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Sentía una enorme curiosidad acerca de posibles alternativas a la clase de vida que había llevado hasta entonces, y mis compañeros y yo intercambiábamos rumores y retazos de información que extraíamos de las publicaciones oficiales. No me impresionaban tanto el desarrollo tecnológico de Occidente y su elevado nivel de vida como la inexistencia de cazas de brujas, la ausencia de sentimientos suspicaces, la dignidad de sus individuos y el increíble grado de libertad. Para mí, la prueba definitiva de la libertad que reinaba en Occidente residía en la gran cantidad de gente que, desde allí, atacaba su sociedad y alababa nuestro país. Apenas había día en que la primera página de Referencia -el periódico que transmitía los artículos de prensa extranjeros- no incluyera algún elogio de Mao y la Revolución Cultural. Al principio, aquellas crónicas me indignaron, pero pronto me hicieron ver el grado de tolerancia que otras estructuras sociales podían mostrar, y me di cuenta de que ése era el tipo de sociedad en que yo deseaba vivir: una sociedad en la que se permitiera a las personas sostener puntos de vista opuestos o incluso disparatados. Comencé a advertir que el progreso de Occidente se debía precisamente a la tolerancia de que gozaban aquellos que se oponían o protestaban.

Aun así, no podía por menos de sentirme irritada por ciertas observaciones. En cierta ocasión leí un artículo escrito por un occidental que había viajado a China para visitar a algunos de sus viejos amigos profesores de universidad. Describía el regocijo con que éstos le habían revelado la alegría que les había producido verse denunciados y enviados al fin del mundo, así como cuánto se alegraban de haber sido reformados. La conclusión del autor era que Mao había logrado verdaderamente convertir a los chinos en un «pueblo nuevo» capaz de contemplar con júbilo lo que para los occidentales representaba una calamidad. Me sentí asqueada. ¿Acaso ignoraba que la represión era tanto peor cuando no se producían protestas? ¿Acaso no sabía que era cien veces más dura cuando las víctimas respondían a ella con un rostro sonriente? ¿Cómo era posible que no advirtiera el patético estado al que habían sido reducidos aquellos profesores, el horror que habían debido de atravesar para degradarse hasta tal punto? Yo misma no me daba cuenta de que la pantomima que estábamos representando los chinos constituía algo insólito para los occidentales, no siempre capaces de interpretarla.

Tampoco era consciente de que en Occidente no resultaba fácil obtener información acerca de China, que ésta era malinterpretada en su mayor parte y que personas que no contaban con experiencia alguna del régimen chino aceptaban su propaganda y su retórica al pie de la letra. En consecuencia, llegué a la conclusión de que aquellos elogios debían de ser fraudulentos. Mis amigos y yo solíamos bromear comentando que aquellos articulistas se habían vendido a la «hospitalidad» de nuestro país. Cuando tras la visita de Nixon se permitió que los extranjeros visitaran ciertos lugares restringidos de China, las autoridades se apresuraron a acordonar todas aquellas zonas a las que acudían, incluso dentro de otras zonas previamente aisladas. Los mejores medios de transporte, las mejores tiendas, restaurantes y casas de huéspedes, incluso los mejores paisajes les eran reservados mediante carteles en los que se leía «Sólo para visitantes extranjeros». El mao-tai, el licor más cotizado del país, se hallaba completamente fuera del alcance del chino corriente, pero perfectamente disponible para cualquier turista. La mejor comida se reservaba para los visitantes. Los periódicos anunciaban orgullosamente que Henry Kissinger había atribuido la expansión de su cintura a los numerosos banquetes de doce platos que había disfrutado durante sus visitas a China. Aquello había tenido lugar en una época en la que en Sichuan -el Granero del Cielo- apenas contábamos con una ración mensual de carne de un cuarto de kilo al mes, y en la que las calles de Chengdu aparecían repletas de campesinos sin vivienda que habían llegado hasta allí huyendo del hambre que imperaba en el Norte y obligados a vivir como mendigos. Entre la población se extendía un profundo resentimiento por el modo en que los extranjeros eran tratados a cuerpo de rey. Mis compañeros y yo comenzamos a preguntarnos: «¿Por qué atacamos al Kuomintang por instalar avisos que decían “Prohibido el acceso a chinos y a perros”…? ¿Acaso no estamos haciendo nosotros lo mismo?»

La información se convirtió en una obsesión. Mi habilidad para leer inglés suponía en este sentido una enorme ventaja dado que la mayor parte de los libros que había perdido la biblioteca en los saqueos a que había sido sometida durante la Revolución Cultural habían sido obras chinas. Su considerable colección de volúmenes en lengua inglesa había sido puesta patas arriba, pero se conservaba en gran parte intacta.

Los bibliotecarios se mostraban encantados de que alguien leyera aquellos libros -y más aún tratándose de estudiantes- por lo que se mostraron considerablemente cooperadores. El sistema de indización se hallaba sumido en el caos más completo, y a menudo tenían que bucear en grandes pilas de volúmenes hasta encontrar los que yo buscaba. Gracias a los esfuerzos de aquellos amables jóvenes logré hacerme con varios clásicos ingleses. La primera novela que leí en inglés fue Mujercitas, de Louisa May Alcott. Novelistas como ella, Jane Austen y las hermanas Brontë me resultaban mucho más fáciles de leer que otros autores tales como Dickens, y me sentía asimismo más cercana a su modo de ser. Leí una breve historia de la literatura europea y norteamericana y me sentí profundamente impresionada por la tradición democrática de Grecia, el humanismo renacentista y el ansia de sabiduría de la Ilustración. Cuando leí los Viajes de Gulliver y llegué al pasaje acerca del emperador que «publicó un edicto por el que bajo severas penas ordenaba a todos sus subditos que rompieran los huevos por el extremo más pequeño», me pregunté si Swift habría estado alguna vez en China. No existen palabras que puedan describir el gozo que experimentaba al notar cómo mi mente se abría y expandía.

Cada vez que me quedaba a solas en la biblioteca me parecía estar en la gloria. A medida que me aproximaba a ella -casi siempre al atardecer- iba disfrutando de antemano del placer de la soledad en compañía de los libros y del aislamiento del mundo exterior. Cuando ascendía por la escalinata del edificio -un conglomerado de estilos clásicos-, el olor de los viejos libros almacenados durante tanto tiempo en estancias desprovistas de aireación producía en mí un estremecimiento de excitación. Detestaba aquellas escaleras por lo largas que eran.

Con ayuda de algunos diccionarios que me prestaron los profesores fui conociendo a Longfellow, a Walt Whitman, la historia de Norteamérica… Me aprendí de memoria la Declaración de Independencia, henchido el corazón ante las palabras «Consideramos estas verdades evidentes por sí mismas: que todos los hombres nacen iguales», así como frente a las que se referían a los «Derechos inalienables» de las personas, entre ellos «la Libertad y la búsqueda de la Felicidad». Tales conceptos resultaban insólitos en China, y al conocerlos sentía que se abría ante mí un mundo nuevo y maravilloso. Las libretas de notas que constantemente llevaba conmigo se encontraban repletas de pasajes como aquellos, a veces copiados con profundo apasionamiento y lágrimas en los ojos.

Un día de otoño de 1974, una amiga mía me enseñó con grandes precauciones un ejemplar de Newsweek en el que aparecían fotografías de Mao y de la señora Mao. Ella no sabía leer inglés, pero sentía un enorme interés por saber lo que decía el artículo. Aquélla fue la primera revista extranjera original que llegó a mis manos. Una de las frases del artículo me deslumbró como un relámpago. Decía que la señora Mao era «los ojos, los oídos y la voz» del propio Mao. Hasta aquel momento, nunca me había detenido a considerar la evidente conexión entre las obras de la señora Mao y su esposo, pero aquello equivalió a ver al líder desenmascarado. Fue como si la difusa percepción que hasta entonces rodeaba su imagen hubiera cobrado súbitamente nitidez. Era Mao quien había inspirado toda aquella destrucción y sufrimiento. Sin él, la señora Mao y sus esbirros de pacotilla jamás hubieran logrado durar un solo día. Por primera vez, experimenté la emoción de desafiar abiertamente a Mao desde el fondo de mi mente.