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En toda China comenzaron a desencadenarse diversos actos de protesta que alcanzaron su punto culminante durante el Festival de Barrido de Tumbas de la primavera de 1976, tradición mediante la cual los chinos presentan sus respetos a los difuntos. En Pekín, cientos de miles de ciudadanos se congregaron durante varios días seguidos en la plaza de Tiananmen para llorar a Zhou. Portaban coronas especialmente elaboradas, y pronunciaron discursos y apasionadas declamaciones de poesía. Sirviéndose de un simbolismo y un lenguaje codificados que, sin embargo, todos comprendían, vertieron todo el odio que sentían hacia la Banda de los Cuatro e incluso hacia Mao. La protesta fue aplastada en la noche del 5 de abril: la policía cargó sobre la muchedumbre y detuvo a varios cientos de personas. Mao y la Banda de los Cuatro denominaron aquel episodio una «rebelión contrarrevolucionaria al estilo húngaro». Deng Xiaoping, que a la sazón se encontraba incomunicado, fue acusado de organizar y dirigir las manifestaciones y bautizado con el nombre de Nagy chino (Nagy había sido el primer ministro húngaro en 1956). Mao depuso oficialmente a Deng e intensificó la campaña en contra de él.

Pese a que la manifestación fue sofocada y ritualmente condenada por los medios de comunicación, el solo hecho de que se hubiera producido sirvió para cambiar el estado de ánimo del país. Se trataba del primer desafío abierto en gran escala que había sufrido el régimen desde su fundación en 1949.

En junio de 1976 mi curso fue enviado a pasar un mes en una fábrica de las montañas para aprender de los obreros. Al concluir nuestra estancia, partí con algunos amigos en un viaje de ascensión al magnífico monte Emei, La Ceja de la Belleza, situado al oeste de Chengdu. El 28 de julio, cuando ya descendíamos de regreso, oímos una emisión de radio que un turista escuchaba a gran volumen a través su transistor. Siempre me había irritado profundamente el insaciable apetito de la gente por aquella máquina de propaganda. ¡Y encima en un paraje escénico! Como si nuestros oídos no hubieran sufrido ya bastante con la absurda baraúnda que escupían los omnipresentes altavoces… Aquella vez, sin embargo, algo captó mi atención. Se había producido un terremoto en una ciudad minera cercana a Pekín llamada Tangshan. Comprendí que debía de haberse tratado de una catástrofe sin precedentes, pues los medios de comunicación raramente anunciaban malas noticias. En efecto, las cifras oficiales ascendían a doscientos cuarenta y dos mil muertos y ciento sesenta y cuatro mil heridos graves [8] .

Aunque posteriormente inundaron los medios de comunicación con declaraciones propagandísticas en las que manifestaban su interés por las víctimas, los miembros de la Banda de los Cuatro advirtieron que el terremoto no debía distraer la atención del país de su prioridad anterior: la denuncia de Deng. La señora Mao dijo públicamente: «Tan sólo hubo algunos centenares de miles de muertos. ¿Y qué? La denuncia de Deng Xiaoping afecta a ochocientos millones de personas.» Incluso viniendo de ella, aquellas palabras resultaban demasiado ignominiosas, pero lo cierto es que fueron oficialmente difundidas.

La zona de Chengdu se vio alertada por numerosas alarmas de terremoto, por lo que a mi regreso del monte Emei me trasladé con mi madre y con Xiao-fang a Chongqing, considerado un lugar más seguro. Mi hermana, que prefirió permanecer en Chengdu, durmió durante aquellos días bajo una robusta mesa de grueso roble cubierta por mantas y edredones. Los funcionarios organizaron grupos de personas para construir refugios improvisados y despacharon equipos que se turnaban durante las veinticuatro horas del día para vigilar el comportamiento de diversas especies animales a las que se atribuía el poder de presentir los seísmos. La Banda de los Cuatro, sin embargo, continuó ocupada en instalar consignas murales en las que descargaban frases tales como «¡Manteneos alerta ante el criminal intento de Deng Xiaoping por explotar el pánico producido por los terremotos para suprimir la revolución!», y convocó una concentración para «condenar solemnemente a los seguidores del capitalismo que se sirven del miedo de la población a los terremotos para sabotear la denuncia de Deng». El acontecimiento resultó un fracaso.

Regresé a Chengdu a comienzos de septiembre. Para entonces comenzaba ya a remitir el miedo colectivo producido por los seísmos. El 9 de septiembre de 1976 por la tarde, me encontraba yo en clase de inglés. A eso de las tres menos veinte se nos dijo que a las tres de la tarde se emitiría un importante comunicado y que deberíamos reunimos todos en el patio para escucharlo. Ya en otras ocasiones se habían producido convocatorias parecidas, y salí al patio sumida en un estado de irritación. Era un nuboso día de otoño típico de Chengdu. Podía oírse el rumor de las hojas de los bambúes al rozar contra los muros. Poco antes de las tres, mientras el altavoz aún emitía los habituales chasquidos que indicaban que estaba siendo sintonizado, la secretaria del Partido de nuestro departamento se situó frente a los que nos hallábamos allí congregados. Contemplándonos con expresión apesadumbrada, comenzó a titubear con dificultad las siguientes palabras: «Nuestro Gran Líder el presidente Mao, Su Reverencia Venerable (ta-lao-ren-jia), ha…»

De repente, comprendí que Mao había muerto.

[8] Tal fue la cifra anunciada por la agencia de noticias New China News Agency. Según otras fuentes es el más devastador de los tiempos modernos, con un índice de mortandad entre 655.000 y 750.000 personas. (N. del T.)