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El hospital aún funcionaba, gracias a la profesionalidad y dedicación de algunos de sus empleados. Sobre sus muros de ladrillo pude ver grandes consignas de sus colegas más militantes en los que se acusaba a los primeros de servirse del trabajo para aniquilar la revolución (una acusación habitual que sufrían aquellos que intentaban continuar realizando sus trabajos). La doctora que nos atendió sufría tics en los párpados y mostraba unas profundas ojeras. Deduje que debía de estar agotada por la afluencia de pacientes, a lo que había que añadir los ataques políticos a los que tendría que enfrentarse. El hospital rebosaba de hombres y mujeres de expresión amarga. Algunos tenían el rostro magullado; otros permanecían tendidos sobre parihuelas con las costillas rotas. Eran todos víctimas de las asambleas de denuncia.

Ninguno de los médicos fue capaz de diagnosticar el padecimiento de mi abuela. No había aparato de rayos X ni ningún otro instrumento que permitiera una exploración adecuada. Estaban todos estropeados. Suministraron a mi abuela diversos analgésicos, y cuando éstos dejaron de surtir efecto la ingresaron en el hospital. Los pabellones estaban atestados, y las camas se tocaban unas a otras. Incluso los pasillos aparecían bordeados por camas. Las escasas enfermeras que corrían de un pabellón a otro no se bastaban para atender a todos los pacientes, por lo que decidí quedarme con mi abuela.

Regresé a casa para recoger algunos utensilios con los que cocinar sus comidas. Llevé también conmigo un colchón de bambú que extendí bajo su cama. Por la noche, cuando me despertaban sus quejidos, apartaba el delgado edredón que me cubría y le administraba masajes que la calmaban temporalmente. Desde debajo de la cama podía percibirse en la estancia un intenso olor a orines. Todos los pacientes tenían su orinal junto al lecho. Mi abuela, sin embargo, era muy escrupulosa en cuestiones de higiene, e insistía en levantarse y caminar hasta el lavabo incluso durante la noche. El resto de los pacientes, sin embargo, no eran tan quisquillosos, y a menudo sus orinales tardaban varios días en ser vaciados. Las enfermeras se encontraban demasiado ocupadas para preocuparse por detalles tan nimios.

La ventana que se abría junto a la cama de mi abuela daba al jardín delantero. Toda su superficie aparecía invadida por las hierbas, y sus bancos de madera estaban a punto de desplomarse. La primera vez que me asomé a verlo pude ver a varios niños ocupados en quebrar las pocas ramas de un pequeño magnolio que aún conservaba dos o tres flores mientras los adultos pasaban junto a ellos indiferentes a la escena. El vandalismo contra las plantas había pasado a formar parte de la vida cotidiana hasta un punto en que apenas llamaba la atención.

Un día, mirando por la ventana, distinguí a Bing -uno de mis amigos- descendiendo de su bicicleta. Mi corazón dio un vuelco, y sentí un súbito ardor en el rostro. Rápidamente estudié mi reflejo en el cristal, ya que mirarme en un espejo en público habría conllevado verme criticada como elemento burgués. Iba vestida con una chaqueta de cuadros blancos y rosados, diseño recientemente permitido para los atuendos de las jóvenes. Se autorizaba de nuevo el cabello largo, pero sólo si se recogía en dos trenzas, y yo pasaba horas y horas reflexionando acerca de cómo llevar las mías: ¿una junto a otra, quizá, o separadas entre sí? ¿Rectas o ligeramente curvadas en las puntas? ¿Debían ser las trenzas más largas que las coletas que las remataban o viceversa? Aquellas decisiones tan elementales se me hacían interminables. No existían normas oficiales acerca del peinado o la ropa. El uso diario venía determinado por lo que llevaban los demás, y las opciones eran tan escasas que la gente miraba constantemente a su alrededor en busca de una mínima variación. Representaba un auténtico desafío al ingenio el lograr un aspecto atractivo y distinto que al mismo tiempo fuera lo bastante similar al del resto de las personas como para que ningún dedo inquisitorial pudiera señalar de un modo específico en qué consistía la herejía.

Aún estaba ocupada estudiando mi aspecto cuando Bing penetró en el pabellón. En su aspecto no había nada fuera de lo corriente, pero le envolvía un cierto aire que lo distinguía de los demás. Exudaba un toque de cinismo poco habitual en aquellos años en que el sentido del humor brillaba por su ausencia, y yo me sentía profundamente atraída hacia él. Su padre había sido director de departamento en el Gobierno provincial anterior a la Revolución Cultural, pero Bing era distinto de la mayoría de los hijos de altos funcionarios. «¿Por qué tienen que enviarme a mí al campo?», solía decir, y de hecho se las arregló para obtener un certificado de enfermedad incurable que evitó su partida. Fue la primera persona en la que advertí la presencia de una inteligencia abierta y de una mente irónica e inquisitiva que nunca juzgaba por las apariencias, a la vez que el primero que despejó los tabúes que albergaba mi mente.

Hasta entonces había rechazado la posibilidad de cualquier relación amorosa. La devoción que sentía hacia mi familia, intensificada por la adversidad, ensombrecía cualquier otra emoción que hubiera podido experimentar. Aunque en mi interior siempre había existido otra identidad, una identidad sexual que pugnaba por salir al exterior, siempre había conseguido mantenerla encerrada. Conocer a Bing, sin embargo, me llevó al borde de aceptar un compromiso amoroso.

Aquel día, Bing se presentó en el pabellón de mi abuela con un ojo morado. Me dijo que acababa de golpearle Wen, un joven que había regresado de Ningnan para acompañar a una muchacha que se había roto una pierna. Bing describió la pelea sin darle importancia, asegurando con gran satisfacción que Wen sentía celos porque no disfrutaba tanto como él de mi compañía y atención. Posteriormente, sin embargo, conocí la versión del propio Wen: había golpeado a Bing porque no podía soportar «esa arrogante sonrisa suya».

Wen era bajo y robusto, de dientes prominentes y manos y pies enormes. Al igual que Bing, era hijo de altos funcionarios. Solía remangarse la camisa y las perneras y calzaba un par de sandalias de paja, al modo campesino, inspirándose en el modelo de uno de los jóvenes que aparecían en los carteles de propaganda. Un día me dijo que regresaba a Ningnan para continuar reformándose. Cuando le pregunté el motivo, dijo despreocupadamente: «Para seguir los pasos del presidente Mao. ¿Por qué, si no? Para eso soy guardia rojo del presidente Mao.» Durante unos instantes, permanecí sin habla. Había comenzado a pensar que la gente solamente utilizaba aquella jerga en ocasiones oficiales. Es más: ni siquiera había adoptado la solemne expresión obligatoria a la hora de representar aquellas pantomimas. El tono distraído con que había hablado me convenció de que sus palabras eran sinceras.

Sin embargo, el modo de pensar de Wen no me impulsaba a evitarle. La Revolución Cultural me había enseñado a no juzgar a las personas por sus creencias, sino a dividirlas entre aquellas capaces o incapaces de mostrar crueldad y sadismo. Sabía que Wen era una persona decente, y a él recurrí en busca de ayuda cuando decidí abandonar Ningnan de modo permanente.

Había permanecido dos meses fuera de Ningnan. No había ninguna norma que lo prohibiera, pero el régimen contaba con una poderosa arma para asegurarse de que me vería obligada a regresar a las montañas más pronto o más tarde: mi registro de residencia había sido trasladado de Chengdu a Ningnan, y mientras permaneciera en la ciudad no tendría derecho a alimentos ni a bienes de racionamiento. Por el momento subsistía compartiendo las raciones de mi familia, pero se trataba de una situación que no podría alargarse eternamente. Me di cuenta de que tendría que arreglármelas para conseguir que mi registro fuera trasladado a algún lugar cercano a Chengdu.

La propia Chengdu quedaba descartada, ya que no se permitía a nadie trasladar un registro rural a la ciudad. Asimismo, estaba prohibido trasladarse de un lugar agreste y montañoso a otra zona más rica, tal como era la llanura que rodeaba Chengdu. Sin embargo, había un modo de burlar las normas: podíamos trasladarnos si contábamos con parientes dispuestos a aceptarnos, y era también posible inventarse tales parientes, ya que nadie hubiera podido seguir la pista de los numerosos familiares con que habitualmente cuenta un chino.

Proyecté el traslado con Nana, una buena amiga mía que acababa de regresar de Ningnan para intentar descubrir un medio de salir de allí. También incluimos en el plan a mi hermana, quien aún estaba en Ningnan. Para obtener el traslado de nuestros registros necesitábamos antes que nada tres cartas: una de una comuna diciendo que nos aceptaría si contábamos con la recomendación de algún pariente que pudiéramos tener entre sus miembros; otra del condado al que pertenecía la comuna, en la que se aprobara el contenido de la primera, y una tercera del Departamento de Juventudes Urbanas de Sichuan en la que éste aprobara a su vez el traslado. Cuando tuviéramos las tres teníamos que regresar a nuestros equipos de producción en Ningnan para que éstos autorizasen el traslado antes de que el registro del condado de Ningnan nos pusiera finalmente en libertad. Sólo entonces nos entregarían el documento crucial para todo ciudadano de China: los libros de registro que deberíamos entregar a las autoridades en nuestro próximo lugar de residencia.

La vida se tornaba igualmente complicada y desalentadora cada vez que alguien se apartaba en lo más mínimo de la rígida planificación de las autoridades, y en la mayoría de los casos surgían complicaciones inesperadas. Mientras planeaba cómo organizar el traslado, el Gobierno dictó de repente una regulación por la que se congelaban todos los traslados posteriores al 21 de junio. Para entonces, estábamos ya en la tercera semana de mayo, por lo que sería imposible localizar a tiempo a un pariente real que quisiera aceptarnos y completar todas las formalidades a tiempo.

Recurrí a Wen. Sin dudarlo un instante, se ofreció a «crear» las tres cartas. La falsificación de documentos oficiales era un delito grave castigado con largas condenas de cárcel, pero aquel devoto guardia rojo de Mao acalló mis ruegos de cautela sin darles mayor importancia.

Los elementos cruciales de toda falsificación eran los sellos. En China, los documentos adquieren carácter oficial por los sellos que portan. Wen era un buen calígrafo, capaz de grabarlos siguiendo el estilo de los oficiales. Para ello se servía de pastillas de jabón. En una sola tarde tuvo listas las tres cartas que cada una de las tres necesitábamos y que, aun con suerte, hubiéramos tardado meses en obtener. Wen se ofreció asimismo para regresar a Ningnan con Nana y conmigo para ayudarnos con el resto del procedimiento.