Изменить стиль страницы

Durante los dos meses que siguieron permanecí en Chengdu, buscando desesperadamente en compañía de Nana y de mi hermana un «pariente» cercano cuya comuna pudiera aceptarnos. Teníamos que encontrar uno antes de que concluyera la cosecha del otoño, época en la que se distribuían los alimentos, ya que de otro modo no tendríamos nada que comer durante el año siguiente: nuestros suministros estatales se habían agotado en enero.

Cuando Bing vino a verme me mostré sumamente fría con él, y le dije que no regresara jamás. Me escribió cartas que yo arrojaba al fogón sin abrir, un gesto inspirado quizá por algunas novelas rusas. Wen regresó de Ningnan con mi libro de registro y mi equipaje, pero me negué a verle. En cierta ocasión, me crucé con él en la calle y no le dirigí la mirada, aunque sí alcancé a atisbar sus ojos, en los que se reflejaban el dolor y la confusión.

Wen regresó a Ningnan. Un día, durante el verano de 1970, se declaró un incendio forestal cerca de su aldea, y él y un amigo suyo salieron corriendo con un par de escobas para intentar extinguirlo. Una ráfaga de viento arrojó una bola de fuego al rostro del amigo, dejándole desfigurado de por vida. Los dos abandonaron Ningnan y cruzaron la frontera de Laos, donde por entonces se estaba librando una guerra entre la guerrilla izquierdista y los Estados Unidos. En aquella época, numerosos hijos de altos funcionarios marchaban a luchar contra los norteamericanos en Laos y Vietnam, para lo cual atravesaban la frontera clandestinamente, ya que el Gobierno lo prohibía. Desilusionados por la Revolución Cultural, aquellos jóvenes confiaban en recuperar la adrenalina de años anteriores atacando a los «imperialistas de Estados Unidos».

Un día, poco después de su llegada a Laos, Wen oyó la alarma que indicaba la proximidad de aviones norteamericanos. Fue el primero en dar un salto y salir a combatir pero, en su inexperiencia, pisó una mina enterrada por sus propios camaradas y voló por los aires hecho pedazos. Mi último recuerdo de él son sus ojos, doloridos y perplejos, contemplándome desde la esquina de una embarrada calle de Chengdu.

Entretanto, mi familia se vio diseminada. El 17 de octubre de 1969, Lin Biao declaró el país en estado de guerra, sirviéndose para ello como pretexto de los enfrentamientos que se habían producido ese mismo año en la frontera con la Unión Soviética. Invocando la necesidad de evacuación, envió a sus oponentes al Ejército y expulsó de la capital a los líderes que habían caído en desgracia, sometiéndolos a detención o arresto domiciliario en distintas partes de China. Los Comités Revolucionarios aprovecharon la oportunidad para acelerar la deportación de «indeseables». Los quinientos miembros del Distrito Oriental al que pertenecía mi madre fueron expulsados de Chengdu y enviados a un lugar del interior de Xichang conocido como la Llanura del Guardián de los Búfalos. Mi madre fue autorizada a pasar diez días en casa para organizar la partida. A Xiao-hei y Xiao-fang los puso en un tren con destino a Yibin. Aunque la tía Jun-ying se encontraba medio paralizada, había allí otros tíos y tías que podrían ocuparse de ellos. Jin-ming había sido enviado por su escuela a una comuna situada a ochenta kilómetros al nordeste de Chengdu.

Al mismo tiempo, Nana, mi hermana y yo encontramos por fin una comuna dispuesta a aceptarnos en un condado llamado Deyang, no demasiado lejos de donde Jin-ming se encontraba. Lentes, el novio de mi hermana, tenía un colega en aquel condado dispuesto a afirmar que éramos sus primas. Algunas de las comunas de la zona necesitaban más brazos para las labores del campo. Aunque no teníamos pruebas de nuestro parentesco, nadie hizo ninguna pregunta. Lo único que importaba era que éramos -o prometíamos ser- mano de obra adicional.

Fuimos asignadas a dos equipos de producción distintos debido a que ningún equipo podía dar cabida a más de dos personas. Nana y yo nos unimos a uno de ellos y mi hermana ingresó en otro situado a cinco horas de marcha a lo largo de un camino formado en gran parte por las aristas de cincuenta centímetros de anchura que dividen las plantaciones de arroz.

Las siete personas que componíamos mi familia nos hallábamos dispersas en seis lugares distintos. Xiao-hei se alegró de abandonar Chengdu, ya que el nuevo libro de texto de lengua china de su escuela -redactado por algunos de los maestros y miembros del equipo de propaganda de la localidad- contenía una condena nominativa de mi padre y Xiao-hei se sentía aislado y maltratado por sus compañeros.

A comienzos del verano de 1969, los miembros de su escuela habían sido enviados a los campos de las afueras de Chengdu para ayudar en las tareas de recolección. Los chicos y las chicas dormían por separado en dos grandes naves. Al anochecer, los senderos que dividían los arrozales solían verse frecuentados por jóvenes parejas que paseaban bajo la bóveda del firmamento cuajado de estrellas. El amor despertaba con frecuencia, y mi hermano no fue una excepción. Empezó a sentirse atraído por una de las muchachas que componían su grupo. Tras hacer acopio de valor durante varios días, se acercó nerviosamente a ella en un momento en que estaban segando trigo y le ofreció dar un paseo aquella noche. La muchacha inclinó la cabeza y no dijo nada, lo que Xiao-hei interpretó como una señal de «consentimiento tácito», mo-xu.

Reclinado sobre un almiar de paja bajo la luz de la luna, Xiao-hei aguardaba agitado por la ansiedad y el anhelo de todo primer amor cuando, de repente, oyó un silbido. Apareció un grupo de muchachos de su clase que comenzaron a empujarle e insultarle. Por fin, le taparon la cabeza con una chaqueta y empezaron a golpearle y a propinarle patadas. Xiao-hei consiguió liberarse y corrió tambaleándose hasta la puerta de uno de los maestros gritando en demanda de ayuda. El maestro abrió la puerta, pero se limitó a empujarle para que se marchara, diciendo: «¡No puedo ayudarte! ¡No te atrevas a regresar aquí!»

Demasiado asustado para regresar al campamento, Xiao-hei pasó la noche oculto en un almiar. Comprendía que había sido su «amada» la que había llamado a aquellos matones: se había sentido insultada por el hecho de que el hijo de un «contrarrevolucionario y seguidor del capitalismo» hubiera tenido la audacia de fijarse en ella.

Cuando regresó a Chengdu, Xiao-hei acudió a los miembros de su pandilla en busca de ayuda. Éstos comparecieron en la escuela haciendo ostentación de sus músculos y acompañados de un gigantesco perro de presa y arrojaron al jefe de los matones al exterior del aula. El muchacho temblaba, y su rostro adquirió un tono ceniciento. Sin embargo, antes de que la pandilla se empleara a fondo con él, Xiao-hei sintió compasión y rogó a su timonel que le dejaran ir.

La compasión se había convertido en un sentimiento impropio, y se contemplaba como un signo de estupidez. En consecuencia, Xiao-hei se vio a partir de entonces más hostigado que nunca. Tímidamente, recurrió una vez más a la ayuda de sus compañeros de pandilla, pero éstos le dijeron que no pensaban ayudar a un «renacuajo».

Xiao-hei acudió a su nueva escuela de Yibin temeroso de sufrir nuevas agresiones. Para su sorpresa, sin embargo, obtuvo un recibimiento cálido, casi emotivo. Los maestros, los miembros del equipo de propaganda que administraba el colegio, los alumnos, todos parecían haber oído hablar de mi padre y se referían a él con franca admiración. Xiao-hei adquirió inmediatamente un prestigio especial. La muchacha más guapa del colegio comenzó a salir con él. Incluso los bravucones más temibles le trataban con respeto. Resultaba evidente que mi padre era un personaje reverenciado en Yibin a pesar de que todos sabían que había caído en desgracia y que los Ting estaban en el poder. La población de Yibin había sufrido terriblemente bajo los Ting. Miles habían muerto o habían resultado heridos como consecuencia de las torturas y de las luchas entre facciones. Un amigo de la familia había logrado escapar de la muerte gracias a que sus hijos acudieron al depósito para recoger el cadáver y advirtieron que aún respiraba.

Los habitantes de Yibin habían desarrollado una intensa nostalgia de los días de paz, de los funcionarios que no abusaban de su poder y de un gobierno dedicado a poner las cosas en funcionamiento. El foco principal de la misma se centraba en los primeros años de la década de los cincuenta, época en la que mi padre había sido gobernador. Había sido entonces cuando los comunistas habían alcanzado sus mayores cotas de popularidad: poco después de sustituir al Kuomintang, cuando terminaron con el hambre y establecieron la ley y el orden, si bien -eso sí- antes de iniciar sus incesantes campañas políticas (y de ocasionar su propia penuria como resultado de las instrucciones de Mao). La población identificaba la imagen de mi padre con los días buenos del pasado. Se le contemplaba como el prototipo de buen funcionario en contraste con la figura de los Ting.

Gracias a él, Xiao-hei pudo disfrutar de su estancia en Yibin, aunque no aprendió gran cosa en la escuela. El material de enseñanza aún se reducía a las obras de Mao y a los artículos del Diario del Pueblo, y nadie ejercía autoridad alguna sobre los estudiantes, ya que Mao no había anulado su llana condena de los sistemas formales de educación.

Los maestros y los miembros del equipo obrero de propaganda intentaron reclutar la ayuda de Xiao-hei para imponer la disciplina en su clase, pero en este caso incluso la reputación de mi padre se mostró insuficiente, y Xiao-hei fue condenado al ostracismo por algunos de los muchachos, quienes le consideraron un «lacayo» del maestro. Se inició una campaña de chismorreos en los que se afirmaba que había besado a su novia bajo las farolas de la calle, lo que se consideraba un crimen burgués. Xiao-hei perdió su posición privilegiada y fue obligado a redactar autocríticas y a manifestar su propósito de llevar a cabo una reforma del pensamiento. Un día, la madre de la muchacha hizo acto de presencia reclamando un examen médico para comprobar la castidad de su hija. Tras protagonizar una violenta escena, se llevó a la joven de la escuela.

En la clase había un muchacho con quien Xiao-hei mantenía una estrecha amistad, un joven de diecisiete años sumamente popular que, sin embargo, tenía un punto débil: su madre nunca había llegado a contraer matrimonio, pero había tenido cinco hijos, todos ellos de padres diferentes y desconocidos, lo que resultaba notablemente inusual en una sociedad en la que la «ilegitimidad» constituía un grave estigma a pesar de haber sido abolida formalmente. Por fin, había terminado por ser humillada públicamente como «mal elemento» durante una de las frecuentes cazas de brujas. El muchacho se sentía profundamente avergonzado de su madre, y en privado reveló a Xiao-hei que la odiaba. Un día, la escuela anunció la concesión de un premio al mejor nadador (pues Mao era aficionado a la natación), y el amigo de Xiao-hei fue nominado unánimemente por sus compañeros para el galardón. Sin embargo, cuando se anunció el nombre del ganador, éste resultó ser otro. Aparentemente, una joven profesora había puesto objeciones: «No podemos entregárselo a él. Su madre es un “zapato desgastado”.»