser mejor alumna de inglés que mis compañeros, lo que no era bien visto por algunos de los funcionarios estudiantiles -o controladores de menor nivel- que supervisaban las sesiones de adoctrinamiento político y comprobaban las «condiciones de pensamiento» de sus compañeros de estudio. Los funcionarios estudiantiles de mi curso procedían en su mayoría del campo. Mostraban un gran interés por aprender inglés, pero eran casi todos semianalfabetos y apenas poseían aptitudes para ello, Yo me sentía compadecida de su ansiedad y su frustración, y comprendía los celos que inspiraba en ellos, pero el concepto maoísta de «blanco y experto» les hacía enorgullecerse de su falta de capacidad, prestaba respetabilidad política a su envidia y les proporcionaba una perversa ocasión de dar rienda suelta a su exasperación.

De vez en cuando, algún funcionario estudiantil solicitaba un «mano a mano» conmigo. En mi curso, el líder de la célula del Partido era un antiguo campesino llamado Ming que había ingresado en el Ejército y posteriormente se había convertido en jefe de un equipo de producción. Era muy mal estudiante, y solía darme largas y solemnes charlas acerca de las últimas incidencias de la Revolución Cultural, las «gloriosas tareas de los obreros-campesinos-soldados» y la necesidad de alcanzar la «reforma del pensamiento». Se suponía que yo necesitaba de aquellos «mano a mano» debido a mis «limitaciones», pero Ming nunca iba al grano, sino que dejaba sus críticas flotando en el aire: «Las masas se han quejado de ti. ¿Sabes acaso por qué?», tras lo cual se detenía para comprobar el efecto que ello me producía. Al final, solía revelarme algunas de tales acusaciones. Como era inevitable, un día fue la de ser «blanca y experta». Otro día me dijo que era una «burguesa» porque había fracasado en la lucha por obtener la tarea de limpiar los retretes o lavar la ropa de mis camaradas, todas ellas consideradas buenas obras de índole obligatoria. Una vez, incluso, descargó sobre mí la despreciable acusación de no pasar el tiempo suficiente ayudando a mis compañeros de clase para evitar que pudieran ponerse a mi altura.

Una crítica que Ming solía realizar con voz temblorosa (evidentemente, se trataba de una cuestión que le afectaba en lo más profundo) era que «las masas han informado de que te muestras altiva. Te aislas de ellas». En China, resultaba corriente que la gente afirmara que te mostrabas despreciativo si no lograbas ocultar el deseo de gozar de algunos ratos de soledad.

Por encima de los funcionarios estudiantiles estaban los supervisores políticos, quienes tampoco sabían apenas inglés. No me apreciaban en absoluto, y yo tampoco a ellos. Por entonces, estaba regularmente obligada a informar de mis pensamientos al encargado de mi curso, y antes de cada sesión solía deambular por el campus durante horas intentando reunir el valor suficiente para llamar a su puerta. Aunque no era mala persona -o al menos, eso creo- yo le temía. Sobre todo, sin embargo, temía la inevitable, tediosa y ambigua diatriba de rigor. Al igual que a muchos otros, le encantaba jugar al ratón y al gato para gozar de su sensación de poder. En tales ocasiones, yo tenía que mostrarme humilde y voluntariosa, y prometerle cosas que no sentía y que no tenía la menor intención de cumplir.

Comencé a experimentar nostalgia de los años que había pasado en el campo y en la fábrica, ya que entonces me habían dejado relativa-mente en paz. Las universidades estaban controladas mucho más estrechamente, dado que poseían un interés particular para la señora Mao. En aquella época, me encontraba entre personas que se habían beneficiado de la Revolución Cultural ya que, de no haberse producido ésta, muchas de ellas jamás hubieran llegado allí.

En cierta ocasión, algunos de los estudiantes de mi curso recibieron el encargo de compilar un diccionario de abreviaturas inglesas. El departamento había decidido que el que entonces existía era reaccionario debido a que, lógicamente, contenía un número mucho mayor de abreviaturas capitalistas que de abreviaturas aprobadas oficialmente. «¿Por qué tiene Roosevelt que tener su abreviatura -FDR- y no el presidente Mao?», preguntaban algunos estudiantes con indignación. Con gran solemnidad, intentaban concebir entradas adecuadas hasta que, por fin, se veían obligados a renunciar a su «misión histórica» debido a que, sencillamente, no existían suficientes términos aceptables.