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El doctor Jen era un médico sumamente competente, y antes de la Revolución Cultural había tenido a su cargo a los pacientes de mayor rango del complejo. A menudo había visitado nuestro apartamento para interesarse solícitamente por nuestro estado de salud. Sin embargo, cuando comenzó la Revolución Cultural y caímos en desgracia se tornó frío y desdeñoso hacia nosotros. Ya en numerosas ocasiones había sido testigo de comportamientos como el suyo, y nunca dejaron de sorprenderme.

Cuando mi madre llegó, el doctor Jen se mostró claramente irritado y le dijo que acudiría cuando hubiera terminado lo que estaba haciendo. Ella le dijo que un ataque al corazón no podía esperar, pero él la miró como diciéndole que con su impaciencia no arreglaría nada. Transcurrió una hora hasta que se dignó venir a casa acompañado por una enfermera y sin su equipo de primeros auxilios. La enfermera hubo de regresar al hospital a buscarlo. El doctor Jen hizo girar unas cuantas veces a mi padre en el lecho y a continuación se sentó a esperar. Así, pasó otra media hora, al término de la cual mi padre había muerto.

Aquella noche yo estaba en mi dormitorio de la universidad, trabajando a la luz de una vela como consecuencia de uno de los frecuentes apagones, cuando llegaron algunos miembros del departamento de mi padre, me introdujeron en un coche y me llevaron a casa sin darme explicaciones.

Mi padre se encontraba tendido sobre un costado, y su rostro mostraba una expresión insólitamente apacible, como si se encontrara sumido en un sueño tranquilo. Había perdido su aspecto senil, y parecía incluso más joven de lo que podría esperarse de sus cincuenta y cuatro años de edad. Al verle, sentí como si se me desgarrara el corazón y rompí en sollozos incontrolables.

Durante varios días lloré en silencio. Pensé en la vida de mi padre, en su malgastada abnegación y en sus sueños destrozados. No tenía que haber muerto y, sin embargo, su muerte parecía inevitable. Para él no había lugar en la China de Mao porque había intentado ser un hombre honrado. Se había visto traicionado por algo a lo que había dedicado toda su vida, y aquella traición le había destruido.

Mi madre exigió que el doctor Jen fuera castigado. De no haber sido por su negligencia, acaso mi padre hubiera sobrevivido. Sin embargo, su solicitud fue rechazada y calificada de «emotividades de viuda». Ella decidió no insistir, ya que prefería concentrarse en una batalla más importante: conseguir un discurso fúnebre digno para mi padre.

Se trataba de una cuestión extremadamente importante, ya que todo el mundo lo interpretaría como la valoración definitiva del Partido con respecto a mi padre. Su contenido sería incluido en su expediente personal y continuaría determinando el futuro de sus hijos aun después de muerto. Tales discursos se atenían a modelos predeterminados y a fórmulas establecidas de antemano, y cualquier desviación de las expresiones habitualmente utilizadas para un funcionario rehabilitado se interpretarían como una reserva o una condena del difunto por parte del Partido. Se redactó un borrador que fue presentado previamente a mi madre. Su contenido era un cúmulo de distorsiones condenatorias. Mi madre sabía que con aquel discurso de despedida nuestra familia jamás lograría verse libre de sospechas. En el mejor de los casos, tendríamos que vivir en un estado de inseguridad permanente, aunque lo más probable es que nos viéramos discriminados generación tras generación. Rechazó numerosos borradores.

Aunque todo parecía en su contra, sabía que existía un fuerte sentimiento de simpatía hacia mi padre. Para una familia china como la nuestra, había llegado el momento de recurrir a un cierto grado de chantaje emocional. Tras la muerte de mi padre, mi madre había sufrido un colapso, lo que no la impidió batallar desde su lecho con infatigable voluntad. Amenazó con denunciar a las autoridades durante el funeral si no obtenía un discurso aceptable. Convocó a los amigos y colegas de mi padre y les dijo que depositaba en sus manos el futuro de sus hijos. Todos ellos prometieron apoyar a mi padre y, por fin, las autoridades cedieron. Aunque nadie se atrevía aún a referirse a él como un personaje rehabilitado, la declaración se modificó hasta adoptar una forma relativamente inocua.

El funeral se celebró el 21 de abril. De acuerdo con el procedimiento habitual, fue organizado por un comité funerario compuesto por antiguos colegas de mi padre en el que se incluían algunas de las personas que habían participado en su persecución (entre ellas Zuo). El acontecimiento fue cuidadosamente planificado hasta el último detalle, y a él asistieron las aproximadamente quinientas personas de rigor. Todas ellas habían sido seleccionadas de modo proporcional entre las docenas de departamentos y secciones del Gobierno provincial, así como entre las oficinas que dependían del departamento de mi padre. Incluso la odiosa señora Shau se encontraba presente. Se requirió de cada organización que enviara una corona de flores de papel, especificando en todos los casos el tamaño de la misma. En cierto modo, mi familia se alegró de que se tratara de un acto oficial. En el caso de una persona de la posición de mi padre, una ceremonia privada hubiera resultado algo inusitado, y se habría interpretado como la prueba de que había sido repudiado por el Partido. Yo no alcancé a reconocer a todos los presentes, pero al acto acudieron todos aquellos de mis amigos a cuyos oídos había llegado la noticia, entre ellos Llenita, Nana y los electricistas de mi antigua fábrica. Comparecieron igualmente mis compañeros de clase de la universidad, incluido el funcionario estudiantil Ming. Mi viejo amigo Bing -a quien me había negado a ver tras el fallecimiento de mi abuela- también se presentó, y nuestra amistad se reanudó desde aquel mismo instante en el mismo punto en el que se había interrumpido.

El ritual prescribía que un representante de la familia del fallecido debía tomar la palabra, papel que me correspondió a mí. Recordé ante los congregados el carácter de mi padre, sus principios morales, su fe en el Partido y su apasionada consagración al pueblo. En aquel momento, confiaba que su trágica muerte dejara a los asistentes con mucho en qué pensar.

Al final, cuando todos desfilaron para estrecharnos la mano, pude ver lágrimas en los rostros de muchos antiguos Rebeldes. Incluso la señora Shau mostraba un aspecto lúgubre. Evidentemente, contaban con la máscara apropiada para cada ocasión. Algunos de los Rebeldes susurraron a mi oído: «Lamentamos mucho cuánto tuvo que sufrir tu padre.» Acaso fuera cierto, pero, ¿qué diferencia tenía? Mi padre ya no vivía… y todos ellos eran en gran medida responsables de su muerte. Me pregunté si someterían a otros al mismo padecimiento en la próxima campaña.

Una joven a la que no conocía apoyó la cabeza sobre mi hombro y rompió en violentos sollozos. Sentí cómo me introducía una nota en la mano. Más tarde la leí. En ella aparecían garabateadas las siguientes palabras: «Siempre me he sentido profundamente impresionada por el carácter de tu padre. Debemos aprender de él y aspirar a ser sus dignos sucesores para la causa que ha dejado atrás: la gran causa revolucionaria del proletariado.» ¿Acaso era realmente aquello el único resultado de mi discurso?, pensé. Tenía la sensación de que no existía modo de evitar la apropiación por parte de los comunistas de cualquier principio moral o sentimiento de nobleza.

Un día, algunas semanas antes de su muerte, me había sentado con mi padre en la estación de Chengdu, adonde habíamos acudido a esperar la llegada de un amigo suyo. Nos encontrábamos en la misma zona semidescubierta en la que mi madre y yo habíamos aguardado casi diez años antes cuando ésta viajó a Pekín para interceder por él. El recinto de espera no había cambiado mucho; si acaso, parecía aún más deteriorado y mucho más concurrido que entonces. Más y más viajeros abarrotaban la gran plaza que se abría ante la estación. Algunos dormían; otros, sencillamente, aguardaban sentados; algunas mujeres daban el pecho a sus hijos; unos cuantos pedían limosna. Se trataba de campesinos del Norte que huían del hambre que imperaba en sus tierras como consecuencia en parte del mal tiempo y en parte del sabotaje de la cuadrilla de la señora Mao. Habían viajado hacinados sobre los techos de los vagones, y circulaban numerosas historias de personas que habían caído de los trenes o habían resultado decapitadas al atravesar los túneles.

De camino a la estación, había preguntado a mi padre si podríamos viajar al Sur para pasar las vacaciones de verano en el Yangtzé. «La prioridad de mi vida -dije- es pasarlo bien.» Él había sacudido la cabeza con desaprobación: «Cuando se es joven, la prioridad debe residir en el estudio y el trabajo.»

Volví a sacar el tema a colación en la zona de espera. Una empleada barría el suelo. Al llegar a cierto punto, su camino se vio parcialmente interrumpido por una campesina del Norte que aguardaba sentada en el suelo junto a un fardo raído y dos niños de corta edad cubiertos de harapos. Sin mostrar la menor turbación se había descubierto el pecho, negro de suciedad, y amamantaba a un tercero. La empleada siguió barriendo y arrojó todo el polvo sobre ellos, como si no se encontraran allí, pero la campesina no movió un músculo.

Mi padre se volvió hacia mí y dijo: «Viendo el modo en que vive toda esta gente a tu alrededor, ¿cómo puedes pensar en divertirte?» Yo guardé silencio. No me decidí a decirle: «Pero, ¿qué puedo hacer yo, un simple individuo más? ¿Acaso debo vivir a disgusto para nada?» Aquello hubiera sonado espantosamente egoísta. Había sido educada según la tradición de «contemplar el interés de toda la nación como mi propio deber» (yi tian-xia wei ji-ren).

Ahora, en el vacío que se abría ante mí tras la muerte de mi padre, comencé a cuestionar todos aquellos preceptos. No quería enfrentarme a misiones grandiosas, ni a «causas»; tan sólo deseaba vivir mi propia vida, ya fuera tranquila o frivola. Le dije a mi madre que quería ir a pasar las vacaciones de verano en el Yangtzé. Ella me animó a ir, y lo mismo hizo mi hermana quien, junto con Lentes, se había instalado con nosotros nada más regresar a Chengdu. La fábrica de Lentes -en teoría responsable de su alojamiento- no había vuelto a construir nuevos apartamentos desde el comienzo de la Revolución Cultural. Por entonces, muchos de sus empleados -incluido el propio Lentes- eran solteros, y habían optado por alojarse en dormitorios de ocho personas. Ahora, diez años después, la mayoría se habían casado y tenían hijos. No tenían lugar donde vivir, por lo que se veían obligados a instalarse con sus padres o sus suegros. Resultaba habitual ver a tres generaciones sucesivas viviendo en la misma habitación.