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Tras una estancia de tres semanas, me despedí de Zhanjiang con una mezcla de alivio y pesadumbre. Durante el viaje de regreso a Chengdu, algunos amigos y yo fuimos a visitar la legendaria Guilin, un lugar en el que las montañas y los ríos parecían extraídos de las pinturas clásicas chinas. Allí había turistas extranjeros, y un día vimos a una pareja acompañada de un niño que el hombre sostenía en sus brazos. Nos sonreímos e intercambiamos un saludo de «Buenos días». Tan pronto como desaparecieron de nuestra vista, un policía de paisano nos detuvo para interrogarnos.

Regresé a Chengdu en el mes de diciembre. La ciudad hervía de indignación contra la señora Mao y tres hombres de Shanghai, Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang Hongwen, quienes habían unido sus fuerzas para defender el baluarte de la Revolución Cultural. Habían alcanzado una relación tan próxima que ya en julio de 1974 Mao les había prevenido de que no formaran una Banda de Cuatro, si bien la población aún ignoraba esto último. Para entonces, el líder -que a la sazón contaba ochenta y un años- les apoyaba por completo, cansado ya de las pragmáticas perspectivas de Zhou Enlai y de Deng Xiaoping, quien se había ocupado de la gestión cotidiana del Gobierno desde enero de 1975, época en la que el primero había ingresado en el hospital aquejado de un cáncer. Las interminables y absurdas minicampañas de la Banda habían llevado a la población al límite de su paciencia, y en círculos privados comenzaban a circular rumores como única fuente de la que disponían los ciudadanos para descargar su profunda frustración.

Las especulaciones más intensas se desarrollaban en torno a la señora Mao. Dado que aparecía frecuentemente en compañía de un actor de ópera, un jugador de ping-pong y un bailarín de ballet ascendidos personalmente por ella a los máximos cargos de sus respectivas profesiones, y dado igualmente que todos ellos eran jóvenes y apuestos, la gente comenzó a decir que había hecho de ellos concubinos masculinos, cosa que anteriormente se le había oído recomendar en público que debían hacer las mujeres. Sin embargo, todo el mundo sabía que ello no se hallaba destinado a la población en general. De hecho, hasta la Revolución Cultural de la señora Mao los chinos nunca se habían visto sometidos a una represión sexual tan extrema. Como consecuencia del control que durante diez años ejerció sobre las artes y los medios de comunicación, toda referencia al amor se vio eliminada de los mismos con objeto de evitar que pudieran llegar a los ojos y oídos de la población. Cuando una compañía vietnamita de canto y danza acudió a visitar China, un presentador anunció a los pocos afortunados que pudieron acudir a ver su actuación que una de las canciones que oirían, en la que se mencionaba el amor, se refería «al afectuoso compañerismo entre dos camaradas». En las escasas películas europeas autorizadas -casi todas ellas procedentes de Albania y Rumania- se censuraron todas las escenas en las que aparecían hombres y mujeres en estrecha proximidad (y no digamos si se besaban).

En autobuses, trenes y tiendas era frecuente asistir a escenas de mujeres que imprecaban y abofeteaban a los hombres. En algunas de tales ocasiones, los hombres negaban las acusaciones y se producía un intercambio de insultos. Yo misma fui objeto de varios intentos de abusos sexuales. Cada vez que ocurría, me limitaba a escabullirme fuera del alcance de las temblorosas manos o rodillas que lo habían provocado. Aquellos hombres me inspiraban lástima. Vivían en un mundo en el que no existía forma alguna de descarga para su sexualidad a no ser que tuvieran la suerte de lograr un matrimonio feliz, para lo que contaban con pocas probabilidades. El secretario adjunto del Partido para mi universidad, un hombre de edad avanzada, fue sorprendido en unos grandes almacenes con los pantalones empapados de semen. Se había visto empujado contra una mujer que había junto a él por la acción de la multitud. Fue conducido a la comisaría de policía y expulsado del Partido. Las mujeres lo pasaban igualmente mal. No había organización en la que una o dos de ellas no fueran condenadas como «zapatos desgastados» por haber sostenido relaciones extramatrimoniales.

Aquellas normas no afectaban a los líderes. El octogenario Mao solía aparecer rodeado de hermosas jóvenes. Aunque las historias que circulaban en torno a él eran difundidas en forma de cautelosos susurros, las que se referían a su esposa y sus amigos de la Banda de los Cuatro solían transmitirse de modo abierto y desinhibido. A finales de 1975, China era un hervidero de encendidos rumores. Durante la minicampaña titulada «Nuestra Patria Socialista es un Paraíso», muchos sugirieron abiertamente la pregunta que yo ya me había formulado a mí misma ocho años antes: «Si esto es el paraíso, ¿cómo será el infierno?»

En 8 de enero de 1976 murió el primer ministro Zhou Enlai. Para mí, al igual que para muchos otros chinos, Zhou había simbolizado un gobierno comparativamente sensato y liberal que creía en la necesidad de asegurar el funcionamiento del país. Durante los tenebrosos años de la Revolución Cultural, Zhou había representado para todos una débil esperanza. Tanto mis amigos como yo nos sentimos anonadados por su muerte. Nuestro dolor por su desaparición y el odio que sentíamos hacia Mao, su camarilla y la Revolución Cultural se convirtieron en dos sentimientos inseparablemente entrelazados.

Zhou, sin embargo, había colaborado con Mao en la Revolución Cultural. Él había sido el encargado de pronunciar el discurso de denuncia de Liu Shaoqi como «espía norteamericano». Se había reunido casi diariamente con los guardias rojos y los Rebeldes para darles órdenes. En febrero de 1967, cuando la mayoría del Politburó y de los mariscales de la nación habían intentado detener la Revolución Cultural, Zhou les había negado su apoyo. Siempre había sido un fiel servidor de Mao. Empero, quizá había actuado de ese modo para evitar un desastre aún más horrendo, tal como la guerra civil que podría haber estallado de haberse producido un desafío generalizado a la política de Mao. Al mantener China en funcionamiento, había dado lugar a que Mao la sumiera en el caos, pero probablemente también había salvado al país de un derrumbamiento total. Dentro de los límites de la seguridad, había procurado proteger a cierto número de personas, entre ellas a mi padre durante algún tiempo, y había evitado la destrucción de algunos de los más importantes monumentos culturales del país. Al parecer, se había visto atrapado en un dilema moral insoluble, si bien no hay que descartar la posibilidad de que siempre hubiera dado prioridad a su propia supervivencia. Debía de ser consciente de que sería aplastado si osaba enfrentarse a Mao.

El campus se convirtió en un espectacular océano de blancas coronas de papel y de carteles y pareados que expresaban el luto general. Todos lucían un brazalete negro y una flor blanca prendida sobre el pecho, y sus rostros mostraban una expresión apesadumbrada. Se trataba de un luto en parte espontáneo y en parte organizado. Las muestras de dolor por su fallecimiento constituían para la población en general y para las autoridades locales un medio de expresar su desaprobación de la Banda de los Cuatro, ya que era sabido que en el momento de su muerte Zhou estaba siendo atacado por sus componentes, quienes habían ordenado que el luto se mantuviera dentro de unos límites discretos. No obstante, había muchos que lloraban a Zhou por motivos muy distintos. Tanto Ming como otros funcionarios estudiantiles de mi curso encomiaban la supuesta intervención de Zhou en la supresión del alzamiento contrarrevolucionario de Hungría en 1956, su contribución al establecimiento del prestigio de Mao como líder mundial y su absoluta lealtad al mismo.

Fuera del campus se producían chispas de disensión aún más esperanzadoras. En las calles de Chengdu aparecían pintadas escritas en el borde de los carteles, y grandes multitudes se agrupaban estirando los cuellos en su intento por leer la diminuta caligrafía. Un cartel rezaba: «El cielo se ha tornado oscuro, una gran estrella ha desaparecido…» Garabateadas al margen, podían leerse las palabras: «¿Cómo puede estar oscuro el cielo? ¿Qué hay del “rojo, rojo sol”?» (en referencia a Mao). Una consigna mural exhortaba: «¡Freíd a los perseguidores del primer ministro Zhou!» y, junto a ella, una pintada respondía: «Vuestra ración mensual de aceite es tan sólo de dos liang [95 ml] ¿Con qué pensáis freírlos?» Por primera vez en diez años, era testigo de expresiones públicas de ironía y humor, y sentí que mi ánimo se enardecía.

Mao nombró a un inútil don nadie llamado Hua Guofeng para suceder a Zhou y montó una campaña destinada a denunciar a Deng y responder ante el regreso de la derecha. La Banda de los Cuatro difundió los discursos de Deng Xiaoping como objetivos de denuncia. En uno de ellos, pronunciado en 1975, Deng había admitido que los campesinos de Yan'an se hallaban entonces en peor situación que cuarenta años antes, a la llegada de los comunistas tras su Larga Marcha. En otro, había declarado que un jefe del Partido debía decir a los profesionales: «Vosotros me guiáis, yo os sigo.» En un tercero había esbozado sus planes para mejorar el nivel de vida, permitir una mayor libertad y poner fin a las persecuciones políticas. Comparados con las acciones de la Banda de los Cuatro, aquellos documentos convirtieron a Deng en un héroe popular y llevaron a un punto de ebullición el odio que la población sentía hacia la Banda. Yo no daba crédito a mis ojos, y pensaba: ¡parecen despreciar a la población china hasta el punto de que dan por supuesto que la lectura de estos discursos hará que odiemos a Deng en lugar de admirarle y que, encima, les admiraremos a ellos!

En la universidad recibimos la orden de denunciar a Deng en interminables asambleas multitudinarias. Casi todos, sin embargo, mostrábamos una resistencia pasiva, y durante aquellas pantomimas rituales deambulábamos por el auditorio o charlábamos, leíamos, hacíamos punto e incluso dormíamos. Los oradores leían sus guiones preparados de antemano con voz monótona, inexpresiva y casi inaudible.

Dado que Deng procedía de Sichuan, circularon numerosos rumores según los cuales iba a ser enviado de regreso a Chengdu como una forma de exilio. A menudo podía ver grandes multitudes alineadas a lo largo de las calles porque habían oído que el dirigente estaba a punto de llegar. En algunas ocasiones, su número se contaba por decenas de miles.

Al mismo tiempo, existía una animosidad cada vez más generalizada contra la Banda de los Cuatro, conocida también como Banda de Shanghai. Dejaron súbitamente de venderse bicicletas y otros artículos fabricados en Shanghai. Cuando el equipo de fútbol de Shanghai acudió a Chengdu, sus miembros fueron abucheados durante todo el partido, y la multitud se reunió frente al estadio para insultarlos a la entrada y a la salida.