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En cierta ocasión, había estado toda la mañana trabajando, ocupada en cortar caña con una hoz y en devorar las partes más jugosas próximas a las raíces. La caña era entregada a la fábrica comunal de azúcar a cambio de azúcar ya elaborada. Teníamos que cumplir con un cupo de cantidad, pero no de calidad, por lo que procurábamos comernos las mejores partes. Cuando llegaba la hora del almuerzo alguien tenía que permanecer en los campos en previsión de posibles ladrones, y aquel día ofrecí mis servicios para poder gozar de un rato en soledad. Esperaría el regreso de los campesinos y luego iría yo misma a comer, lo que me proporcionaría aún más tiempo para mí misma.

Me tendí sobre un montón de cañas, defendiendo mi rostro del sol con un sombrero de paja. A través de él, podía distinguir el vasto cielo de color turquesa. Sobre mi cabeza, asomaba entre las cañas una hoja de tamaño aparentemente desproporcionado en comparación con el cielo. Entrecerré los ojos, sintiéndome apaciguada por su fresco verdor.

La hoja me recordó el follaje oscilante de un bosquecillo de bambúes en un día veraniego igualmente caluroso, ya muchos años atrás. Sentado a la sombra mientras pescaba, mi padre había escrito un melancólico poema. Sirviéndome del mismo ge-lu -o sistema de tonos, rimas y tipos de palabras- de su poema, comencé yo a componer el mío. El universo parecía haberse detenido, y tan sólo se oía el ligero susurro de la brisa refrescante al agitar las hojas de caña. En aquel momento, la vida se me antojó como algo maravilloso.

En aquella época, procuraba aprovechar cualquier ocasión de gozar de la soledad, y no tenía reparo en poner de manifiesto que no quería saber nada con el mundo que me rodeaba, lo que debió de proporcionarme cierta fama de arrogante. Debido, por otra parte, a que los campesinos constituían el modelo que se suponía que debía imitar, reaccioné concentrándome en sus cualidades negativas. En ningún momento intenté conocerlos ni llevarme bien con ellos.

Yo no era un personaje excesivamente popular en el poblado, si bien los campesinos solían dejarme en paz. Desaprobaban el que no trabajara tan duramente como ellos pensaban que debía. Para ellos, el trabajo representaba toda su vida, así como el criterio por el que juzgaban a todo el mundo. Su concepto del trabajo duro era inflexible a la vez que justo, y les resultaba evidente que yo detestaba el trabajo físico y que aprovechaba cualquier ocasión para quedarme en casa y leer mis libros. Los trastornos estomacales y los sarpullidos que había padecido en Ningnan habían vuelto a asaltarme tan pronto llegué a Deyang. Apenas había día en que no sufriera alguna forma de diarrea, y mis piernas aparecían salpicadas de llagas infectadas. Me sentía constantemente mareada y fatigada, pero de nada me hubiera servido quejarme ante los campesinos, pues el rigor de su propia existencia les había llevado a considerar trivial cualquier enfermedad que no fuera mortal.

Lo que más impopular me hacía, sin embargo, eran mis frecuentes ausencias. Aproximadamente dos terceras partes del tiempo que debería haber pasado en Deyang lo empleaba en visitar a mis padres en sus respectivos campos o en cuidar a la tía Jun-ying en Yibin. Cada viaje duraba varios meses, y no había ley alguna que me prohibiera realizarlos. Sin embargo, aunque apenas trabajaba lo bastante como para ganar mi sustento, seguía obteniendo alimentos del poblado. Los campesinos estaban obligados por su sistema de distribución igualitario y por mi presencia: no podían echarme. Ni que decir tiene que me censuraban, y yo lo lamentaba por ellos. Pero también yo estaba atada a su compañía. No tenía modo de salir de allí. A pesar de su resentimiento, los miembros de mi equipo de producción me permitían ir y venir a mi antojo, lo que en parte obedecía a que había sabido mantener las distancias con ellos. Había aprendido que la mejor manera de salirte con la tuya era lograr que te consideraran una persona extraña, reservada y discreta. Si te convertías en un miembro más de las masas te veías inmediatamente enfrentado al control y las intrusiones ajenas.

A mi hermana Xiao-hong, entretanto, no le iba mal en el poblado vecino. Aunque al igual que yo se veía constantemente devorada por las pulgas y envenenada por el estiércol hasta el punto de que sus piernas llegaban a hinchársele tanto que le ocasionaban accesos febriles, seguía trabajando duramente, y obtenía ocho puntos de trabajo diarios. Lentes acudía a menudo desde Chengdu para ayudarla, ya que la fábrica en la que trabajaba, como tantas otras, se encontraba prácticamente paralizada. La dirección había sido pulverizada, y al nuevo Comité Revolucionario lo único que le preocupaba era que los obreros participaran no tanto en la producción como en la revolución, por lo que la mayoría iban y venían a su antojo. En algunas ocasiones, Lentes acudía al campo y sustituía a mi hermana en su puesto para darle ocasión de descansar. Otras veces trabajaban juntos, lo que divertía considerablemente a los aldeanos, que exclamaban: «¡Vaya ganga! ¡Hemos reclutado a una jovencita y al final nos vemos con dos pares de brazos en lugar de uno!»

Nana, mi hermana y yo solíamos acudir juntas al mercado rural los días de mercado, esto es, una vez a la semana. A mí me encantaban las ruidosas callejas en las que se alineaban cestos y varas de acarreo. Los campesinos caminaban durante horas para vender un pollo, una docena de huevos o un haz de bambúes. La mayor parte de las actividades comerciales, tales como el cultivo de cosechas para su venta, la confección de cestos o la crianza de cerdos con fines monetarios estaban prohibidas para los particulares por considerarse capitalistas. Como resultado de ello, los campesinos apenas tenían bienes que pudieran cambiar por dinero. Sin dinero, les resultaba imposible viajar a las ciudades, y el día de mercado constituía prácticamente su única fuente de entretenimiento. En él, solían reunirse con sus parientes y amigos, y los hombres se agachaban formando grupos sobre las embarradas aceras para fumar sus pipas.

Mi hermana y Lentes se casaron en la primavera de 1970. No hubo ceremonia alguna. Dada la situación en aquella época, ni siquiera se les ocurrió la posibilidad de celebrarla. Se limitaron a recoger su certificado de matrimonio en las oficinas de la comuna y a regresar al poblado de mi hermana con dulces y cigarrillos con los que obsequiar a sus habitantes. Los campesinos les acogieron con enorme excitación, pues rara vez podían permitirse aquellos lujos.

Para los campesinos, una boda constituía un acontecimiento de gran importancia. Tan pronto como se supo la noticia, todos irrumpieron en la cabaña de paja de mi hermana para darles la enhorabuena. Llevaron consigo presentes tales como un puñado de tallarines secos, medio kilo de habas de soja y unos cuantos huevos cuidadosamente presentados en un envoltorio de rojo papel de China atado con una paja elegantemente anudada. No se trataba de obsequios ordinarios. Para hacerlos, los campesinos se habían desprendido de valiosos artículos. Mi hermana y Lentes se sintieron conmovidos. Cuando Nana y yo acudimos a visitar a la pareja, los sorprendimos enseñando a los niños del poblado a ejecutar «danzas de lealtad» a modo de diversión.

El matrimonio no sirvió para librar a mi hermana del campo, ya que a las parejas no se les concedía la residencia conjunta de modo automático. Evidentemente, si Lentes hubiera querido renunciar a su registro urbano no habría tenido dificultad alguna en instalarse con mi hermana, pero ella no podía trasladarse con él a Chengdu debido a que se hallaba registrada en el campo. Al igual que decenas de millones de parejas chinas, vivían separados, si bien las normas les otorgaban el derecho a pasar juntos doce días al año. Afortunadamente para ellos, la fábrica de Lentes no funcionaba con normalidad, por lo que podía permanecer largas temporadas en Deyang.

Tras pasar un año en Deyang, mi vida sufrió una transformación: ingresé en la profesión médica. La brigada de producción a la que pertenecía mi equipo administraba una clínica destinada al tratamiento de enfermedades simples. Dicha institución se hallaba financiada por todos los equipos de producción que componían la brigada, y sus servicios eran gratuitos, aunque muy limitados. Había dos médicos. Uno de ellos, un joven dotado de un rostro agradable e inteligente, había obtenido la licenciatura en la escuela médica de Deyang en los años cincuenta, tras lo cual había regresado a su pueblo natal. El otro era un individuo de mediana edad con la barba recortada en forma de perilla. Había comenzado su carrera como aprendiz de un viejo médico rural especialista en medicina china, y en 1964 había sido enviado por la comuna a realizar un curso relámpago de medicina occidental.

A comienzos de 1971, las autoridades de la comuna ordenaron a la clínica que contratara un «doctor descalzo». El término obedecía a que se esperaba de tales «doctores» que vivieran como los campesinos, quienes atesoraban demasiado su calzado como para desplazarse con él a través de los barrizales de los campos. En aquella época se estaba llevando a cabo una importante campaña propagandística que glorificaba a los doctores descalzos como un invento de la Revolución Cultural. Mi equipo de producción se aferró inmediatamente a aquella oportunidad de librarse de mí, pues si trabajaba en la clínica, sería la brigada -y no el equipo- la responsable de mi alimentación y mi sustento.

Yo siempre había querido ser médico. Las enfermedades sufridas por mi familia, y en especial la muerte de mi abuela, me habían convencido de la importancia de los doctores. Antes de trasladarme a Deyang había comenzado a aprender acupuntura con un amigo mío y había estudiado un libro titulado Manual del doctor descalzo, una de las pocas obras impresas autorizadas por entonces.

La propaganda acerca de los doctores descalzos constituía una de las maniobras políticas de Mao, quien había condenado a los responsables del Ministerio de Sanidad existentes antes de la Revolución Cultural acusándoles de no cuidar a los campesinos y concentrarse tan sólo en los habitantes de las ciudades y, sobre todo, a los funcionarios del Partido. A continuación, había condenado igualmente a los doctores por no querer trabajar en el campo, especialmente en las regiones más remotas. Sin embargo, no asumió responsabilidad alguna como jefe del régimen ni ordenó que se tomaran medidas de tipo práctico para remediar la situación, tales como la construcción de más hospitales o la formación de más médicos. Durante la Revolución Cultural, la situación sanitaria empeoró aún más. Las críticas propagandísticas contra la escasez de médicos se hallaban en realidad destinadas a generar odio contra el sistema pre-cultural del Partido y contra los intelectuales (categoría en la que se incluían tanto los médicos como las enfermeras).