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Mao ofreció una solución mágica a los campesinos: «doctores» que podían ser reclutados en masa… doctores descalzos. «Tampoco es preciso contar con tanto aprendizaje formal -afirmó-. Basta con que aprendan algo y perfeccionen su nivel de competencia a través de la práctica.» El 26 de junio de 1965 realizó una observación que había de convertirse en guía de referencia para la sanidad y la educación: «Cuantos más libros lees, más estúpido te vuelves.» Así, hube de iniciar mi labor profesional sin contar con la más mínima formación.

La clínica estaba instalada en una gran edificación situada en la cumbre de una colina, a aproximadamente una hora de camino desde mi casa. Junto a ella había una tienda en la que se vendían cerillas, sal y salsa de soja, artículos todos ellos racionados. Uno de los quirófanos se convirtió en mi dormitorio, y mis deberes profesionales no se definieron sino vagamente.

El único libro médico que había visto en mi vida era el Manual del doctor descalzo, y lo estudié nuevamente con avidez. No contenía teoría alguna, sino tan sólo un resumen de síntomas, seguidos por sugerencias en cuanto a su tratamiento. Sentada frente a mi mesa, tras la que se alineaban las de los otros dos médicos, y ataviados los tres con nuestro polvoriento atuendo cotidiano, no me producía la menor sorpresa que los campesinos enfermos que acudían prefirieran prudentemente no tener nada que ver conmigo, una inexperta muchacha de dieciocho años equipada con una especie de libro que no podían leer y que ni siquiera era excesivamente grueso. Por el contrario, desfilaban frente a mí sin detenerse y se dirigían a las otras mesas. Aquello me hacía sentir más aliviada que ofendida. En mi concepto de un médico no encajaba tener que consultar un libro cada vez que un paciente describe unos síntomas para a continuación copiar la receta aconsejada. Algunas veces, reflexionaba con ironía acerca de hasta qué punto nuestros nuevos líderes (Mao seguía siendo una figura incuestionable) me hubieran aceptado como su doctora personal, descalza o no. Claro que no, me respondía: para empezar, se suponía que los doctores descalzos existían para «servir al pueblo, y no a los funcionarios». Me conformé de buena gana con ser una simple enfermera, recetar medicamentos y poner inyecciones, práctica esta última que había aprendido cuando tuve que ponérselas a mi madre con motivo de sus hemorragias.

El joven doctor que había asistido a la escuela médica era el más solicitado por los pacientes. Con sus recetas de hierbas chinas lograba curar numerosas enfermedades. Asimismo, se mostraba sumamente concienzudo, y procuraba visitar a sus pacientes en sus propios poblados y recolectar y cultivar hierbas en su tiempo libre. El otro doctor, el de la perilla, mostraba una despreocupación que me aterrorizaba. Solía emplear la misma aguja para pinchar a varios pacientes sin esterilizarla cada vez. Inyectaba penicilina sin comprobar previamente si el paciente era alérgico a ella, lo que resultaba sumamente peligroso debido a que la penicilina china no era pura, y podía producir graves reacciones e incluso la muerte. Cortésmente, me ofrecí a hacerlo por él. Sonrió, en absoluto ofendido por mi entrometimiento, y dijo que nunca había habido accidentes: «Los campesinos no son tan delicados como los habitantes de la ciudad.»

Me gustaban ambos, y ambos se comportaban amablemente conmigo y se mostraban siempre cooperadores cuando les hacía alguna pregunta. Evidentemente, no me contemplaban como una amenaza a su posición, lo que no resultaba sorprendente. En el campo, no era tanto la retórica política lo que contaba, sino la destreza profesional de cada uno.

Yo disfrutaba viviendo en la cumbre de aquella colina, lejos de cualquier poblado. Todas las mañanas me levantaba temprano, paseaba a lo largo de su borde y recitaba frente al sol naciente versos de un antiguo libro de poemas acerca de la acupuntura. Bajo mis pies, los campos y los pueblos comenzaban a despertar al canto de los gallos. Venus, solitario, me contemplaba desde un firmamento que iba clareando por momentos. Adoraba la fragancia de la madreselva en la brisa matutina, y los grandes pétalos de la belladona sacudiéndose las perlas del rocío. Los pájaros gorjeaban por doquier, distrayéndome de mis declamaciones. Por fin, tras permanecer allí un rato, regresaba para encender el fuego del desayuno.

Con la ayuda de un esquema anatómico y de mis versos de acupuntura, tenía ya una idea bastante definida de dónde debía clavar las agujas para curar cada dolencia. Ansiaba tener pacientes, y ya contaba con algunos voluntarios entusiastas: muchachos de Chengdu que entonces vivían en otros poblados y que apreciaban considerablemente mis servicios. Solían caminar durante horas para someterse a una sesión de acupuntura. Cierto joven, mientras se remangaba para dejar al descubierto un punto de acupuntura próximo al codo, declaró valientemente: «Para eso están las amigas.»

No llegué a enamorarme de ninguno de ellos, si bien iba ya debilitándose mi resolución de negarme cualquier relación masculina para dedicarme a mis padres y apaciguar los sentimientos de culpa que sentía por la muerte de mi abuela. Sin embargo, me resultaba difícil dar rienda suelta a mis sentimientos, y mi educación me impedía mantener ninguna relación física sin entregar al mismo tiempo el corazón. A mi alrededor, había otros muchachos y muchachas procedentes de la ciudad que llevaban vidas más libres que la mía, pero yo seguía sentada en solitario sobre mi pedestal. Comenzó a correrse la voz de que escribía poesía, lo que contribuyó a mi permanencia sobre el mismo.

Todos los jóvenes se comportaban de modo sumamente caballeroso. Uno de ellos me regaló un instrumento musical llamado san-xian, formado por un cuenco forrado de piel de serpiente, un mango alargado y tres cuerdas de seda que había que pulsar. A continuación, pasó varios días enseñándome a tocarlo. Las melodías permitidas eran muy escasas, y todas ellas constituían alabanzas de Mao. Ello, no obstante, no me preocupaba demasiado, ya que mi destreza era aún más limitada.

En las tardes más cálidas solía sentarme junto al fragante jardín medicinal rodeado por trompetas trepadoras chinas y rasgueaba el instrumento para mí misma. Cuando la tienda contigua cerraba sus puertas, me encontraba sola por completo. Reinaba una completa oscuridad con excepción del suave resplandor de la luna y del parpadeo de las luces procedentes de cabanas distantes. Algunas luciérnagas brillaban y flotaban a mi alrededor como minúsculas linternas transportadas por seres voladores diminutos e invisibles. Los aromas del jardín despertaban en mí un vértigo placentero. Mi música a duras penas podía rivalizar con el coro entusiasta y atronador de las ranas y el melancólico canturreo de los grillos, pero a mí me servía de consuelo.