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Los comités revolucionarios del país habían encargado la construcción de estatuas del líder, y para el centro de Chengdu se planeó la instalación de una enorme figura construida de mármol blanco. Para acomodarla se dinamitó la antigua y elegante verja del palacio a la que tan alegremente solía encaramarme pocos años antes. El mármol blanco debía proceder de Xichang, y una flota de camiones especiales conocidos con el nombre de «camiones de la lealtad» se encargaban de su transporte desde las canteras de las montañas. Llegaban decorados como las carrozas de un desfile, adornados con rojas cintas de seda y una enorme flor de seda en su parte anterior. Dado que habían sido consagrados exclusivamente al transporte del mármol, partían de Chengdu vacíos. Por su parte, los camiones que abastecían Xichang regresaban igualmente vacíos a Chengdu, ya que no debían mancillar el material que había de formar el cuerpo del Presidente.

Tras despedirnos del conductor que nos había llevado desde Chengdu, logramos que uno de los «camiones de la lealtad» nos transportara durante el último trecho que nos separaba de Ningnan. A lo largo del camino nos detuvimos a descansar en una cantera de mármol. Un grupo de obreros sudorosos y desnudos de cintura para arriba bebían té y fumaban sus largas pipas. Uno de ellos me contó que no empleaban maquinaria alguna, ya que sólo trabajando con las manos desnudas podían expresar adecuadamente su lealtad a Mao. Me sentí horrorizada al ver que llevaba una insignia «Mao» clavada en el pecho desnudo. Cuando subimos de nuevo al camión, Jin-ming observó que era posible que la insignia hubiera estado adherida con un trozo de esparadrapo. En cuanto a su devoto esfuerzo manual, manifestó: «Lo más probable es que sencillamente carezcan de máquinas.»

Jin-ming era dado a realizar aquella clase de comentarios escépti-cos que tanto nos hacían reír. Se trataba de algo desacostumbrado en aquellos días en los que el sentido del humor se consideraba algo peligroso. Mao, a pesar de sus hipócritas llamamientos a la rebelión, rehuía cualquier forma de curiosidad o escepticismo genuinos. La capacidad de pensar de un modo escéptico constituyó mi primer paso hacia la luz. Al igual que Bing, Jin-ming contribuyó a destruir mis rígidos hábitos de reflexión.

Tan pronto como entramos en Ningnan -situado a más de mil quinientos metros sobre el nivel del mar- comencé de nuevo a sufrir trastornos estomacales. Vomité todo cuanto había comido y todo comenzó a darme vueltas, pero no podíamos permitirnos el lujo de detenernos. Teníamos que localizar a nuestros equipos de producción y completar el resto del procedimiento de traslado antes del 21 de junio. Dado que el equipo más cercano era el de Nana, decidimos acudir a él en primer lugar. Se encontraba a un día de camino a través de territorio agreste y montañoso. Los torrentes veraniegos descendían rugiendo por barrancos a menudo desprovistos de puentes, y en tales casos Wen solía adelantarse vadeando el río para comprobar su profundidad mientras Jin-ming me transportaba sobre su huesuda espalda. Con frecuencia nos veíamos obligados a recorrer senderos de cabras de poco más de medio metro de anchura a lo largo de riscos bajo los que se abrían precipicios de hasta un millar de metros de profundidad. Varios de mis amigos del colegio habían muerto intentando recorrerlos de noche para regresar a casa. El sol brillaba con fuerza, y comencé a pelarme. Asimismo, empezó a obsesionarme la sed, y solía beberme el agua de todas las cantimploras que llevábamos. Cada vez que llegábamos a una hondonada, me arrojaba al suelo y bebía ansiosamente el agua fresca que discurría en su fondo. Nana intentó detenerme, pero la posibilidad de pasar sed me enloquecía demasiado como para hacerle caso. Ni que decir tiene que aquellos episodios tenían como resultado vómitos aún más violentos. Por fin, llegamos a una casa. Frente a ella crecían varios castaños gigantescos cuyas ramas se extendían formando majestuosas bóvedas. Los campesinos que la habitaban nos invitaron a entrar. Lamiéndome los agrietados labios, me dirigí inmediatamente hacia el fogón, sobre el que podía verse un enorme cuenco de barro que supuse lleno de agua de arroz. En las montañas, el agua de arroz se consideraba el más delicioso de los refrescos, y el dueño de la casa nos invitó amablemente a beber. Normalmente es de color blanco, pero el líquido que yo vi era negro. Con un intenso zumbido, una densa masa de moscas despegó de la gelatinosa superficie. Al asomarme de nuevo al interior, pude ver los restos de algunas que flotaban medio ahogadas en la superficie. No obstante, y a pesar de los escrúpulos que siempre me habían producido los insectos, tomé el cuenco con ambas manos, retiré los cadáveres y engullí el líquido a grandes sorbos.

Cuando alcanzamos el pueblo de Nana ya había oscurecido. Al día siguiente, el jefe de su equipo de producción no tuvo inconveniente alguno en sellar sus tres cartas y librarse de ella. A lo largo de los últimos meses, los campesinos habían aprendido que lo que se les enviaba no eran más brazos, sino más bocas que alimentar. Dado que no podían expulsar a los jóvenes procedentes de la ciudad, se mostraban encantados cada vez que alguno escogía marcharse.

Yo me sentía demasiado enferma para viajar hasta donde se encontraba mi propio equipo, por lo que Wen partió por sí solo para obtener la libertad de mi hermana y la mía. Nana y el resto de las muchachas de su equipo procuraron cuidarme lo mejor que pudieron. Tan sólo comía y bebía cosas previamente hervidas y vueltas a hervir una y otra vez, pero a pesar de ello continuaba allí tendida, sintiéndome cada vez peor y echando poderosamente de menos a mi abuela y sus caldos de gallina. En aquellos tiempos, la gallina estaba considerada un manjar exquisito, y Nana solía bromear diciendo que de un modo u otro yo conseguía conciliar el caos reinante en mi estómago con el deseo de degustar los mejores alimentos. No obstante, partió en compañía de las demás chicas y de Jin-ming para intentar adquirirlo. Los campesinos locales, sin embargo, no consumían ni vendían gallinas, sino que las criaban exclusivamente por sus huevos. Aunque atribuían tal costumbre a las normas heredadas de sus antepasados, algunos amigos nos revelaron que las gallinas estaban infectadas por la lepra, enfermedad sumamente extendida en aquellas montañas. En consecuencia, nos abstuvimos también de comer huevos.

Jin-ming estaba empeñado en prepararme una sopa como las que cocinaba mi abuela, y dedicó toda su capacidad inventiva a obtener un resultado práctico. Tras instalar frente a la casa una enorme cesta redonda de bambú, esparció bajo ella un poco de grano. A continuación, ató un trozo de cuerda al palo que la sujetaba y se escondió detrás de la puerta sujetando el otro extremo de la cuerda y colocando un espejo que le permitiera observar lo que sucedía bajo la cesta semialzada. Grupos de gorriones aterrizaban para pelearse por el grano, acompañados de vez en cuando por alguna tórtola que entraba contoneándose. Jin-ming escogía el mejor momento para tirar de la cuerda y cerrar la trampa. Así, gracias a su ingenio, pude disfrutar de una deliciosa sopa de ave.

Las colinas situadas detrás de la casa aparecían para entonces cubiertas por melocotoneros cargados de fruta madura, y Jin-ming y las chicas regresaban todos los días con cestos llenos de melocotones. Jin-ming me preparaba mermeladas, advirtiéndome que no debía comerlos crudos. Me sentía como una niña mimada, y pasaba los días en el salón contemplando las montañas distantes y leyendo obras de Turguéniev y Chéjov que Jin-ming había traído consigo para el viaje. El estilo del primero me afectaba profundamente, y llegué a aprenderme de memoria numerosos pasajes de Primer amor.

Por las tardes, la curva serpenteante de las lejanas montañas ardía como un espectacular dragón de fuego cuya silueta destacara contra la oscuridad del firmamento. El clima de Xichang era sumamente seco, pero ni las normas de protección forestal eran puestas en práctica ni funcionaban los servicios antiincendios. Como resultado, los montes ardían día tras día, deteniéndose tan sólo cuando una garganta interrumpía el paso de las llamas o una tormenta sofocaba los incendios.

Al cabo de unos días, Wen regresó con la autorización de mi equipo de producción para que partiéramos mi hermana y yo. Inmediatamente emprendimos el camino hacia el registro, aunque yo aún me sentía débil y apenas podía caminar unos metros antes de que mis ojos se inundaran con una masa de estrellas centelleantes. Tan sólo faltaba una semana para el 21 de junio.

Cuando llegamos a la capital del condado de Ningnan hallamos una atmósfera similar a la existente en tiempo de guerra. Para entonces, las luchas entre facciones habían cesado en la mayor parte de China, pero en aquellas zonas remotas continuaban librándose batallas. El bando perdedor se había refugiado en las montañas, pero desencadenaba frecuentes ataques relámpago. Se veían guardias armados por doquier, miembros en su mayor parte de los yi, un grupo étnico cuyos miembros habitaban mayoritariamente los rincones más recónditos de las selvas de Xichang. Según la leyenda, los yi no se tumbaban para dormir, sino que permanecían agachados con la cabeza hundida entre los brazos. Los líderes de las distintas facciones -todos ellos han- los animaban a realizar tareas peligrosas tales como combatir en primera línea y montar, la guardia. A medida que recorríamos las oficinas del condado en busca del registro nos veíamos obligados a sostener largas conversaciones con los guardias yi en las que -a falta de un idioma común- nos servíamos fundamentalmente de los gestos. Cuando nos acercábamos a ellos, solían alzar los rifles y nos apuntaban con el dedo en el gatillo entrecerrando los párpados. A pesar de estar muertos de miedo, procurábamos fingir indiferencia. Se nos había advertido que interpretarían cualquier muestra de temor como señal de culpabilidad y actuarían en consecuencia.

Por fin, dimos con el despacho del registrador, pero éste no se encontraba allí. Topamos, sin embargo, con un amigo nuestro que nos contó que se había ocultado debido a las hordas de jóvenes urbanos que le asaltaban intentando resolver sus problemas. Nuestro amigo ignoraba dónde se encontraba, pero nos habló de un grupo de «viejos jóvenes urbanos» que acaso lo supieran. Los «viejos jóvenes urbanos» eran aquellos que habían partido al campo antes de la Revolución Cultural. El Partido había intentado convencer a aquellos que habían suspendido sus exámenes de instituto y universidad para que emprendieran «la construcción de una nueva y espléndida campiña socialista» que habría de beneficiarse de su educación. Animados por un romanticismo entusiasta, algunos de ellos habían respondido al llamamiento del Partido. La cruda realidad de la vida rural -de la que no había ocasión de escapar- y el descubrimiento de la hipocresía del régimen, el cual jamás enviaba al campo a los hijos de los funcionarios aunque éstos también suspendieran sus exámenes, había convertido a muchos de ellos en cínicos.