Изменить стиль страницы

Cuando el muchacho se enteró de aquello, empuñó un cuchillo de cocina e irrumpió en el despacho de la profesora. Alguien le detuvo, y ella aprovechó para escabullirse y buscar refugio. Xiao-hei sabía bien hasta qué punto el incidente había herido a su amigo y, por primera vez, el muchacho en cuestión fue visto sollozando desconsoladamente en público. Aquella noche, Xiao-hei y algunos de sus otros compañeros velaron junto a él intentando consolarle, pero al día siguiente el joven desapareció. Su cadáver apareció posteriormente en las orillas del río de las Arenas Doradas. Se había atado las manos antes de arrojarse al agua. La Revolución Cultural no sólo no hizo nada por modernizar los aspectos medievales de la cultura china, sino que incluso confirió respetabilidad política a los mismos. La dictadura «moderna» y la antigua intolerancia se nutrían mutuamente. Cualquiera que se enfrentara con las ancestrales actitudes conservadoras podía convertirse en una víctima política.

Mi nueva comuna de Deyang se hallaba en una zona de colinas bajas salpicada de matorrales y eucaliptos. La mayor parte de la tierra cultivable era de buena calidad, y producía dos cosechas anuales de importancia, de trigo y arroz respectivamente. Las verduras, la colza y las batatas prosperaban en abundancia. Tras la experiencia de Ningnan, mi mayor alivio fue no tener que trepar continuamente y poder respirar con normalidad después de haberme visto obligada a jadear sin descanso. No me importaba el hecho de que en Deyang cualquier trayecto implicara tener que caminar tambaleándose por las estrechas y embarradas aristas de los arrozales. A menudo resbalaba y caía sentada, y algunas veces, al intentar aferrarme a algo, empujaba a la persona que caminaba delante de mí -generalmente Nana- al interior de uno de los arrozales. Tampoco me importaba otro de los peligros de caminar por la noche: la posibilidad de ser atacada por los perros, muchos de los cuales estaban rabiosos.

Al principio hubimos de instalarnos junto a una pocilga. Por la noche nos quedábamos dormidas al arrullo de una sinfonía de gruñidos, zumbidos de mosquitos y ladridos de perros. Nuestra habitación se hallaba impregnada por un olor permanente a estiércol de cerdo y a incienso antimosquitos. Al cabo de una temporada, el equipo de producción construyó para Nana y para mí una choza de dos habitaciones en una parcela de terreno que hasta entonces se había utilizado para cortar bloques de arcilla. El terreno era más bajo que el de los arrozales que se extendían al otro lado del estrecho sendero y en primavera y verano, cuando éstos se llenaban de agua o caía un chaparrón, nuestro suelo de barro comenzaba a rezumar un agua pantanosa. Nana y yo nos veíamos obligadas a quitarnos los zapatos, remangarnos las perneras y vadear hasta el interior de nuestra vivienda. Afortunadamente, la cama de matrimonio que compartíamos estaba construida sobre patas elevadas, lo que nos permitía dormir a algo más de medio metro por encima del lodo. Cada vez que nos metíamos en la cama teníamos que instalar un cuenco de agua limpia sobre un taburete, subirnos a él y lavarnos los pies. Como resultado de tan húmedas condiciones de vida, los huesos y los músculos me dolían constantemente.

Sin embargo, la vida en la cabaña también tenía aspectos divertidos. Cuando se retiraban las aguas, comenzaban a brotar champiñones bajo la cama y en las esquinas de la estancia. Con un poco de imaginación, el suelo de nuestra vivienda parecía extraído de un cuento de hadas. En cierta ocasión dejé caer una cucharada de guisantes sobre el suelo, y al concluir la siguiente inundación un macizo de delicados pétalos sostenidos por esbeltos tallos se desplegó como si quisiera despertar a los rayos de sol que penetraban por la abertura que, en la pared de madera, hacía las veces de ventana.

El paisaje se me antojaba perpetuamente mágico. Al otro lado de la puerta teníamos el estanque del pueblo, cubierto de lotos y nenúfares. El sendero que partía de la cabaña conducía a un desfiladero entre las colinas, de aproximadamente cien metros de altura, tras el que el sol se ponía todas las tardes enmarcado por negras formaciones rocosas. Antes de la caída de la noche, una neblina plateada flotaba sobre los campos que las bordeaban. Hombres, mujeres y niños regresaban caminando al pueblo tras su jornada de trabajo envueltos por la bruma del atardecer y cargados con cestas, azadas y hoces, y su llegada era recibida por los ladridos y los brincos de sus perros. Parecían acudir navegando sobre las nubes. De los tejados de paja de las chozas se elevaban espirales de humo, y podía oírse el chasquido de los barriles de madera al golpear el pretil de piedra del pozo cuando los habitantes acudían a él para proveerse de agua para la cena. Escuchábamos también las potentes voces de la gente que charlaba junto a los bosquecillos de bambú. Los hombres permanecían agachados, fumando sus largas y delgadas pipas. Las mujeres ni fumaban ni se agachaban, ya que ambas cosas se consideraban tradicionalmente impropias de éstas, y ningún miembro de la China «revolucionaria» había mencionado la posibilidad de modificar tal actitud.

Fue en Deyang donde aprendí cómo viven realmente los campesinos chinos. Cada día comenzaba con la adjudicación de tareas por parte de los jefes de los equipos de producción. Todos los campesinos tenían que trabajar, y cada uno de ellos recibía un número determinado de «puntos de trabajo» (gong-jen) a cambio de su labor diaria. El número de puntos de trabajo acumulados constituía un elemento de gran importancia durante la distribución que se realizaba a finales de año. En ella, los campesinos obtenían de su equipo de producción alimentos, combustible y otras necesidades cotidianas, así como una pequeña cantidad de dinero en metálico. Concluida la cosecha, el equipo de producción entregaba parte de la misma al Estado en concepto de impuestos, y el resto se dividía. En primer lugar se entregaba una cantidad igual a todos los hombres, y aproximadamente una cuarta parte menos a las mujeres. Los niños menores de tres años recibían media porción. Dado que tampoco los niños que apenas rebasaban esa edad podían consumir la ración de un adulto, convenía tener cuantos más hijos mejor. El sistema funcionaba como un eficaz desincentivador del control de la natalidad.

Lo que restaba de la cosecha se distribuía según el número de puntos de trabajo obtenidos por cada uno. Dos veces al año, todos los campesinos se reunían para determinar el número de puntos de trabajo diarios de cada uno. Se trataba de reuniones a las que no faltaba nadie. Al final, la mayor parte de los jóvenes y adultos recibían diez puntos diarios, y las mujeres ocho. Uno o dos, reconocidos por todos como los más fuertes, recibían un punto extra. Los «enemigos de clase» tales como el antiguo terrateniente del poblado y su familia obtenían un par de puntos menos que los demás a pesar de que trabajaban con el mismo tesón y de que a menudo se les encomendaban las labores más duras. Nana y yo, siendo como éramos inexpertas «jóvenes de ciudad», obteníamos tan sólo cuatro puntos, los mismos que los chiquillos que apenas habían alcanzado la adolescencia. Se nos dijo que era sólo «para empezar», pero mi cupo nunca fue aumentado.

Dado que apenas existía variación en el número de puntos diarios obtenidos por cada uno dentro de las distintas categorías y géneros, el número de puntos de trabajo acumulados dependía más del número de días trabajados que de la calidad del trabajo. Ello constituía un constante motivo de resentimiento entre los habitantes del poblado, así como un importante obstáculo para la eficacia de la labor común. Día tras día, los campesinos escudriñaban su alrededor para comprobar cómo trabajaban los demás por si acaso alguien se estaba aprovechando de ellos. Nadie quería trabajar con más ahínco que otros que recibían el mismo número de puntos. Las mujeres experimentaban una profunda amargura al contemplar cómo algunos hombres realizaban las mismas tareas que ellas pero recibían dos puntos más. Las discusiones eran constantes.

A menudo nos pasábamos diez horas en el campo para realizar una tarea que habría podido llevarse a cabo en cinco. Sin embargo, había que cumplir aquellas diez horas para que se nos contara un día completo. Trabajábamos a cámara lenta, y yo observaba constantemente el sol en espera de su descenso mientras contaba los minutos que faltaban hasta que sonara el silbato que señalaba la conclusión de la jornada. No tardé en descubrir que el aburrimiento podía ser tan agotador como el trabajo más duro.

Allí, al igual que en Ningnan y gran parte de Sichuan, no había maquinaria alguna. Los métodos de labranza eran aproximadamente los mismos que habían imperado dos mil años atrás, con excepción de la existencia de algunos fertilizantes químicos que el equipo recibía del Gobierno a cambio de grano. No había prácticamente animales de labor; tan sólo algunos carabaos que se utilizaban para el arado. Todo lo demás, incluyendo el transporte de agua, estiércol, combustible, verduras y grano se realizaba enteramente a mano, cargando la mercancía sobre los hombros en cestas de bambú o en barriles de madera sujetos por una larga vara. Mi mayor problema se presentaba a la hora de acarrear pesos. Tenía el hombro derecho permanentemente hinchado y dolorido por las cargas de agua que debía transportar desde el pozo hasta la casa. Cada vez que algún joven admirador venía a vernos, yo procuraba mostrar tal impresión de desvalimiento que el visitante nunca dejaba de ofrecerse para llenarnos el depósito de agua. Y no sólo el depósito: también las jarras, los cuencos y hasta las tazas.

El jefe del equipo fue lo bastante considerado como para dejar de encargarme del transporte de cosas, y en lugar de ello me envió a realizar tareas «ligeras» en compañía de los niños y de las mujeres ancianas y embarazadas. Sin embargo, tales labores no siempre me resultaban tan ligeras. Esparcir estiércol era una actividad que no tardaba en dejarme los brazos doloridos, a lo que había que añadir las náuseas que me producía el espectáculo de los gruesos gusanos que nadaban en su superficie. La recolección del algodón en aquellos campos blancos y relucientes quizá puede sugerir una imagen idílica, pero yo no tardé en darme cuenta de lo dura que resultaba dicha tarea bajo el sol implacable, con temperaturas de más de treinta grados y una intensa humedad, rodeada de erizadas ramas que llenaban mi cuerpo de rasguños.

Prefería el trasplante de los brotes de arroz. Se trataba de una labor considerada sumamente dura debido a que había que permanecer constantemente inclinado, y al concluir la jornada hasta los trabajadores más resistentes solían quejarse de que no podían enderezar la espalda. A mí, sin embargo, me encantaba sentir el agua fresca en las piernas bajo aquel calor insoportable, y disfrutaba de la contemplación de las hileras de tiernos retoños verdes y del suave lodo bajo mis pies desnudos, cuyo contacto me proporcionaba cierto placer sensual. Lo único que realmente me molestaba eran las sanguijuelas. Mi primer encuentro con ellas fue un día en que sentí algo que me cosquilleaba en la pierna. Al alzarla para rascarme pude ver una criatura gruesa y resbaladiza que inclinaba la cabeza en un afanoso intento por hundirla en mi piel y dejé escapar un fuerte grito. Una joven campesina que trabajaba no lejos de mí soltó una risita, divertida por mis escrúpulos. Sin embargo, se aproximó a donde yo estaba y me golpeó la pierna por encima de la sanguijuela, que se desprendió y cayó al agua con un chapoteo.